CONSIDERA

Desayuno en Júpiter

ia Wonnacott prosigue con su narración sin arquear ni una sola vez la ceja. Tampoco deja escapar su usual bufido de desaprobación cuando entro en la biblioteca, mis huellas dibujadas en nieve y tierra sobre las tablillas de madera. Solo extiende un poco las manos, tan viejas y consumidas, como diciéndome: «Mira, ¿acaso no comprendes que nos estamos quedando sin tiempo? Todas las buenas historias deben tener un final». Considera Todos los días, desde la llegada de Gus a su marcha, parecían anochecer a trompicones.

De un modo u otro, incluso el sol parecía postrarse ante ella.

Lo cierto es que la mera presencia de Gus nos alteraba a todos sobremanera, pero nadie era tan sensible al hechizo como Cricket y yo.

Pronto empezamos a perder viejas costumbres y a adquirir otras nuevas (todas con el desencadenante de pasar más tiempo con Gussy), y sin darnos cuenta el caos comenzó a adueñarse de nuestras vidas. Sencillamente, habíamos dejado de prestar atención a lo que sucedía a nuestro alrededor.

Consideremos una escena típica en el hogar de los Wonnacott: Ginnie, la hija de dieciséis años, sentada en un sillón de la sala de estar (con las piernas demasiado abiertas, según su madre); tiene un cigarrillo entre los dedos y, al notar el calor de la llama en su piel, le da unos toquecitos para que las cenizas caigan al cenicero, solo que no hay un cenicero frente a ella sino un cuenco humeante de gachas de avena.

A la misma hora, en casa de los Williams: Cricket, el hijo de dieciséis años, corta el pan para el desayuno de sus hermanos pequeños; de pronto, una masa fría y arenosa cae sobre sus pies; no era el pan lo que estaba cortando, sino uno de los preciados sacos de harina.

Tal era el efecto que Angustias Velázquez tenía sobre nosotros.

Es curioso. Nos enamoramos de las virtudes que no podemos encontrar en nosotros. Incontables veces a lo largo de mi carrera me han acusado tanto de arrogancia como de modestia. Arrogancia, por defender mi talento; modestia, por negar mi bondad. «Miss Wonnacott –he oído en cientos de ocasiones–, ¿cómo puede decir que es mala cuando ha donado tanto a causas benéficas?»

Tonterías. No sabría qué hacer con mi dinero. No creo en las medias tintas ni en laceguera autoinfligida. Si he de ser honesta –y la gente que me conoce sabe que es una de mis más dudosas cualidades–, he de admitir que no soy buena persona. Luché durante toda mi infancia y durante gran parte de mi adolescencia por ser buena y dócil en vez de egoísta y desconsiderada, pero hace años que he desistido. No dudo que uno pueda ser bueno si realmente pone empeño en ello, pero la bondad, sencillamente, no está en mi naturaleza, y hace décadas que no encuentro una buena razón para forzarla a entrar en mí.

He encontrado la bondad en muchas personas. Ahora sé que fue ella (o un pálido reflejo de ella) lo que me hizo encapricharme de Birdy aquella tarde de mis doce años. La bondad, tan subestimada y escasa, fue lo que me enamoró de Cricket, y fue lo que me enamoró de Gus.

Gus. He conocido muchas personas buenas y he conocido muchas personas con talento, pero muy pocas que aunasen ambas virtudes. Aquellos que eran buenos no tenían necesidad de expiarse mediante el arte, y aquellos besados por las musas quedaban tan embelesados por su luz que se olvidaban de pronto de toda bondad. Gus no. Cuando Gus hablaba, todos nos sentábamos a su alrededor y escuchábamos, y a mis dieciséis años no había encontrado un discurso tan fluido ni unas palabras tan cautivadoras ni siquiera en mis queridas ia Woolf y Anne Brönte. Arrodillada ante Gus y oyendo lo que nos decía, pensaba que aquella sensación de paz y plenitud debía de ser muy similar a la que habrían sentido los discípulos al escuchar por primera vez las parábolas de Jesús. Y fue aquel talento, tan oculto bajo una mirada fiera y unos rasgos anodinos, lo que hizo que Cricket se enamorase de Gus primero y de mí después.

Nos enamoramos de aquello que nos falta no porque nos sintamos incompletos, sino porque buscamos, sin descanso, un argumento que nos permita creer que la humanidad todavía merece la pena.

