LAS MANOS DE MISS WONNACOTT

Desayuno en Júpiter
 

Ninguno de los pacientes se queda demasiado tiempo en mi vida, y no todos ellos consiguen dejar una huella profunda en mi memoria. Verás, tras dos meses de voluntariado en una asociación como Hiraeth, ves muchas caras, oyes muchas historias y coges muchas manos.

Recuerdo muy vivamente las manos de mi primera paciente, aunque su historia no fue nada fuera de lo común. Su nombre era Mary O'Higgins. Se trataba de una inmigrante irlandesa muy mayor, viuda y sin hijos, que tenía un cáncer en la sangre en estado avanzado. Sus manos pequeñas eran y regordetas, y me sorprendió la ausencia casi total de arrugas en ellas. Sobre las mías, parecían pertenecer a una chica de mi edad, y en aquel momento pude ver en los ojos azules de Mary O'Higgins un vestigio de cómo había sido de joven.

Me gusta estardo las manos de Veronica Currahee, una cantante de ópera relativamente célebre, con dedos de pianista y unas venas tan delicadas que parecían plumas. Veronica Currahee había acariciado mis nudillos antes de morir, y en ese instante creí oír una de las canciones que tan la famosa hecho en su juventud.

Jamie Lucas había sido mi único paciente joven. Tenía veinticuatro años, padecía fibrosis quística y hacía turismo por las islas de Gales cuando sus pulmones se llenaron de agua y dejaron de funcionar. No quería que sus padres lo viesen morir, así que el hospital contactó conmigo. Las manos de Jamie eran muy suaves (pues nunca había conocido el trabajo) y estaban muy morenas, y permanecieron cálidas mucho tiempo después de que él había muerto.

Miss Wonnacott, al igual que Jamie, ha sido ingresada en el hospital con una insuficiencia respiratoria, pero sus manos no podrían ser más distintas de las de él. Todo lo que en Jamie era moreno, suave y regordete, en Miss Wonnacott es pálido, rugoso y esquelético, como también es pálida, rugosa y esquelética la propia Miss Wonnacott, que me mira arqueando su poblada ceja izquierda.

–Buenos días, Miss Wonnacott, soy tiffany young, de la Asociación Hiraeth –digo, mientras dejo mi bolso sobre la silla de las visitas–. ¿Cómo se encuentra?

Me doy cuenta de la estupidez de mi pregunta inmediatamente después de formularla. Si han contactado con nosotros, ¿cómo diablos va a encontrarse?

La ceja izquierda de Miss Wonnacott se alza tanto que termina por desaparecer bajo su flequillo plateado.

–Oh, si estoy en la plenitud de la vida, bonita. Os llamé porque quiero escribir una novela sobre una voluntaria inocentona que se enfrenta a la inevitabilidad de la muerte, y pensé que una de vosotras podría ayudarme a documentarme.

Las palabras de Miss Wonnacott son una serie de silbidos ahogados por la mascarilla de oxígeno.

Sonrío y me siento en la silla.

–Veo que conserva el buen humor, ¿eh? Eso está muy bien, es…

–¿Una buena señal? –Replica ella, haciendo un esfuerzo hercúleo para quitarse sus enormes gafas de lectura–. Dime, tiffany young, ¿tus padres leyeron a Shakespeare?

Tardo un par de segundos en contestar, en primer lugar porque no termino de creerme que esté aquí, junto a mi escritora favorita desde que tenía trece años, y en segundo lugar porque es más difícil de digerir todavía el hecho de que Miss Wonnacott se interese por mi nombre y mis padres. La sorpresa debe de hacerme parecer subnormal, porque Miss Wonnacott pone los ojos en blanco de manera bastante abrupta.

–¡De hecho, sí! Verá, mi padre, bueno, él es escritor, como usted, aunque ahora no se dedica mucho a la escritura. En realidad solo ha escrito un libro, La tragedia de Shylock: lecturas de «El mercader de Venecia», del Holocausto a la actualidad . Es que es judío, ¿sabe?

