PHOEBE

Desayuno en Júpiter
 

Miss Wonnacott no dice nada cuando llego a su casa el 3 de enero. No me pregunta por la Fiesta de las Luces15 ni por mi hermano (que se abrazó a mí en el aeropuerto y me susurró al oído una sola palabra especial: «volveré») ni hace tampoco ninguna alusión al tiempo que ha pasado sin mí.

Me recibe con un seco:

–Tenemos mucho trabajo, señorita young.

Y ni siquiera me da tiempo a hablarle de Cricket («John Michael Williams, John Michael Williams, John Michael Williams») o de Birdy, porque enseguida se coloca las gafas y comienza a perorar.

Phoebe

Phoebe era una muchacha extraña. Mi madre siempre lo había dicho, moviendo la cabeza con pesar, y mi padre siempre la había secundado con un firme puñetazo a la mesa (o a cualquier otra superficie que estuviese a su alcance).

Phoebe era caprichosa. A Phoebe le gustaba hacer todo aquello que en el Holyhead de 1939 era considerado escandaloso (nadar desnuda con Birdy Williams era su mayor afición).

Phoebe tenía sus costumbres, que distaban singularmente de las costumbres de todos los demás, y todas ellas estaban encaminadas hacia un solo propósito: convertirla en el centro de atención.

Pero, ante todo, lo que hacía a Phoebe una muchacha realmente extraña era otra cosa. Algo prohibido, secreto, de lo que no estaba permitido hablar fuera de las paredes de nuestra casa. Phoebe sabía cosas, cosas que era imposible que llegase a deducir siquiera por sí misma, y Phoebe oía voces.

No eran voces conocidas las que Phoebe oía. Eran voces antiguas, venidas del pasado: fragmentos de conversaciones, algún que otro golpeteo, una risita.

–Suena como un enjambre de abejas –me dijo una vez sin mucho interés, pues Phoebe no era una persona a la que los hechos inusuales causasen una gran impresión–. Todas las voces a la vez, susurrando.

Casi todas las voces hablaban en inglés; unas pocas, en galés; las más raras, las más preciadas, en «el idioma de la Biblia», como había dicho Phoebe.

Solo una vez se le escapó a mi hermana una palabra en hebreo. Mi padre, que por entonces comenzaba a tener problemas para hablar, gritó y rugió como nunca antes había gritado y rugido.

Había un secreto. Un secreto que ni Phoebe ni yo ni nadie de fuera debía conocer. Algo que no estaba en su sitio. Un cuarto de nuestra sangre, aquel que correspondía a nuestra abuela materna, era sefardí.

Si bien mi padre no era una persona que aprobase el auge del nacionalsocialismo ni sus políticas racistas –de hecho, lo repudiaba–, era una persona rígida que pensaba que las

familias británicas debían tener sangre británica y que las familias sefardíes debían tener sangre sefardí.

–¿Cómo puedes conocer tu sangre si no recuerdas a tus ancestros? –le había preguntado yo un día, pero él se había limitado a ignorarme.

Lo hacía a menudo.

Pero el caso es que llegó mi hermano y, con él, la actitud ya de por sí excéntrica de Phoebe cambió: Phoebe comenzó a ser cruel.

Durante los años en los que todo lo que quedaba de Saul eran sus cartas, Phoebe había actuado como si en realidad no hubiese tenido un mellizo. Aquellas valiosas cartas que mamá y yo leíamos con un fervor casi religioso le resultaban indiferentes. Con los años llegué a saber por qué. Phoebe no necesitaba las voces para intuir qué pasaba con Saul.

Y cuando Saul vino, con las campanas y las mareas, Phoebe volvió a ser una melliza de nuevo.

Mellizos. Siempre juntos. Siempre dos.

Pero ahora había algo más. Una mujer. Una hija. Phoebe era incapaz de imaginar que

Saul pudiese mirar con más amor a otra mujer que no fuese ella, y de ahí brotó la raíz de su crueldad.

No dudo que Phoebe quisiese a Birdy (de hecho, sentía hacia él una pasión desenfrenada

y casi primitiva), pero de lo que no estoy segura es de que Phoebe llegase a comprender alguna vez que las demás personas que poblaban su mundo también tenían sentimientos que podían ser dañados.

