UNA SEÑORITA COMO DIOS MANDA

Desayuno en Júpiter

Ventajas de tener un amigo fantasma:

1. Cuando vais al cine, solo uno de vosotros tiene que pagar entrada.

2. Ídem de ídem con el transporte público.

3. Sentir la tensión cuando mete con mucho cuidado la mano en la bolsa de Cinturón de Asteroides sin que taeyeon se entere es, para ser honesta, muy divertido.

4. También cuando se cansa de fingir que no existe y causa una ligera distracción al ponerse el sombrero de una señora (resultado: el pánico de un vagón de tranvía al ver un sombrero flotante y los treinta minutos de retraso con los que Amoke y yo llegamos a casa de Miss Wonnacott).

5. Que te enseñe historia una persona que ha vivido físicamente los hechos que podrían no podrían caer en un examen de selectividad es, cuando menos, fascinante.

6. Internet en manos de una persona que lleva más de cincuenta años muerta. Punto.

Desventajas de tener un amigo fantasma:

1. No puedes presentárselo a tus amigos vivos (en principio).

2. No podéis ir a tomar un café juntos (porque nadie quiere ver cómo una taza de café se vacía sola o cómo un dónut se volatiliza en el aire).

3. Si hablas en público con él, tienes que fingir que utilizas las manos libres del móvil.

4. Puede ser ruidoso e interferir con los horarios de sueño (nota: los muertos no necesitan dormir).

5. Recordatorio: que los demás no pueden verlo no significa que no pueden sentir su presencia.

6. Internet en manos de una persona que lleva más de cincuenta años muerta. Punto.

Ilustración de los puntos cinco y seis (tener un amigo fantasma, desventajas de): Harlon no para de mandarme mensajes desde el móvil de papá (lo sé porque siempre le salta el auto corrector) mientras tecleo, y estoy casi segura de que Miss Wonnacott ha debido a leer el estrés en mi cara.

–¿Alguna emergencia familiar, señorita joven?

–En absoluto.

–¿Continuamos, pues?

Los fantasmas de la playa

El hombre de sombrero calado y mirada opaca llegó con el doblar de las campanas y el rugido del agua, y en la penumbra, con su traje raído y sus mejillas consumidas, parecía una aparición de ultratumba.

Supongo que, si yo hubiera sido una señorita como Dios manda, nos habríamos topado de otro modo. Pero no lo era. Un par de sucesos ordinarios me convirtieron en todo lo que horrorizaba a mi padre y me permitieron encontrarme con el hombre de sombrero calado.

Un sable:

1. El trabajo de obrero de Cricket en Mármoles Wonnacott.

2. La nueva confianza (y las nuevas responsabilidades) que mi padre depositaba en mí.

3. La Liga Escarlata.

Lo primero había ocurrido, naturalmente, cuando Cricket cumplió quince años, dos meses después de que Birdy se hubo alistado en el Ejército, en febrero de 1939. Lo segundo un poco más tarde, cuando mi amigo llevaba ya un par de semanas en la fábrica .

Lo tercero, una mañana calurosa de verano.

Cricket y sus compañeros apuraban sus bocadillos, acuclillados en la cuneta frente a la fábrica y cubiertos de un sudor negruzco y espeso. Yo, como dictaban mis nuevas responsabilidades, llevaba una montaña de documentos importantes al despacho de mi padre.

Los muchachos y yo ya estábamos casi a la misma altura cuando las vi.

–¡Tiorras! –Las llamó a un obrero, aunque lo único que las diferenciaba de mí y del resto de las mujeres eran los pañuelos rojos atados al cuello.

Ellas hablaron. Eso es lo que recuerdo, que hablaron, y que en sus palabras pude saborear futuro y libertad y esperanza. Lo que decían me parecía tan lejano e improbable como la llegada del hombre a la Luna.

Igualdad de hombres y mujeres. Universidad no solo para las señoritas, sino también para los estudiantes de a pie, con posibilidad de estudiar cualquier ciencia y oficio tradicionalmente vetados para ellas. Caminar por la calle sin ir acompañadas y sin sufrir los cuchicheos de los vecinos. Capacidad de convertirse en artistas sin que nadie nos juzgase por nuestro o.

