capitulo 2

Taeyeon en mis pensamientos...

Al día siguiente, un lunes, la temperatura subió un poco y fue más propia de octubre que de noviembre. Me sorprendí al ver que seguían quedando hojas en los árboles después de la lluvia del día anterior. Las hojas caídas en la calle estaban casi secas, al menos la capa superior de ellas, y mi hermano leo y yo las removimos mientras caminábamos hacia el instituto.

leo es dos años más joven que yo, y se supone que se parece a mí: es bajito, robusto, tiene los ojos cafes y lo que mi madre llama «cara de corazón».

Más o menos tres años después de casarse, mis padres se mudaron de Cambridge, Massachusetts, donde está el MIT, a Brooklyn Heights, que se encuentra al otro lado de la parte baja de Manhattan. Mi barrio no se parece en nada a Manhattan, que es la zona de san francisco que la mayoría de la gente visita: es más un pueblo que una ciudad en muchos aspectos. Tiene más árboles, flores y arbustos que Manhattan y no demasiadas tiendas grandes ni edificios de oficinas; no se respira el mismo ambiente bullicioso. La mayor parte de edificios de Brooklyn Heights son residenciales: casas de piedra rojiza de tres o cuatro plantas con jardincitos delanteros y traseros. Siempre me gustó vivir ahí, aunque puede llegar a ser algo aburrido en el sentido de que casi todos son blancos y los padres de casi todo el mundo son médicos, abogados, profesores o peces gordos de las finanzas, del mundo editorial o del sector de la publicidad.

Como decía, aquel lunes por la mañana, mientras leo y yo atravesábamos las hojas caídas hacia el instituto, leo repasaba en alto los poderes del Congreso y yo pensaba en taeyeon. Me preguntaba si volvería a saber de ella y si me atrevería a llamarla en caso negativo. Había colocado el papel donde había escrito su dirección en una esquina de mi espejo y lo veía cada vez que me cepillaba el pelo, así que pensé que seguramente la llamaría yo si no lo hacía ella antes.

leo  me tiró del brazo. Parecía molesto, o más bien exasperado.

—¿Qué? —dije.

—¿Dónde estás, tiff? Acabo de enumerar todos los poderes del Congreso, te he preguntado si estaban bien y no me has dicho nada.

—Por Dios, leo, yo no me acuerdo de la lista entera.

—Pues ya podías, con las notazas que sacas siempre. ¿Qué sentido tiene aprender algo un año si lo vas a olvidar al año siguiente? —Se echó el pelo hacia atrás de la forma que solía hacer que nuestro padre le recordara que le hacía falta cortárselo, cogió un puñado grande de hojas del suelo y me las echó por encima, sonriendo. Los enfados de leo no solían durar mucho—. A lo mejor estás enamorada, tiff — repuso, llamándome con el apodo que solía utilizar conmigo. Después volvió a mi nombre real y canturreó—: ¡tiff está enamorada, tiff está enamorada...!

Fue curioso que dijera aquello.

En aquel momento ya casi habíamos llegado a la escuela, pero me eché la cartera al hombro y le bombardeé con hojas el resto del camino hacia la puerta.

La Academia Foster parece una mansión victoriana antigua de madera, justo lo que fue antes de convertirse en un centro educativo independiente (privado) donde se enseñaba desde preescolar hasta la universidad. Algunas de las torretas principales y decoraciones recargadas que adornaban el deslucido edificio blanco habían empezado a desmoronarse cuando yo estaba en secundaria, y cada año más estudiantes se marchaban a centros públicos. Como la mayor parte del dinero de la Foster procedía de las matrículas y solo había unos treinta alumnos por clase, perder más de un par al año constituía un desastre importante. Por eso, aquel otoño, la junta de administración había contratado a un organizador de campañas de recaudación de fondos profesional que había «impulsado» una «campaña fundamental», como le gustaba decir a la directora Poindexter. En noviembre, el comité de publicidad de padres y madres había puesto carteles por todo Brooklyn Heights pidiendo contribuciones para salvar la Academia Foster, aparecían anuncios en el periódico regularmente y había planes para organizar una operación de captación de alumnos en primavera. De hecho, cuando le tiré a leo el último puñado de hojas aquella mañana, casi me choqué contra el portavoz de la campaña de recaudación de fondos: el señor Piccolo, padre de una alumna de primer año.