Tan enamorados estábamos Cricket y yo de Gus, en definitiva, que desatendimos todas

las facetas de nuestras vidas. Ni siquiera reparamos en la enfermedad de Phoebe, ni en el hecho de que había dejado de acudir a sus citas, ni en cómo sus vestidos parecían quedarle cada vez más pequeños, ni en cómo mamá palidecía si alguna vecina la veía pasear por el jardín.

Y entonces la guerra llamó a nuestra puerta como un viejo amigo.

Birdy Williams, ausente desde hacía tanto tiempo, volvió con los ojos todavía puestos en

el sur de Europa y las últimas palabras de Phoebe («vuelve a mí») ocultas en el interior de su oído.

Birdy había vuelto, sí, pero no del todo. Desde una distancia prudencial parecía el mismo, pero bastaba con acercarse bien para comprender la verdad. Que su pierna izquierda, tiesa, no se movía con la naturalidad de antaño; que aquello que parecían

marcas del sol en su piel eran quemaduras tan profundas que su tórax y la cara interna de su brazo habían perdido toda sensibilidad; que aquellas mismas quemaduras, que trepaban por su cuello hasta acariciar la línea de su pelo, desdibujaban sus labios y la curva de su nariz. Y lo peor de todo: era una especie muy rara de mutilado.

Con el estallido de una granada (o tal vez muy lentamente, con el paso de los días), su alma se desprendió de su cuerpo y se extendió, como un trozo de piel muerta, sobre la tierra cenicienta de Europa.

Y creo que Cricket, inconscientemente, empezó a morir al ver en su hermano esa

especie tan rara de mutilado.

En cierto modo, todos empezamos a marchitarnos y a morir, solo que algunos más

rápido que otros. Yo todavía sigo en el proceso, y sé que moriré con la imagen de Birdy

(y con muchas otras imágenes que acabé recolectando a lo largo de mi vida) ardiéndome en la retina.

Pero estamos adelantando acontecimientos. Volvamos más cerca, a casa. A mi padre, tal vez, a quien la enfermedad estaba empezando a hacerle mella en el humor.

Quizá fue el modo en el que el señor Williams recibió a Birdy (tan distinto del saludo seco con el que papá dejó entrar a Saul en casa), o quizá la idea llevaba semanas en su cabeza (desde que Phoebe enfermó y dejó de salir de casa), pero el caso es que papá habló. Y, cuando papá hablaba, incluso ahora que lo hacía entre titubeos, nada bueno podía ocurrir.

Saul, Gussy y la niña debían irse de su casa enseguida. A fin de cuentas, llevaban casi un año aprovechándose de su generosidad. Un hombre debe aportar techo y alimento a sus hijos, pero no cuando sus hijos son adultos con hijos propios (expósitos, para ser más precisos) a los que mantener. Y también estaba Phoebe, con esa enfermedad repentina que ni Cricket ni yo habíamos sabido desentrañar. Y Birdy, aquel hijo de obrero, que había vuelto (como una especie muy rara de mutilado).

Saul, Gussy y la niña se fueron en cuestión de semanas. La separación fue dolorosísima. No me permití llorar (no pensaba darle a mi padre ese tipo de satisfacción), pero a partir de entonces me persiguió la melancolía, que se posaba sobre mi hombro como un pajarillo pálido y desnutrido. Fuera donde fuese me acompañaba esa sombra triste. En todo momento.

He dicho que nos enamoramos de las virtudes que no podemos encontrar en nuestro interior. Debí añadir un matiz. Nos enamoramos también de los fantasmas que habitan en nuestro interior y que podemos reconocer en otras personas.

Cricket y yo habíamos perdido a un hermano. Cricket y yo habíamos perdido a Gussy. Cricket y yo, que siempre habíamos estado juntos, de repente comenzamos a ser muy conscientes de la presencia del otro.

Fue durante una de esas tardes aburridas (los dos solos, los dos sucios y sudorosos

tras una tarde de vuelo, los dos tumbados en el suelo de mi salón leyendo las noticias) que despertamos de nuestro sueño. Para ser más precisos, nos sacó de cuajo un único grito femenino desde el piso superior.

¡Phoebe!

