UNA CARTA Y UN VESTIDO DE FUNERAL

Desayuno en Júpiter

El email estaba en mi bandeja de entrada, en negrita, junto al correo spam ya las fotografías del verano que mi tía se había dignado a mandar más de seis meses después. Habría preferido que se hubiera tratado de una carta en papel, porque entonces todo el habría sido mucho más personal.

«Estimada señorita Enilo, el equipo académico de la Universidad de Bangor lamenta comunicarle que su beca de estudios para el curso 2016-2017 ha sido denegada. Cordiales saludos, Martha G. Hart, decana. »

Así, sin más. Hasta hacía un minuto mi mayor preocupación era mi biografía de Darwin y el deplorable estado en el que Ofelia me la había devuelto, confos enteros subrayados (el capítulo ocho debían realmente de haberle gustado muchísimo), hojas dobladas en los bordes y pequeñas arruguitas en el lomo. Si hubo ocurrido cuando tenía quince años, lo habría calificado de «violación literaria», y Tayo se habría reído tan fuerte que todos en la casa (incluso el gato) habrían corrido a ver qué era tan divertido.

Ahora ya no parece tan importante.

Leí la carta tres veces más. Quizá si lo hacía una cuarta entraría en una especie de agujero espaciotemporal que me llevaría a una realidad alternativa en la que no faltaba a más clases de las que iba y por lo tanto no existía ninguna razón para denegarme la beca (no funcionó). Me pellizqué el antebrazo derecho (el correo seguía estando ahí). Llamé a mi madre.

Se organizó una reunión familiar a la hora de la cena. Papá, mamá y Tayo discutían maneras (cada vez más descabelladas, aunque todas dentro de la legalidad) de conseguir financiación para mis estudios. Yo no dije nada, y tampoco toqué mi plato de tikka masala . Las palabras de Miss Wonnacott flotaban en mi cabeza como un mantra hindú.

«Quieres saber cómo es el Final...»

–No necesitamos una silla. Puedo caminar.

Mamá había arrugado la nariz al oír eso. Tiene una de esas narices muy pequeñas que parece que van a desaparecer cuando se arrugan.

–No, no puedes. No puedes subir las escaleras.

–La mitad de mis cosas están abajo, en el despacho de papá.

–Tardas más de diez minutos en cruzar la calle para ir al supermercado.

–Lo que digas, pero no necesitamos una silla tan cara. Una silla manual es mucho más conveniente y económica. Así haré ejercicio en los brazos. A todo el mundo le gusta un chico que esté bien cachas a la altura de los bíceps.

Mamá evidentemente no estaba de acuerdo con «todo el mundo», porque negó con la cabeza y dijo:

–Puedo trabajar más horas. Han abierto un salón de uñas donde antes estaba el videoclub Blockbuster.

Se me dan bien las uñas. Podría compaginar los turnos con los de la peluquería.

Papá hizo girar su cigarrillo en la mano. Nunca fuma delante de Tayo y de mí, pero sigue jugueteando con los cigarrillos por costumbre; según él, haría lo mismo en clase si estaba permitido.

–Mirad, estáis enfocando esto mal. Si yo trabajase como profesor particular cuando volviese del instituto en vez de pelearme con esa maldita tesis...

Tayo dejó caer su vaso tan ruidosamente sobre la mesa que el resto de los cubiertos saltaron y temblaron.

–¿La tesis? ¡No! ¿Cómo podrá vivir el mundo sin conocer todos y cada uno de los detalles de la llegada de la peste negra a Escocia? No no no no no. Veréis, yo trabajaré... ¡No me miréis así, hay muchos trabajos que puedo desempeñar! Puedo ser gurú de belleza en YouTube. Apuesto a que no hay muchos chicos que se dediquen a eso. Además, solo tienes que sentarte delante de una cámara y decir cosas como «el tono de maquillaje que mejor asimila mi piel es el Café con Leche Número 6».

Papá y mamá replicaron tan rápidamente y con tanto ahínco que la voz de Tayo quedó oculta bajo un informe murmullo. Parecía que estábamos en un pub a las dos de la madrugada en vez de en la cocina de nuestra casa a las seis de la tarde.

–Tengo un trabajo.

Mis palabras sobresalieron por encima de las suyas como una gota de tinta en un papel en blanco. Tres pares de ojos (dos azules y rasgados, uno castaño y muy redondo) se posaron sobre mí.

