LEGIONES DE LIBROS Y UN PAR DE NORMAS BÁSICAS

Desayuno en Júpiter

Si se observa desde lejos, y desconociendo la identidad de su dueña, cualquiera diría que la casa de Miss Wonnacott es un simple vestigio de aquella época en la que Holyhead no era más que una pequeña aldea bulliciosa.

La casa es diminuta, casi escondida entre las hojas doradas de los fresnos y las rocas blancas del acantilado. La parada más cercana es la del tranvía, y aun así es necesario atravesar el bosque para llegar al hogar de Miss Wonnacott. Cuando finalmente lo hago, tengo hojas en el pelo y arañazos en las piernas, y la cara salpicada de lluvia y agua de mar.

Ocurre de un segundo a otro. Con solo un paso, en mitad de todo lo que antes era oro emerge una casa muy blanca con la pintura de las contraventanas (verde) desconchada y el tejado cubierto de moho.

Para ser sincera, no parece un lugar habitado, y desde luego no por la novelista más rica de Gran Bretaña después de JK Rowling. Doy un paso adelante, dos, comprobando la ubicación en mi móvil y tratando de parecer lo más limpia y profesional posible.

Cuando oigo un par de pasos en mi dirección alzo la vista al instante. Una niña con un cárdigan feo y gris y el pelo más rojo y alborotado que he visto nunca corre en mi dirección, de modo que me agacho ante ella y le pregunto:

–¿Sabes si esta es la casa de ia Wonnacott?

Parpadea. Sus ojos, de un castaño muy cálido, parecen rojos junto a su pelo.

–¿La escritora? –Intento otra vez, pero la niña se encoge de hombros y echa a correr. Lo último que veo de ella son sus piernas, que parecen inmensamente delgadas con las pesadas botas de goma que cubren sus pies.

Cuando por fin me atrevo a llamar a la puerta, me abre una mujer alta y paliducha que me recuerda ligeramente a las damas lánguidas de los cuadros victorianos.

–Llegas tarde –me dice–. Miss Wonnacott te está esperando en la biblioteca.

Desde luego que lo está. Al adentrarme en la sala, tras atravesar un pasillo estrecho y muy largo rebosante de retratos de los que parecen ser los antiguos señores y señoras Wonnacott, me la encuentro de cara a la ventana que da al jardín.

–Lo siento muchísimo, señorita Wonnacott, el tranvía...

Miss Wonnacott hace girar su silla de ruedas para mirarme, y de nuevo me sorprenden la frialdad y la pesadez de sus ojos grises.

–Te limitarás a teclear ya no hacer preguntas –asevera–. No me interrumpirás, no harás comentarios estúpidos y no me pedirás que te repita las cosas. Como habrás podido comprobar, hablo con bastante lentitud, por lo que no te resultará difícil escribir un ritmo apropiado. ¿De acuerdo?

Aunque está envuelta en varias capas –todas considerablemente gruesas– de ropa, y aunque la movilidad que le otorga su silla de ruedas es limitada, Miss Wonnacott no es una persona a la que uno se atrevería a contradecir, de modo que asiento mientras me dejo caer en el sillón del escritorio.

Miss Wonnacott tiene un Mac de lo más corriente, y una montañita de libretas perfectamente apiladas junto al teléfono inalámbrico. No sé por qué, siempre me había imaginado que todos los grandes novelistas utilizaban máquinas de escribir y bebían bourbon o cualquier otro licor mientras daban vida a sus historias.

–Veamos, cómo empezar...

Miss Wonnacott se acaricia el mentón.

Su biblioteca es colosal, repleta de novelas y del olor añejo a los hongos que tan lentamente consumen las páginas de los libros. Hay volúmenes antiguos y volúmenes tan nuevos que parecen no haber sido leídos, desde el suelo hasta el techo, además de una confusión de cajas llenas de ejemplares de las diez últimas novelas que ia Wonnacott ha publicado en los diez últimos años.

No puedo creerme que yo vaya a ser la primera persona en escuchar la que probablemente sea su última historia.

–Oh, sí, ya está, me gusta. Veamos ...

Y arquea una despeinada ceja gris que me hace colocar las manos sobre el teclado.