–Si la procedencia del apellido young no me lo había dejado claro, supongo que ahora sí lo sé. Y

dime, tiffany young, ¿tu padre no ha leído Hamlet o sencillamente no le importó nombrarte en honor a un personaje mentalmente inestable que se suicida al final de la obra?

Vuelvo a sonreír, y esta vez mis comisuras tiemblan tanto que casi resulta incómodo mantener la sonrisa.

–Bueno, tiffany fue el único nombre de heroína de Shakespeare que convenció a mi madre. Tengo un hermano, Leo, y él cree que ha tenido menos suerte que yo con el nombre.

–Jesús, niña, ¿siempre hablas tanto o estás haciendo una concesión conmigo? Recuerdo claramente a las otras dos voluntarias, y ninguna sintió un afán especial por ponerse a parlotear. Para ser sincera, me dio la sensación de que ambas simplemente se sentaron ahí a verme morir.

–Disculpe, Miss Wonnacott –digo, y me doy cuenta de que estoy jugueteando con las puntas rubias de mi peluca–, le aseguro que suelo ser más profesional, pero estoy nerviosa. Me encantan sus historias, sobre todo la Trilogía de la Guerra. Nunca sé cuál de los tres libros me gusta más.

–Espero que no traiga un ejemplar para firmar en ese bolso suyo. Verá, señorita joven, sin planeo morirme hoy, pero lamentablemente mi enfermedad es de una opinión distinta, y comprenderá que la idea de pasar mis últimos momentos de vida firmando libros no resulta demasiado atrayente.

–Bueno, en realidad…

Antes de que a Miss Wonnacott le dé tiempo a respondedor, introduzco la mano en el interior de mi bolso y saco un ejemplar muy viejo y muy maltratado de El mirlo de papel , el segundo libro de la Trilogía de la Guerra.

–¡Ya está firmado!

Y, para ilustrar mi afirmación, abro la novela para mostrar, en la página amarillenta, una firma en cursiva escrita en tinta verde.

–Es una primera edición de 1949 –digo, aunque es evidente que Miss Wonnacott, de entre todas las personas, debe de saberlo–. Me costó mi paga de un año, pero igualmente la compré por eBay.

–¡Menuda manera de tirar el dinero! –Replica Miss Wonnacott, y su voz suena como un violín mal afinado.

–Es un libro muy especial para mí. Es divertido, y tengo un amigo, Harlon –me detengo un momento, porque no estoy muy seguro de que «amigo» sea el término más apropiado a la hora de hablar de Harlon–, que me recuerda mucho al protagonista. Los dos son igual de… peculiares. Además, me gustan

las cosas de segunda mano. Creo que guardan algo de las personas que las poseyeron antes.

–Eso explica la ropa –dice Miss Wonnacott, su rostro un mar de arrugas y escepticismo–. Creo recordar que tuve un par de pantalones parecidos allá por los años cincuenta.

Y arquea otra vez la poblada ceja izquierda, de manera que puedo leer perfectamente en ella una pregunta.

«Por favor, señorita young, dígame que no se ha dedicado a revolver en los mercadillos hasta encontrar un par de pantalones de plaid idénticos a los que yo llevaba en esa fotografía para el New York Times

–¡Oh, no, estos eran de mi abuela Jo! A ella también le gustaban sus libros, ¿sabe?

-¿No me digas? –Masculla Miss Wonnacott entre respiraciones de acordeón–. Supongo que tu abuela te transmitió el placer por la lectura, y por eso ahora mis libros son tan especiales para ti, ¿no es así?

–Pues, en realidad… –empiezo, pero me veo obligado a detenerme.