Cosas que ocurrían, claro que sí, pero en las páginas de las obras de ia Woolf y

Margaret Sanger, no en Holyhead. Nunca en Holyhead, donde las chicas eran buenas y se casaban jóvenes, y los hombres, trabajadores, sudaban día a día para que nadie pudiese reprocharles que saliesen de los bares con una señorita que no era su mujer. –Guarras, ¿por qué no os vais a limpiar? –Dijo el obrero número dos, mientras Cricket miraba en silencio, toda su atención sobre mí y no sobre ellos.

Y ellas volvieron a hablar, y yo sentí el impulso de hacerlo también, pero tenía la boca seca y los dientes apretados, encarcelando mis palabras.

–¿Y vosotros qué? –Decía una, la más joven, la más pequeña–. ¿Acaso no queréis tener el derecho a comer en la fábrica y no aquí, en la calle, con el polvo y el calor? Se formó un pequeño revuelo. Se habló de amos y de trabajadores, y de una guerra en ciernes en Europa.

–La emancipación de la mujer debe llegar con la paz –dijo otra, la más alta–, porque cuando venga la guerra vosotros partiréis al frente y nosotras nos encargaremos de las fábricas y os proporcionaremos la pólvora. Si nuestro trabajo es tan preciado cuando hay muerte, ¿por qué no ahora?

Aquella pregunta se quedó flotando en mi cabeza mucho después de que las muchachas se hubiesen ido, cantando y gritando «libertad» mientras los chicos silbaban y aplaudían.

Temí no volver a verlas jamás, así que le pregunté a Cricket por ellas.

–Son la Liga Escarlata o algo parecido. –Bajó la voz–. Comunistas.

–¡Peor! –Dijo un compañero–. Los comunistas a veces dicen cosas razonables. Pero

¿Estas? ¡Trabajo a las mujeres en la fábrica! Como si regalasen los empleos, no te digo. Si los empresarios como tu padre –me miró– comienzan a entregarles monos azules a las mujeres, los hombres nos quedaremos sin trabajo.

–¿Por qué? ¿Temes que una mujer haga mejor tu trabajo que tú?

Aquel hombre me dirigió una mirada ponzoñosa y dañina que parecía arañar. –No te mezcles con esas fulanas. Aun siendo fea todavía puedes encontrar un hombre que te quite las castañas del fuego. Deja de ir a pilotar los aviones del señor Brown.

–¿Y eso por qué? –Repliqué–. Vuelo mejor que Cricket. Vuelo casi tan bien como Birdy. –Ya es bastante malo que parezcas una marimacho para que además te comportes como una. Si también empiezas a dejarte ver con esas feministas ...

Nunca llegué a saber el final de su frase. Cricket acababa de apagarle el cigarrillo sobre la mano. Todavía faltaba un año para que su temor al fuego comenzase.

–Yo creo que es una idea estupenda. Que trabajen las mujeres, sí. Pueden hacer la mitad de mi turno, si quieren. Y, desde luego, mi bocadillo sabría mucho mejor dentro de la fábrica, claro que sí.

Hizo sus averiguaciones en secreto y, tres días después, se acercó a mí y me dijo:

–Aberdovey. Ahí es la siguiente reunión.

Fuimos en tren. Un viaje de tres horas que le costó a Cricket el sueldo de un mes.

Cuando llegamos, tardamos más de una hora en encontrar la pequeña casa particular en la que se reunía la Liga Escarlata. Cricket no quiso entrar. Dijo que no se había perdido nada ahí («mi padre asegura que todas las de la Liga Escarlata son unas pu ... puñeteras») y que, además, quería ir a dar un paseo por la playa.

–Está embrujado, el mar –dijo–. Hay una ciudad entera sumergida ahí abajo, y si te concentras lo suficiente, puedes oír las campanas de la iglesia.

Intenté disuadirlo.

–Está lloviendo a cántaros.

–Tengo paraguas.