La voz de los muertos

Una vez conocí a un chico que temía el fuego. Su pelo era del color de las llamas, y sus ojos refulgían, naranjas, como si los rayos de todos los soles del mundo lo iluminasen directamente a él. Siempre olía a tierra ya lodo, y ceceaba al hablar. Cuando llegaba la Noche de Guy Fawkes, él, sencillamente, desaparecía para no tener que ver las hogueras.

Algunos vecinos aseguraban haberlo avistado cerca de la estación de tren, y otros en el puerto, desde el cual se podía observar una nube roja sobre la ciudad, como si esta estuviese en llamas, y unos pocos estaban segurísimos de que se escondía en el cementerio tras la iglesia de Saint Mary's. Le tenía un miedo atroz, primario y casi inquietante al fuego...

Una vez conocí a una chica que había hecho de su hogar el cielo y que una vez, solo una vez, cayó con estrépito sobre mi jardín. Sus cabellos, una enredadera que jamás había conocido un cepillo, eran de oro tan ardiente que instintivamente supe que mi amigo la habría temido.

Su voz no pidió permiso para salir. Aquella era una muchacha que no acostumbraba a pedir permiso nunca. Dijo tres palabras, únicamente tres palabras que parecieron adueñarse de la tierra y el lodo.

–¿Esto es Francia?

Una vez conocí a un hombre que hablaba el lenguaje de los muertos. Cada noche, de madrugada, cuando incluso las lámparas de aceite se apagaban y las estrellas parecían abrasar el firmamento, él bajaba a la biblioteca, prendía una vela y hablaba con los muertos. Lo vi de hurtadillas incontables veces, siempre de noche, siempre envuelto en la penumbra, hasta que murió y se convirtió en una de esas voces.

Saul era su nombre. Solía ​​pronunciarlo sibilante, casi en susurros, sopesándolo como uno de tantos cigarrillos que se consumían entre sus dedos.

Saul. De madrugada, con su espalda encorvada y vagamente iluminada por la lámpara de pie, daba la sensación de que su nombre –todo él, en realidad– estuviese hecho de medianoche.

En su vida, una persona tiene muchos primeros recuerdos. La mayoría son banales, retazos de imágenes familiares que con suma facilidad pueden encontrarse en películas y novelas; unos pocos (felices pocos, como puntualizaría Shakespeare) son auténticos, reales, nuestros. Como escritora creo que es mi deber precisar que el primero de mis recuerdos dentro de esta categoría tan especial es precisamente ese: la medianoche, la biblioteca de nuestro caserón victoriano de Cardiff iluminada por un único foco de luz y la espalda de mi hermano Saul encorvada ante una polvorienta montaña de libros.

–Pero si es Ginnie Wonnacott, la reina de la casa. ¡Al fin! Creí que no volvería a verte jamás.

Sus saludos siempre eran idénticos y podían resumirse en tres pequeñas acciones:

1. El toquecito que le daba al filtro de su cigarrillo.

2. El ligero temblor de unas cejas pobladas por encima de su legión de novelas.3. La palmadita sobre su rodilla derecha, invitándome a sentarme y unirme a su espléndida sesión de espiritismo.

–¿Qué haces? –Dije la primera vez.

La respuesta era obvia: leer. Me había faltado precisar la segunda parte de aquella pregunta: «¿Qué haces a estas horas?». Saul, sin embargo, no cambió su expresión al respondedor:

–Bueno, pensé que no ibas a preguntármelo nunca. Verás, Ginnie Wonnacott, reina de la casa, lamento tener que decírtelo, pero estoy hablando con los muertos.

–Pero ¡si solo estás leyendo!

Saul no levantó la vista de su pesado volumen.

–¡Leyendo, dados! Verás, quizá de día, con todo ese ruido y todos esos estorbos (toda esa vida que se empeña en interrumpirte a cada segundo), estaría simplemente leyendo. Pero de madrugada, cuando solo estoy yo (y ahora tú, pero confío en que sepas guardar silencio como una señorita), estos respetables señores difuntos tienen la amabilidad de contarme algo.

Me senté sobre su rodilla huesuda, envuelta por un perceptible olor a tabaco, polvo y cera de vela. El libro que teníamos ante nosotros, de hecho, parecía extremadamente antiguo, como si sus tapas hubiesen sido encuadernadas siglos atrás, y el hecho de que nosotros (precisamente nosotros) lo poseyésemos se tratase de una casualidad espantosa.

–¿Y qué te cuenta?