Phoebe en el suelo del baño, una mano aferrada a su vientre y un charco de agua a sus pies. Phoebe, que había sido la primera en apuntarse a gimnasia para cuidar su figura y que había engordado tanto ante mis ojos sin yo notarlo. Phoebe, encerrada en casa desde hacía casi un año.

Mi respuesta natural, como la de todos los niños que se despiertan para comprobar que siguen encerrados en una pesadilla, fue gritar llamando a mis padres.

–¡Mamá! ¡Papá!

Pero, como en todas las pesadillas, mis padres no contestaron. No podrían haberlo hecho, ya que no estaban en casa. De no haber estado tan concentrada en mi pena, habría sabido que se encontraban en el médico y no habría perdido tantos valiosos minutos de habitación en habitación, abriendo puertas y llamándolos por su nombre.

–Tráeme toallas, agua y unas tijeras. Y después vete a buscar al doctor Lloyd. Cricket. Nunca me habría imaginado que su voz pudiese contener tanta serenidad. Dio

las instrucciones rápido y sin balbucear, pero sus manos, rojas e hinchadas a su espalda, no dejaban de sacudirse.

–¿Sabes lo que hay que hacer? –susurré. Una imprudencia imperdonable en presencia de mi hermana.

Cricket se mordió el labio inferior.

–Sí. Lo he visto otras veces. Cuando nacieron Bluebell y Weasel, y también cuando nació Hat.

De un modo estúpido e irracional, el hecho de que mencionase primero a sus hermanos

muertos (unidos por la conjunción «y», como si ni siquiera en el olvido pudiesen caminar solos) me infundió valor.

–Está bien –le dije–. Está bien, hazlo. Yo lo traeré todo e iré a buscar al doctor Lloyd. «Pero no la mates.» ¿Llegué a decírselo, al oído, entre dientes, o sencillamente él interpretó mi mirada? No logro recordarlo. De una manera u otra, Cricket captó el mensaje. Muy lentamente asintió, mientras agarraba a mi hermana y le decía con cariño: –Vamos, Miss Phoebe, vamos a la cama. Todo pasará rápido, ya verás. Será un niño precioso, Miss Phoebe. Espero que sea niño, ¿eh? Porque no creo que pueda soportar a otra chica Wonnacott…

Así que fui, y no guardo gran recuerdo de qué pasó o cómo. Aunque he repasado en mi mente cada segundo de aquel día (del «despertar», como más tarde lo denominaríamos Cricket y yo), todavía soy incapaz de discernir con seguridad qué imágenes son

verdaderas y cuáles robé de películas que vi o libros que leí. Solo sé con certeza que una de esas imágenes es completamente mía, puesto que ha vuelto a mí en sueños en más de una ocasión:

Cricket, la cara colorada, perlada por el sudor. Las gotas que descendían por su frente parecían sangre.

¿Qué decir del resto? Salí de la casa tras entregarle las toallas, el agua y las tijeras a Cricket. A veces, cuando vuelvo la vista atrás, recuerdo claramente que era un día desapacible y gris, y que lamentaba internamente no haberme puesto la chaqueta; otras veces, veo a la perfección lo claro que estaba el cielo, y vuelvo a sentir dentro de mí el calor que me hizo deshacerme de la chaqueta. A veces me acuerdo de que el doctor Lloyd entró conmigo en la casa, pero otras veces el doctor Lloyd no figura en absoluto en mis recuerdos. A veces el reverendo Samuels sale por la puerta principal y, debido al terror, se me caen las llaves al suelo; otras veces me adentro en la casa para darme de bruces con el eco que mis zapatos hacen contra el mármol.

Imposible decidir ahora qué hay de verdadero o falso en esas versiones. Quizá lo borré

a propósito. Quizá no encontré al doctor Lloyd y volví a casa a tiempo para presenciar el parto en su totalidad (los gritos, la sangre, las garras del miedo clavándose en mis entrañas).

Lo cierto es que todo quedó oculto bajo una súbita neblina que me impide ver qué ocurrió realmente.

Entonces, ¡otra imagen! Es Cricket de nuevo, tan pálido, tan joven, apenas un niño con otro niño en brazos. Un bebé que no llora. Y Cricket, la camisa remangada y las manos rosadas por la sangre, me mira (sus ojos conteniendo mucho más terror del que muchos conocen en toda una vida).

Un segundo. Dos. Un puñado de ellos. ¡El bebé llora! Phoebe, blanca y ojerosa, sonríe desde la cama de mis padres.