Y cada uno siguió su camino, él a su ciudad sumergida y yo a la primera de muchas reuniones. Años después, durante la guerra, llegaría a ser subsecretaria de la Liga. Por el momento en solitario era ia «Ginnie» Wonnacott, quince años, hija de un empresario venido a menos, orgullosa de compartir nombre con ia Woolf.

Cuando abrí la puerta las sorprendí en una de las frases que ardería más en mi memoria.

–No podemos llorar. Nuestras condiciones son durísimas, pero no podemos llorar.

Tenemos que luchar.

No reconocí a la mujer que hablaba como una de las del grupo de la fábrica, pero aun así ella me miró como si me conociese. Y sonrió. Nunca me he sentido más bienvenida que con esa sonrisa.

Una por una hablaron, y yo tomaba notas. Cualquier aportación era necesaria y

hermosa, y yo la escuchaba como si fuera un tipo especial de poesía, como si al salir de la sala yo fuera una persona distinta, desconcertada, maravillada y valiente.

La puerta se abrió de nuevo cuando ya casi había llegado mi turno. Cricket jadeaba y sudaba en el umbral.

–¡Ginnie, tienes que venir enseguida! ¡No vas a creerte ...! ¡No puedes perder un minuto!

¡Es imposible, pero estoy seguro ...!

Fui incapaz de pedirle a Cricket que se fue a otra parte con sus historias de fantasmas. Tiró de mí hacia la salida con demasiada insistencia, de modo que apenas pude ver cómo la mujer que me había sonreído se levantaba y nos miraba con las cejas bajadas, como preguntándose algo ...

Cricket me llevó a la playa. Y en la playa (o, más concretamente, en la orilla) había un hombre de sombrero calado y mirada opaca, llegado con el doblar de las campanas y el rugido del agua. En la penumbra, con su traje raído y sus mejillas consumidas, se asemejaba a una aparición de ultratumba.

Reconocí enseguida a aquel hombre, aunque hacía años que no lo veía. Tenía la nariz de mi padre y los labios de mi madre, y se llamaba Saul. Saul Horace Wonnacott, mi hermano mayor de Delaware, Estados Unidos, que se había casado con una norteamericana, que en otra vida solía hablar con los muertos y del que no habíamos recibido una sola carta desde hacía semanas.

Sonrió. Solo un poco. Una sonrisa nerviosa. De haber ocurrido ahora, le habría preguntado enseguida: «¿Qué estás haciendo aquí?», Pero entonces, con quince años, no

encontré el coraje. Solo me quedé mirándolo en silencio mientras él decía:

–Mírate, estás tan mayor ... No esperaba verte aquí. Tengo tantas cosas que contarte ...

Ven, después quiero que conozcas a mi mujer ya mi hija.

Asentí. No sabía que tuviese una hija.

Saul me cogió de la mano.

Y entonces estalló la guerra.

Los ruidos comienzan esta misma mañana, cuando Miss Wonnacott, finalizado el capítulo, vuelve a su habitación. Puedo oír el murmullo ahogado de su silla recorriendo la alfombra, y después ...

Pum. Pum.

Pum-pum-pum.

Como si alguien caminase entre las estanterías, aunque no hay nadie en la biblioteca, aparte de mí.

Un fuerte estruendo. Cuando me giro, ya es demasiado tarde. Los libros de una de las estanterías han sido volcados sobre el suelo, y cuando los recojo para colocarlos en su sitio, reconozco la edición en galés de El mirlo blanco que guardaba la fotografía de Cricket.

Un crujido. La puerta del fondo, que no da al pasillo ni (debido a la disposición de la casa) al jardín, se cierra. Trago saliva. Me pongo en pie. Voy hacia ella.

Solo me da tiempo a ver unas paredes blancas y doradas (como las de la biblioteca, pero repletas de cuadros modernistas) antes de que alguien coloque sobre mí una sábana blanca. Cuando la retiro, la sala está desierta, y solo los ojos de las estatuas caen sobre mí.

taeyeon

 

Like this story? Give it an Upvote!
Thank you!

Comments

You must be logged in to comment
LlamaAmerica #1
Chapter 52: D: asi termina????
Shizuma #2
Chapter 25: Me encanta esta historia, por favor continúa!
Saludosss