–Tengo un trabajo. Uno mucho mejor pagado que el de camarera –repetí–. Bueno, todavía tengo que aceptar la oferta, pero es prácticamente mío. Lo conseguí a través de la señora Rosewood.

Lo cual no era una alteración tan grave de la verdad.

Mamá sonrió y me cogió de la mano. Sus uñas postizas (largas y picudas) me hicieron cosquillas en la palma.

–¿De qué, cariño?

–De secretaria –dije–. De ia Wonnacott.

A Tayo le dio un ataque de risa tan fuerte que le salió la espuma de su cerveza de diente de león por la nariz.

Así que aquí estoy, en el tranvía rumbo a mi primer trabajo después de una larga y fructífera carrera como camarera, repasando los apuntes de la clase a la que debería estar asistiendo ahora, cuando la veo.

En realidad, todo el vagón la ve. Es difícil pasarla por alto.

tiffany young.

Hoy ha decidido ponerse un gigantesco sombrero de ala que oculta su pelo  corto, además de un vestido negro y holgado que parece estar hecho de retales de muchas otras piezas, cada una más fea que la anterior y todas bien para un funeral victoriano.

« Franken -vestido», habría dicho Tayo al verla, y papá habría sacudido la cabeza para murmurar algo que sonaría muy parecido a «gente blanca», a pesar de que él está casado con la persona más blanca que puede haber.

–Así que has decidido venir –dice tiffany, dejándose caer a mi lado.

Es la primera vez que la veo con un vestido. Tiene unas piernas bonitas, aunque muy pálidas y de tobillos delgaduchos. No debería estar mirando sus piernas.

–Al final ha aceptado el trabajo de Miss Wonnacott, ¿no?

–Hum, sí.

Sonríe, y por un momento los pocos mechones que se salvan de la opresión del sombrero parecen más rubios, su rostro más dorado bajo la luz del sol.

–Guay. ¿Qué estás leyendo?

Bajo la vista a mis piernas. Hay una montaña perfectamente apilada de papeles de colores que se encuentra

pertenecido a una alumna de tercero que creyó que podría darles buen uso. Debajo de ella, prácticamente oculto, está el libro que me devolvió tiffany.

–Notas. Solo apuntes de clase.

–Ah. Has dejado a un lado al bueno de Darwin, ¿eh?

–Sí –afirmo, y siento mis mejillas arder y brillar porque Algo No Está Bien–. No suelo escribir en mis libros, ¿sabes?

–¿Eh?

–Ni doblo las páginas para marcar dónde me he quedado.

Las comisuras de tiffany tiemblan. Solo un poquito.

Siento como si caminase por el desierto a las dos de la tarde con su enorme, estúpido sombrero sobre la cabeza.

–Lo siento, no... no tenía ningún marcapáginas a mano. Es divertido, normalmente Harlon... –Niega con la cabeza, como si su cerebro fue una de esas bolas de ocho que borran sus mensajes con tan solo zarandearlas un poco–. ¿Está muy estropeado?

«Irreparablemente».

Suena dramático y exagerado incluso en mi cabeza.

–Son frágiles. Los libros. Especialmente los de otra persona. No puedes...

–Lo siento –susurra ella; al inclinarse más sobre mí, su meñique roza mi mano, y me pregunto cuántas terminaciones nerviosas podemos tener solo un par de centímetros de piel–. No... se me olvidó. Esta tarde podemos ir a Waterstones y te compro otro.

–Ese no es el problema. Todavía puede leerse. Es solo que... cada cosa tiene un sitio, ¿vale? Y me gusta que siga siendo así, y me gusta que los libros permanezcan... - impolutos– en su estado original. Y creo que si alguien te presta un libro, es tu obligación tratarlo con el mayor respeto posible.

tiffany  no dice nada. Solo me mira, y sus ojos son tan oscuros y tan redondos que me recuerdan a esa película de Tim Burton, Coraline . Sí, eso es, tiffany young tiene ojos de botón.

–Lo siento muchísimo –susurra otra vez–. Como ya era de segunda mano...

–Eso no lo excusa.

-Lo siento.

Silencio.

En el trayecto hasta la siguiente parada no despego los labios. Me quedo mirando nuestro reflejo distorsionado en la ventanilla de enfrente, notando los ojos de botón de tiffany en mi nuca y los de todos los demás en diversas partes de mi cuerpo. No sé si nos miran porque acabamos de ponernos a discutir por un libro o porque el atuendo de tiffany sigue siendo barroco y peculiar, pero no es agradable.