Miss Wonnacott ha finalizado su observación con una risita. De algún modo, es como si esa repentina salida de aire hubiera resultado excesiva para su frágil cuerpo, que se retuerce sobre sí mismo. Sus ojos, del pesado gris plomizo del metal, se cierran mientras la máscara de oxígeno se empaña.

Presiono el interfono, tratando de mantener la compostura. Al fin y al cabo, esta es una muerte no muy distinta a tantas otras muertes.

La mascarilla del señor Oscar Shilling, de ochenta y cuatro años de edad, también se empañó como la de Miss Wonnacott, y sus manos callosas también se relajaron, inertes, como las de Señorita Wonnacott.

Las cojo y las aprieto entre las mías. Esta es la parte menos favorita de mi trabajo, porque en el segundo en el que las dos manos se encuentran puedes sentir la desesperación con el paciente trata de aferrarse a la vida.

Con Miss Wonnacott, sin embargo, no ocurre lo mismo. Su mano sigue fría y lánguida, como si nada, ni siquiera la literatura, la anclase a este mundo.

La enfermera, que entra en la habitación con una solemnidad casi religiosa, se dirige directamente a la vía intravenosa de Miss Wonnacott y vierte más líquido en el recipiente antes de aumentar la presión de la bomba de oxígeno.

Los dedos de Miss Wonnacott acarician las arruguitas de la palma de mi mano. Sus labios se mueven sin decir nada.

Todo se queda en un silencio moteado por los pitidos de las máquinas y el ruido blanco de la bomba de oxígeno.

–¿Está…? –Le pregunto a la doctora DeMeis, que ha entrado con la enfermera.

–Podríamos perderla pronto –dice ella, ajustando la mascarilla de oxígeno sobre la afilada nariz de Miss Wonnacott.

–Todavía no –afirma Miss Wonnacott, su rostro retorciéndose con cada tos–. Todavía…

heno…

historias…

–Dale otra dosis de morfina –le dice la doctora DeMeis a la enfermera.

Conozco esta parte del proceso. La he visto incontables veces. En Jamie Lucas y en Oscar Shilling y en muchos otros.

A pesar de las «historias» y de todos los esfuerzos, las vías respiratorias de Miss Wonnacott se están obstruyendo, y dentro de poco dejarán de funcionar. Después, muy lentamente, el corazón se parará, y mi novelista favorita dejará de existir.

Veo cómo la intuban, aunque esa es otra de las partes menos favoritas de mi trabajo, y la doctora DeMeis me pide que me quede con ella «hasta el final».

–Claro, es mi trabajo. Me quedaré aquí hasta… bueno, hasta que ya no me necesitéis - le digo, y tanto ella como la enfermera me dejan a solas con Miss Wonnacott, que hasta hace unos minutos se reía de mi nombre y de mis pantalones anticuados.

«Vieja loca.»

Aunque sé que está muy pero que muy mal, no puedo evitar pensarlo. Incluso así, intubada y profundamente sedada, parece que la expresión de Miss Wonnacott sea de burla y ligero escepticismo.

Mientras la observo, escribo en la última página en blanco de El mirlo de papel :

Sábado 8 de octubre de 2016

11:17 am -> Miss Wonnacott podría irse pronto

Dos horas y media más tarde, añado:

13:45 pm -> Miss Wonnacott se ha estabilizado (aunque sigue necesitando oxígeno).

Señorita Wonnacott: 3

La muerte: 0

 

¡La vieja loca realmente es inmortal por derecho propio!

 

(tal vez muchas cosas no coincidan con el nombre pero quise dejarlo asi no muchos cambios en fin en una lectura todo puede suceder cualquier locura este libro me gusto asi que por eso quise aserlo cambiar los nombres amis artistas preferidas)

 

Like this story? Give it an Upvote!
Thank you!

Comments

You must be logged in to comment
LlamaAmerica #1
Chapter 52: D: asi termina????
Shizuma #2
Chapter 25: Me encanta esta historia, por favor continúa!
Saludosss