Dejó de verlo inmediatamente. De pronto quería pasar todas las horas, todos los minutos, todos los segundos con Saul.

Y si de vez en cuando se topaba con Birdy en las fiestas de sociedad (entre las excentricidades de mi hermana se encontraba colar a los muchachos del pueblo en las fiestas de sociedad), se burlaba de él. De su pelo. De sus ropas viejas. De su acento de aldeano.

Un instante después, cuando él se mostraba ofendido o herido, ella volvía con la mejor de sus sonrisas y lo besaba y abrazaba.

–Oh, ya sabes cómo soy –decía entonces–. Pero eres mi sueño. Y yo también soy tu sueño, ¿verdad? Ven, ven conmigo, vayamos a la playa…

Y entonces llegó la guerra.

Al pronunciar esta última frase, Miss Wonnacott se encoge en su silla de ruedas. Sus arrugas parecen más pronunciadas; los huesos de su pecho, que se ven a través de su camisa, más salientes. Aprieta los ojos.

Traga saliva. Continúa.

Y entonces llegó la guerra.

Y, con la guerra, la compañía de Birdy marchó al frente.

Por aquel entonces Birdy y mi hermana llevaban casi una semana sin hablar, lo que un par de meses antes habría sido tomado como un milagro por la pobre y cansada señora Williams. Sin embargo, cuando el tren ya estaba a punto de ponerse en marcha, Phoebe apareció en la estación. Iba a buscar a su Birdy y, cuando lo encontró, lo besó y lo abrazó. Sabía qué decir. Era su magia.

–Vuelve a mí –le susurró, su pequeña nariz contra la del muchacho–. Vuelve a mí.

Y Birdy, el simplón, bueno y valiente de Birdy, se lo prometió. Birdy siempre volvía. Era su magia.

Sin embargo, la magia de Phoebe no incluía ser fiel. Lo intentó, no me cabe duda, pero la fidelidad, sencillamente, no se encontraba entre las virtudes de mi hermana.

Y el rechazo de Saul escocía, ya lo creo que sí.

Mellizos. Siempre juntos. Siempre dos. Pero ahora había una niña, y esa niña necesitaba cuidados.

Cada vez que Phoebe bajaba a ver a mi hermano con la excusa de ir a una fiesta o de jugar al tenis o de, simplemente, continuar con sus vidas donde las habían dejado, Saul tenía cosas más importantes que hacer. Enseñar a montar en bicicleta a su pequeña. Leerle cuentos a su pequeña. Ir a comprar vestidos y organizar pícnics y buscar los parques más bonitos y cuidados, todo para su pequeña.

Phoebe no pudo soportar el dolor, y lo que Phoebe hacía cuando las cosas no salían a su gusto era asegurarse de que nadie se olvidase de ella.

Comenzó a dejarse ver con hombres, en su mayor parte mucho mayores que ella y de la peor calaña. Fue de rata en rata, desde los simples advenedizos que buscaban su dinero a los simpatizantes confesos de los alemanes.

A Phoebe le ardía el silencio de Saul, pero, ante todo, lo que consumía por dentro a mi hermana era otra cosa. No podía comprender cómo Saul (su mellizo; siempre habían estado juntos; siempre habían sido dos) podía preferir la compañía de una niña con la que no com Una figura en el rabillo de mi ojo izquierdo hace que mis manos queden inertes sobre el teclado del Mac.

Porque al otro lado de la ventana, en el jardín trasero, hay dos personas jugando con la nieve. Una es pequeña y tiene la melena tan roja que parece una rosa entre tanta blancura. La otra, considerablemente más grande, tiene ojos y pelo de otoño… ¡Harlon!

–¿Te aburre mi historia, tiffany young? –pregunta Miss Wonnacott, arqueando su poblada ceja gris, mientras yo me pongo en pie.

Está muy claro, es él jugando con la niña del pueblo. Harlon. Harlon ha vuelto.

–Lo siento, Miss Wonnacott, pero va a tener que disculparme un momento –digo, y sin poner mucho cuidado corro hacia la puerta trasera.