–Nos has salvado, Cricket Williams –dijo, y si no fue eso, algo parecido–. Deja que le ponga tu nombre a mi hijo.

Y Cricket, el niño agarrando a otro niño, respira de nuevo.

–No creo que puedas. ¡Es una chica!

Pero a Phoebe no le importó. Volvió a sonreír. Era una delicia cuando sonreía.

–¿Qué problema hay? La llamaré Joan, por John. ¿Te gusta?

Cricket, tras depositar a la criatura en brazos de su madre, se sorbió la nariz.

–Es un buen nombre –asintió.

En aquellos momentos, claro, cualquier nombre habría sido un buen nombre.

Y mientras Phoebe arrullaba a su hija, recuerdo haber observado a aquel bebé (ahora mi sobrina) con detenimiento. Tenía los ojos castaños de Phoebe, y el pelo negro de Phoebe, y la nariz pequeña de Phoebe, y la pequeña boquita de Phoebe, y la piel blanca de Phoebe, y los piececitos de Phoebe. Aquel bebé era todo Phoebe, como si, pese a todo, no tuviese padre.

Cricket debió de pensar lo mismo que yo, porque allí mismo (o puede que más tarde, a solas, en otra habitación) me dijo:

–¡Lo que no sé es si acabo de ayudar a traer al mundo a mi propia sobrina!

–¿Vas a contárselo a Birdy?

–Tiene que saberlo.

–Pero solo le hará sufrir.

–Tiene que saberlo. Además, se enterará igualmente. Esas cosas no se pueden esconder.

–Mañana no se acordará. Ya sabes que está en su mundo. ¿Por qué hacerlo sufrir?

–Tiene que saberlo. Tiene que saberlo.

Mientras Cricket (todavía colorado, todavía sudando) corrió a su casa a tratar de despertar a Birdy de su propio sueño febril, yo bajé a la oficina de Correos. Alguien

debía enviarle un telegrama a Saul.

Veo a Bluebell mientras salgo a coger el tranvía. Tiene las flores de Miss Wonnacott en una mano y un puñadito de nieve en la otra.

–¿Hoy no ha venido Harlon a verte? –le pregunto.

Bluebell arruga la nariz y coge aire. Mucho mucho aire.

–Noooo –susurra, soltándolo, y se va antes de que pueda preguntarle nada más.

Mientras espero en la parada del tranvía, pienso. Pienso en muchas cosas, pero principalmente en la hija de Phoebe. Nunca había oído hablar de la sobrina de Miss Wonnacott (y he leído muchísimas biografías no autorizadas). ¿Tal vez la dieron en adopción? Siendo hija de una madre soltera… y Joan es un nombre de lo más corriente.

¿Y el padre? Podría ser Birdy, pero también cualquiera de los maleantes con los que se dejó ver Phoebe cuando Birdy se fue. O tal vez, tal vez…

Joan tenía los ojos de su madre y el pelo de su madre y la piel de su madre y los rasgos de su madre.

Es totalmente posible, aunque no habitual. Tal vez, tal vez…

Es una idea sucia y retorcida, y me deja un sabor amargo en la lengua. Tal vez, tal

vez…

Joan era exacta a su madre. Y Miss Wonnacott envió un telegrama a Saul. Y el modo en el que Saul amaba estaba, según las palabras de la propia Miss Wonnacott, «prohibido». ¿Y si lo siguiese estando hoy? Tal vez, tal vez…

El tranvía llega y se lleva consigo (¡afortunadamente!) todos los quizás. Ya no noto ese sabor amargo en la lengua. ¡Qué tontería!

taeyeon todavía no ha llegado, de modo que le escribo una nota y la dejo sobre el banco. Después coloco una piedra sobre ella, asegurándome de que no saldrá volando.

¡Me marcho ya!

Tengo una infinidad de cosas que hacer (pero, créeme, merecerá la pena).

Bisous, O.

Salto al último vagón del tranvía y le envío un mensaje a Jimmy Race. Hay una fiesta de cumpleaños que organizar.

 

taeyeon

 

Like this story? Give it an Upvote!
Thank you!

Comments

You must be logged in to comment
LlamaAmerica #1
Chapter 52: D: asi termina????
Shizuma #2
Chapter 25: Me encanta esta historia, por favor continúa!
Saludosss