Vuelvo a sumergirme en las páginas de los apuntes de Ciencias Humanas 2, pero de pronto la letra de mi compañera me resulta ininteligible.

Cuando el tranvía vuelve a arrancar, siento algo en mi oreja. Es la mano derecha de tiffany, suave y con un peculiar olor a vainilla, que está poniéndome un auricular.

Me vuelvo hacia ella. Tiene los labios arqueados y los pómulos espolvoreados de rosa, y reconozco ese gesto enseguida: es una señal de bienvenida.

Pulsa el botón de play en su móvil.

En una fracción de segundo, todo el ruido de fondo (los niños que lloran porque aún no han llegado a su parada, los universitarios que sorben su café, los hombres de mediana edad que leen el periódico, el grupo de estudiantes que comentan con estrépito la última fiesta de una tal Jessica White) se difumina.

Queda cubierto por el tipo de música indie francesa que hace que te sientas en una película de Sofia Coppola o en un anuncio de perfume.

Suave, preciosa, etérea y onírica, como si fue a desaparecer en cualquier momento, o como si se tratase de una nana cantada from un lugar muy lejano, como el Nunca Jamás de Peter Pan .

tiffany  me da un codazo en el brazo.

–Creo que ese hombre se parece a Johnny Rotten, ese tipo tan raro de pelo naranja que tocaba en los  Pistols.

El hombre al que se refiere tiene, de hecho, el pelo naranja (solo que muy claro, como si se lo hubo teñido hace meses) y aplastado contra el cráneo, repleto de verrugas y marcas de vejez. Tiene, además, la piel grasienta y un ligero problema de higiene personal.

–Se parece a Johnny Rotten, si Johnny Rotten fue hincha del Nottingham Forest y pesase tanto como una cría de ballena.

tiffany  se tapa la boca para contener una risotada.

–¿Te gustan los Pistols? –Le pregunto, porque no podría haber nada más distinto a esta música mágica y tranquila que la afición por desgañitarse de los cantantes de los grupos de la primera ola punk.

–Me gusta Johnny Rotten. Es divertido. Hizo un anuncio de mantequilla, y siempre está en la tele diciendo cosas como «eres una mancha de pis» y «el o es mierda hippie ».

–Y «actúas como un delincuente senil», no te olvides. Mi madre tiene una pila así - levanto mi mano un la par de Centímetros Por Encima de mis rodillas- de VHS de Cuando Era Johnny Rotten jurado de ESOs Programas de talentos tipo X Factor . Era terrible, pero muy divertido, y hasta los demás miembros del jurado le tenían miedo. Prácticamente esos fueron mis dibujos animados cuando tenía siete años.

–¿De verdad? –Dice tiffany, acercando su cara a la mía como si pudiese leer alguna mentira tatuada en mi piel–. Mis padres siempre fueron más de, ya sabes, Barrio Sésamo y El autobús mágico y Art Attack y cosas así. Programas educativos.

–¡Educación convencional, pfff! –Digo, y suena bastante más prepotente de lo que había planeado, de modo que señalo con la cabeza a la mujer sentada tres asientos más allá y digo–: Si aquel hombre era Johnny Rotten, esa señora es la protagonista de Dallas , esa que estaba siempre borracha y le tiraba cosas a su marido. Fíjate en el pelo.

Lleva el tipo de peinado de quien tiene su peluquería de confianza desde 1982, y un traje chaqueta azul eléctrico que podría haber aparecido perfectamente en Los ángeles de Charlie . La serie, no la película con Lucy Liu.

–Apuesto a que es una viajera del tiempo –murmura tiffany, y tan cerca de mi oreja que su nariz acaricia mi cabello.

–Apuesto a que es una alienígena que está espiando a la raza humana.

-¡Si! Y viste así porque estudió nuestras costumbres mediante programas de televisión cutres.

Esta vez no puedo contener una carcajada, y todos los pasajeros del vagón se vuelven para mirarnos.

Nos pasamos los siguientes quince minutos de trayecto escuchando la música del móvil de tiffany  e inventándonos historias para las personas que viajan con nosotras.

tiffany 

 

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Comments

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LlamaAmerica #1
Chapter 52: D: asi termina????
Shizuma #2
Chapter 25: Me encanta esta historia, por favor continúa!
Saludosss