Creo que tiro un jarrón al suelo, porque enseguida oigo el crac junto a las exclamaciones exasperadas de mi novelista favorita.

–¡tiffany young!

Están el uno junto al otro. La niña, con dos ramitas largas en la mano; Harlon, acuclillado, dándole los últimos retoques a un muñeco de nieve.

–Oh, no, querida, esos son muy largos –le dice Harlon a la niña–. ¿Quieres hacer un muñeco de nieve o una araña?

La pequeña ríe. Tiene el pelo espolvoreado de nieve y las manos y la punta de la nariz hinchados y enrojecidos.

–Oh, te he echado de menos, bobalicón.

–¡Yo también te he echado de menos! –grito, haciendo bocina con las manos, y me abalanzo sobre Harlon para abrazarlo.

Es él. Ha vuelto. Está cálido al tacto, y sus orejas se enrojecen, y es otoño y ruido y risa. Es Harlon.

–¿Dónde has estado? –le pregunto.

No me importa que ia Wonnacott pueda verme desde la biblioteca, ni que pueda oírme y pensar que estoy loca. Si quiere despedirme, adelante. Ni siquiera todas las palabras del mundo, tejidas con maestría por mi escritora predilecta, tienen más valor que encontrar a mi amigo.

Harlon se rasca la coronilla. Sus dedos están manchados de nieve.

–¿Qué quieres decir? He estado aquí mismo.

–¿Aquí? ¿En casa de Miss Wonnacott?

–No, aquí donde siempre. En Holyhead. En casa.

Doy un paso atrás. Oigo crujir la nieve.

–No. Llevas una semana fuera. Te he buscado por todas partes, incluso en el campo de las liebres, y no aparecías.

Harlon abre la boca. Cuando está confuso y no sabe qué decir, todos los músculos de su cara parecen ponerse de acuerdo para temblar. Mira a un lado. Al otro. Está asustado.

–¿Le pasa algo a tu amiga? –susurra la niña, tirando del deshilachado pantalón de Harlon.

–Oh, no. No, nada en absoluto. –Se arrodilla para quedar a su altura–. ¿Por qué no vas al invernadero a coger un par de flores? Queremos que nuestro amigo –le da una palmadita al muñeco de nieve– quede bien elegante, ¿verdad?

La niña le dedica un mohín.

–Ahora estás hablando como un adulto –bufa, pero se marcha igualmente, su pelo rojo meciéndose de izquierda a derecha con el viento.

–Puede verte –le digo a Harlon cuando la chiquilla ya ha desaparecido tras el umbral de la puerta de cristal.

El muchacho se encoge de hombros.

–Sí, y tú a ella.

Entonces lo comprendo. Esa niña no es como yo, sino como Harlon. Está muerta. Está muerta y no lo sabe.

Desde donde estamos, puedo verla como una sombra roja recogiendo las flores, y si me esfuerzo lo suficiente incluso puedo identificar de qué flores se trata. Azules y pequeñas, solo pueden ser campanillas.

Campanillas.

Cuando le pregunté si Miss Wonnacott estaba en casa, inmediatamente pensó en su madre y en lo enfadada que estaría.

Campanillas.

¿Y si ella, en vez de escuchar Miss Wonnacott, hubiese escuchado Mrs Wonnacott, es decir, la señora Wonnacott? ¿O si hubiese pensado en otra señorita Wonnacott?

Campanillas. Bluebell. Es Bluebell, que murió antes de cumplir diez años.

Harlon me saca de mi ensimismamiento.

–¿De verdad no me has visto en una semana? –inquiere con cautela.

–Bueno, sí… Pero ¡eso ahora no importa! ¡Estás aquí! Tengo tantas cosas que contarte… estarás en casa cuando yo llegue, ¿verdad?

–Sí. Sí, claro, siempre volveré.

–Bien –susurro, abrazándolo por última vez.

Mientras camino de vuelta a la biblioteca, me pregunto si Harlon habrá podido leer en mis ojos alguna súplica.

 

«Por favor, no desaparezcas más.»

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Comments

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LlamaAmerica #1
Chapter 52: D: asi termina????
Shizuma #2
Chapter 25: Me encanta esta historia, por favor continúa!
Saludosss