—Buenos días, señor Piccolo —dije rápidamente para ocultar lo que había hecho.

Él sonrió y nos dedicó a ambos una sonrisa como de avestruz. Era alto y delgado, como su hija Jennifer, y vi que leo simulaba tocar un flautín al adentrarse en el instituto. Era una broma habitual en la Academia que padre e hija se parecían al instrumento musical de su apellido.

Yo sonreí y fingí tocar el flautín también como respuesta a leo. Después me dirigí a mi taquilla a través de los grupos de estudiantes que charlaban sobre su fin de semana. Seguramente saludé a un par de compañeros, pero sin duda seguía bastante distraída porque después me enteré de que había pasado justo delante de un cartelón con letras rojas en el tablón de anuncios del sótano, junto al último anuncio relacionado con la recaudación de fondos; lo había dejado atrás sin echarle un solo vistazo:

CLÍNICA DE PERFORACIÓN DE OREJAS DE SALLY

JARRELL

DE 12 A 1 DEL MEDIODÍA, 15 DE NOVIEMBRE BAÑO DE CHICAS DEL SÓTANO

1,50 $ por agujero y oreja

Sally Jarrell era entonces mi persona favorita en el instituto. Éramos como la noche y el día: creo que lo más importante que teníamos en común era que no encajábamos del todo en la Foster. No quiero decir que la Foster fuera para esnobs, porque eso es lo que dice siempre la gente sobre los centros privados, pero supongo que muchos alumnos se creían bastante especiales. Y había muchos grupitos, pero ni Sally ni yo formábamos parte de ninguno de ellos. Lo que más me gustaba de ella, antes de que todo cambiara, era que siempre hacía las cosas a su manera. En un mundo de gente que parecía salida de una fotocopiadora, Sally Jarrell no era el duplicado de nadie, por lo menos aquel otoño.

Juro que no me fijé en el cartel incluso tras pasar por delante una segunda vez, y en ese momento Sally estaba al lado, mirándome la oreja izquierda como si tuviera un bicho en ella y murmurando algo sobre un botón. Solo me di cuenta de que la cara delgada y pálida de Sally parecía algo más delgada y pálida de lo normal, seguramente porque no le había dado tiempo a lavarse el pelo; le caía por los hombros lánguidamente.

—Sí, unos sencillos —dijo.

Esa vez la oí con toda claridad, pero antes de poder preguntarle de qué hablaba, sonó el timbre y el pasillo se llenó de repente de empujones y del estruendo de taquillas que se cerraban. Fui a Química, y Sally se alejó hacia el gimnasio contoneándose misteriosamente.

Yo me olvidé de todo el asunto hasta la hora de comer, cuando fui a mi taquilla a por el libro de Física: ese año tenía muchas asignaturas de ciencias porque quería ir al MIT.

El pasillo del sótano estaba a rebosar de chicas que parecían estar haciendo cola para algo. También había algunos chicos esperando junto a Walt, el novio de Sally, que se encontraba en una mesa cubierta con un mantel blanco. Sobre el mantel había una botella de alcohol, un bol lleno de cubitos de hielo, una bobina de hilo blanco, un paquete de agujas y dos mitades de patata cruda peladas, todo dispuesto ordenadamente.

—Eh, Walt, ¿Qué pasa aquí? —pregunté, fascinada.

Walt, que era algo pomposo (leo le llamaba «Dos Caras», pero a mí me caía bien), sonrió y señaló el cartel con una floritura:

—Uno cincuenta por agujero y oreja —leyó animadamente—. ¿Uno o dos, señora presidenta? ¿Tres, cuatro?