–¿El señor Gorgias de Leontinos? No mucho. Me estaba hablando del miedo.

–¿El miedo?

–En efecto. Un sentimiento apabullantemente poderoso, el miedo, ¿no te parece?

Posiblemente el más apabullantemente poderoso de todos.

Y comenzó a recitar con una severidad casi religiosa:

- «Algunas personas en el pasado, al ser testigos de hechos espantosos, han perdido su entereza al instante. El miedo extingue y destierra la mente. Muchos han sucumbido por un estrés sin fundamento, una terrible dolencia, y una locura incurable, pues la visión graba tan profundamente en la mente las imágenes de las acciones presenciadas ».

Al finalizar se volvió hacia mí y sonrió, y en ese momento recuerdo que sus dientes me parecieron grandes y del color de la luna.

–Se esconden muchos fantasmas en las páginas y en las palabras, Ginnie, no lo olvides jamás.

No lo olvidé. Durante años me senté en aquella biblioteca en compañía de los fantasmas de tantos hombres que sabían apreciar las pequeñas cosas que daban forma a nuestro

Que hacer. Mi propia tranquilidad solo se veía perturbada por una pregunta acuciante: puesto que solo los fantasmas de los hombres se escondían en los libros, ¿cómo lograban las

mujeres escapar a la inevitabilidad de la muerte y el olvido? ¿Había para ellas algún lugar, desconocido para mí, en el que pudiese perdurar su recuerdo?

A pesar de sus muchos esfuerzos, Saul nunca logró conjurar más que el tintineo agradable, el repiquetear de tacones y el aroma misterioso a jazmín que precedían la entrada de mi hermana Phoebe en la habitación.

–Venga, hombre, ¿todavía estás aquí? Los Jenkis –el apellido de la familia,

naturalmente, era distinto cada noche, y Phoebe lo susurraba acariciando el cuello de Saul con sus labios– llevan horas esperándonos. ¡Horas! Oh, Ginnie, estás aquí...

–Solo estábamos leyendo –decía entonces Saul, y finalizaba su frase con un guiño que significaba mucho más para mí que un simple punto final.

Es curioso que, siendo ese mi primer recuerdo en general, fue una escena similar mi último recuerdo de Saul en Cardiff.

Otra noche de verano. Otro escritor muerto. Otro cigarrillo consumido y otra vela llenando la habitación de grises nubes rizadas. Otra vez el agradable tintineo y el repiqueteo de unos tacones y el misterioso aroma a jazmín. Otra vez la misma pregunta:

–Venga, hombre, ¿todavía estás aquí? Los Driscoll llevan horas esperándonos. ¡Horas!

–Hoy no voy a ir –había respondido Saul, levantando la vista del único elemento extraño de la sala: un periódico abierto–. Tengo cosas que hacer.

Sin embargo, no tardé en saber (y con una certeza incalculable) que al final había dejado a un lado todas esas cosas que tenía que hacer. Porque en esa fiesta conoció a una norteamericana, y porque se fue con ella, y porque a partir de entonces ya no volví a pasar las madrugadas comunicándome con los muertos a la luz de una vela.

Las palabras de Miss Wonnacott flotan en el aire como si fuesen muy livianas, y se utilizan en manchitas negras en la pantalla del Mac y en imágenes difuminadas en mi cabeza.

Veo cartas de un hermano que vive en Delaware y que se amontonan sobre la mesa de la cocina, cubiertas de la nieve y el frío del norte de Estados Unidos.

Voces graves y un poco temblorosas de padres a los que la Depresión ha dejado con una mujer y dos hijas que alimentar y un solo traje elegante con el que guardar las apariencias.

Caserones victorianos en Cardiff con el cartel de «se vende» en la ventana del ático, y modestas casitas de Holyhead decoradas con los muebles de la que un día había sido una familia adinerada.

Veo aviadores que llevan el sol a sus espaldas y el misterio del cielo escondido en el bolsillo derecho del pantalón.

Veo granjeros desgarbados acuclillados detrás de una caja de comida para la caridad, las llamaradas de las hogueras de Guy Fawkes tiñendo las vidrieras de la estación de tren de granate y de dorado.

Y veo chicas demasiado altas para su edad, con las piernas zambas y esqueléticas, y un rostro tan peculiar y aquilino que los muchachos de la aldea han empezado a llamarla Cuervo.

Aldeanos que creen en fantasmas y en duendes y en los temibles gwyllgi , que son enormes perros negros –presagios de muerte– que acechan a los humanos en las carreteras solitarias.

Durante Ysbrydnos , la noche de los espíritus, los vecinos se encierran en sus casas, y casi puedo oír los cánticos católicos y el sonido que hacen las cuentas del rosario al chocar unas contra otras.

Miss Wonnacott y yo escribimos tres capítulos enteros hasta que ella se cansa y su voz se convierte en un trabalenguas fatigado e incomprensible. En ese momento una de las dos enfermeras (la del turno de mañana) se inclina ante ella y le dice que es suficiente. Miss Wonnacott, que está pálida y tiene los labios secos y acartonados, no opone resistencia.

Cuando salgo de la casa, siento la historia de Miss Wonnacott palpitando dentro de mí, y el olor de las hogueras de la Noche de Guy Fawkes haciéndome cosquillas en la nariz.

Estoy tan concentrada en ambas cosas (y en cómo se lo contaré a Harlon cuando vayamos a cazar liebres esta tarde) que no me fijo en la chica que sale del tranvía hasta que la tengo prácticamente encima.

–¿Amo?

Es ella, indudablemente, con su pelo como una nube castaña, su olor a lilas, su cara de retrato renacentista y un vestido largo estampado con todas las flores del mundo.

–¡Ofelia!

Sonríe al verme. Por un momento fugaz, pienso que su sonrisa es la cosa más bonita que he visto en todo el día.

–¿Tienes clase por aquí cerca? –Le pregunto, lo cual es un tanto estúpido, porque la Universidad de Bangor está a unas cuantas paradas de tranvía de distancia.

Amoke niega con la cabeza.

–Bueno, sí, pero hoy no empiezo hasta las cuatro. Ahora tengo una entrevista de trabajo.

-¿Oh yes? ¿Dejas el Café Milano? Bueno, ¿y dónde? ¿En una cafetería guay o en una tienda Lush? La mayoría de las chicas que conozco acaban trabajando en Lush, y luego siempre huelen a jabones caros ya algodón de azúcar ya cera de abeja ya un montón de perfumes más.

Parpadea. Tiene esas pestañas tan largas que no necesitan rizador ni rímel, y los párpados cubiertos de una sombra brillante que parece polvo de hadas.

–En realidad, en casa de Miss Wonnacott.

-¿¡What!? ¿Por eso estabas en el hospital el otro día?

Suena mucho más acusador de lo que parecía en mi cabeza, como si Miss Wonnacott era mi esposa y yo sospechase que taeyeon y ella son amantes.

Las mejillas de taeyeon  se vuelven rojas y brillantes.

–Pues no...

–¿Entonces?

–Fue algo que pasó... –responde, y ahora sí que parece que Miss Wonnacott sea mi mujer y su amante–. Quiere que sea su secretaria.

–Ya tiene secretaria –digo.

taeyeon  se encoge de hombros. Enterrando la cara (ahora más rosa que nunca) en el cuello de su vestido, se despide de mí con un gesto.

Inmediatamente siento la culpa caer sobre mí como algo pegajoso y febril, porque a fin de cuentas ella no ha pedido que Miss Wonnacott le proponga nada, y desde luego no ha pedido que Miss Wonnacott la consider tan digna de trabajar para ella como yo.

–¡En fin, entonces supongo que nos veremos mañana! –Le grito mientras me subo al tranvía.

Ella me mira haciendo visera con las manos, toda repleta de flores y rubor.

–¡Todavía no sé si voy a aceptar!

–¡Más te vale hacerlo! –No se rechaza a ia Wonnacott, la novelista más célebre en habla inglesa de los últimos cincuenta años.

No sé si oye esto último, porque las puertas metálicas del tranvía comienzan a cerrarse mientras lo digo.

Cuando este arranca, y mientras observo a taeyeon  caminar en dirección a la mansión de Miss Wonnacott, una única pregunta flota en mi cabeza.

«Entonces, ¿qué hacías en el hospital el martes pasado?»

taeyeon

 

Like this story? Give it an Upvote!
Thank you!

Comments

You must be logged in to comment
LlamaAmerica #1
Chapter 52: D: asi termina????
Shizuma #2
Chapter 25: Me encanta esta historia, por favor continúa!
Saludosss