El motivo por el que me llamó «señora presidenta» era el mismo por el que yo deseé haberme quedado en casa con gripe aquel día en cuanto leí el cartel. Nunca me lo había conseguido explicar, pero, cuando hubo elecciones, un compañero me nominó como presidenta del consejo estudiantil y gané. Se suponía que el consejo estudiantil, que representaba al cuerpo de los estudiantes, dirigía el instituto en lugar del profesorado o la administración. En lo que a mí respectaba, creía que mi responsabilidad principal como presidenta del consejo sería asistir a reuniones de vez en cuando. No obstante, la directora Poindexter no pensaba lo mismo.

En septiembre me había dado una charla bastante vergonzosa sobre dar ejemplo, sobre cómo yo debía ser su «mano derecha» y sobre cómo tendría que asegurarme de que todo el mundo siguiera las a veces disparatadas «reglas y valores» de la Foster «al pie de la letra».

—Adelante, anímese —exclamó Walt—. Si la gentil presidenta de nuestro consejo estudiantil... o, mejor dicho, de nuestro augusto consejo estudiantil al completo, fuese la primera —Me hizo una reverencia—, seguro que el negocio florecería. Por aquí, señora...

—Cállate, Walt —dije mientras repasaba mentalmente las reglas de la Foster, esperando que la directora Poindexter no pudiera aplicar ninguna específicamente a la perforación de orejas.

Walt se encogió de hombros, me ofreció el brazo y me llevó hasta el principio de la cola.

—Como mínimo, señora presidenta —me dijo—, la invitamos a observar.

Pensé en negarme, pero decidí que seguramente tendría sentido que me hiciera una idea de lo que estaba pasando, así que asentí. Walt se abrochó los botones de los puños de su camisa azul (vestía muy bien; aquel día llevaba un traje beige de tres piezas) y volvió a hacer una reverencia.

—Si nos dan un momento, damas y caballeros... voy a hacerle a la presidenta un tour de las... eh, instalaciones, y enseguida estaré de vuelta —dijo. Me llevó hacia la puerta y se giró, guiñándoles el ojo a los pocos chicos que se agrupaban alrededor de la mesa—. La señorita Jarrell me ha indicado que se encargaría de ustedes, caballeros, tras... despachar a unas cuantas señoritas. —Al pasar, dio un codazo en las costillas a Chuck Belasco, el capitán del equipo de fútbol, y murmuró—: También me ha pedido que les comunique que está ansiosa por atenderlos como se merecen. —Eso, por supuesto, dio lugar a un estallido de risas roncas por parte de los chicos.

Entré al baño de las chicas justo a tiempo de oír cómo Jennifer Piccolo soltaba una exclamación de dolor; sus ojos marrones se llenaron de lágrimas.

Cerré la puerta rápidamente (Chuck intentaba ver lo que pasaba) y me las arreglé para llegar a la mesa que Sally había instalado frente a los lavabos a través de las cinco o seis chicas que esperaban su turno. Los mismos elementos que había sobre la mesa del pasillo se encontraban también en esta.

—Hola, tiff —dijo Sally alegremente—. Me alegra que hayas venido.

Sally llevaba puesta una bata de laboratorio. Sujetaba en una mano una mitad de patata y, en la otra, una aguja ensangrentada.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, e hice un gesto señalando a Jennifer, que sorbía con fuerza por la nariz mientras toqueteaba con cuidado el hilo rosáceo que pendía de su oreja derecha.

Sally se encogió de hombros.

—Creo que no soporta muy bien el dolor. Jen, ¿vamos a por el otro?

Jennifer asintió valientemente y cerró los ojos mientras Sally enhebraba la aguja sangrienta y la limpiaba con alcohol.

—¿Ves, tiff? —comentó—. Totalmente higiénico. — Las chicas que las rodeaban, algo inquietas, se inclinaron comprensivas hacia Jennifer cuando Sally volvió a acercarse a su oreja derecha.

—Sally... —empecé a decir, pero Jennifer me interrumpió.

—A lo mejor... —dijo tímidamente cuando Sally le puso la patata tras la oreja. En ese momento me di cuenta, con un escalofrío, de que la patata estaba ahí para que la aguja no atravesara otras partes de la cabeza si se le escapaba—. Creo que prefiero tener un solo agujero en cada oreja, ¿vale? —Abrió los ojos y miró a Sally, esperanzada.

—Me habías dicho dos agujeros en las dos orejas — dijo Sally con firmeza—. Cuatro agujeros en total.

—Sí, pero... Me acabo de acordar de que mi madre dijo el otro día algo de que dos agujeros en una oreja no quedan bien y... Bueno, que me estaba preguntando si no tendría razón. Eso es.

Sally suspiró y se acercó a la otra oreja de Jennifer.

—Hielo, por favor —dijo.

Cuatro chicas fueron a tenderle el hielo mientras Jennifer cerraba los ojos otra vez, con una expresión como la que imagino que Juana de Arco tendría al acercarse a la hoguera.

No describiré el proceso entero, más que nada porque fue un poco gore, pero aunque Jennifer se quejó cuando la aguja la atravesó y aunque salió del baño de las chicas tambaleándose y confusa (e hizo que los chicos se desperdigaran, como Walt relató después), insistió en que no le había dolido mucho.

Yo me quedé el tiempo suficiente para comprobar que Sally intentaba tener cuidado, a pesar de las limitaciones de su equipamiento. La patata era realmente útil para evitar que la aguja fuera demasiado lejos, y el hielo, que servía para adormecer la oreja, parecía reducir tanto el dolor como el sangrado. Además, Sally no solo esterilizaba la aguja y el hilo, sino también la oreja.

Me pareció que la operación era bastante segura, así que decidí que todo lo que tenía que hacer, dentro de mis funciones oficiales, era recordarle a Sally que utilizara alcohol cada vez.

Sin embargo, aquella tarde hubo muchos pañuelos ensangrentados presionando orejas en varias clases y, justo después del último timbre, cuando yo estaba en el pasillo hablando con la profesora Stevenson, que enseñaba arte y también asesoraba al consejo estudiantil, una alumna de primero se me acercó corriendo y me dijo, tratando de recuperar el aliento: —¡Liza! Menos mal que no te has ido todavía. La directora Poindexter quiere verte.

—¿Ah, sí? —respondí, intentando sonar despreocupada—. ¿Sabes para qué?

La profesora Stevenson alzó las cejas. Era muy alta y pálida, y solía llevar el pelo rubio con un peinado a lo paje bastante descuidado. Mi padre siempre se refería a ella como «la mujer del Renacimiento», porque, además de enseñar Arte, coordinaba el equipo de debate, cantaba en el coro de la comunidad y daba clases particulares de cualquier materia a los alumnos si se ponían enfermos durante mucho tiempo. También tenía un temperamento temible, pero, como gozaba de la reputación de ser justa, a nadie le importaba, por lo menos entre los alumnos.

Intenté ignorar las cejas alzadas de la profesora Stevenson y concentrarme en la alumna de primero.

—No sé muy bien lo que quiere, la verdad —dijo—, pero creo que tiene que ver con Jennifer Piccolo, porque he visto que el señor Piccolo y ella salían de la enfermería y entraban en su despacho. Jennifer estaba llorando y le sangraban las orejas. —La chica soltó una risita.

Cuando se marchó, la profesora Stevenson se giró hacia mí y me dijo fríamente:

—Veo que tus orejas están intactas, como siempre. Menos mal. —Le lancé una mirada a los pendientes plateados que llevaba—. Ah, estos. Sí, me perforé las orejas en una clínica cuando estaba en la universidad. En una clínica, tiff —recalcó.

Yo comencé a alejarme.

—tiff, la idea de Sally ha sido muy insensata. Ojalá me hubiera enterado a tiempo de detenerla.

Los pies me pesaban mientras recorría el pasillo hacia el despacho de la directora Poindexter. Sabía que la profesora Stevenson solía tener razón, aunque nunca alardeaba de ello. Y, cuando todo hubo pasado finalmente, yo también deseaba que la profesora Stevenson se hubiera enterado de lo de la perforación de orejas a tiempo de detenerlo.

 

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