capitulo 3

Taeyeon en mis pensamientos...
 

La directora Poindexter no levantó la vista cuando entré en su despacho. Era una mujer rechoncha de pelo gris que llevaba colgadas unas gafas sin montura en una cadena, y siempre mostraba una expresión como de dolor. Puede que siempre le doliera algo, porque, a menudo, mientras se pensaba una de sus sarcásticas y glaciales intervenciones, dejaba caer las gafas sobre su abultado pecho y se pellizcaba la nariz como si le molestara la parte superior. Yo siempre pensé que quería dar la impresión de que el alumno al que regañaba era quien le causaba los dolores. Podría haberse ahorrado mucho tiempo si hubiera seguido los estatutos de la Foster: «La administración de la Academia Foster guiará a los estudiantes, pero los estudiantes se gobernarán ellos mismos». Supongo que ella era lo que el profesor Jorrocks, que enseñaba Historia de Estados Unidos, llamaba una «construccionista libre», porque interpretaba los estatutos de forma diferente a la mayoría de la gente.

 

—Siéntate, tiffany —dijo la directora Poindexter, todavía sin levantar la vista. Su voz sonaba cansada y ahogada, como si tuviera la boca llena de gravilla.

Me senté. Siempre costaba no deprimirse en el despacho de la directora Poindexter, incluso si estabas allí para que te felicitaran por haber conseguido una beca o haber sacado matrícula. El amor que la directora Poindexter profesaba a la Academia Foster, que era bastante, no la inspiraba mucho en materia de redecoración. Las paredes del despacho estaban pintadas en su tono marrón original y no había nada que contrastara con ellas, como alguna planta. Además, solía dejar las gruesas cortinas marrones medio cerradas, así que siempre reinaba una cierta penumbra.

Por fin, la directora Poindexter levantó la cabeza del archivador que había estado hojeando, dejó reposar las gafas en su pecho, se pellizcó la nariz y me miró como si yo tuviera la entereza moral de una babosa marina.

—tiffany hwang —dijo, y un quejido se le escapó a través de la gravilla que le llenaba la boca—, no sé cómo transmitirte lo profundamente impactada que estoy de que no hayas cumplido tu deber, no solo como jefa del consejo estudiantil y, por tanto, como mi mano derecha, sino también como miembro del cuerpo estudiantil simple y llanamente. No tengo palabras —añadió, pero, como la mayoría de la gente que dice eso, se las apañó para continuar—. El deber de informar, tiffany. ¿Es que se te ha olvidado el deber de informar?

Me sentí como si me hubiera tragado una caja de los plomillos que usa mi padre cuando va a pescar al campo.

—No —dije, aunque sonó más a balido que a palabra.

—¿No qué?

—No, señora directora.

—Por favor, recítame la parte de las reglas que habla de ese deber —dijo, cerrando los ojos y pellizcándose la nariz.

Me aclaré la garganta, diciéndome que no esperaría que recordara las reglas palabra por palabra tal y como aparecían en el librito azul titulado Bienvenido a la Academia Foster.

—El deber de informar —empecé—. Uno: si un estudiante incumple una regla, él o ella debe informar al respecto y escribir su nombre, junto a la regla incumplida, en un papel, y dejarlo en el buzón junto a la mesa de la profesora Baxter en el despacho.

La profesora Baxter era una mujercita alegre con aspecto de ave y el pelo teñido de rojo que enseñaba Literatura Bíblica a los alumnos de primer año, además de contar historias de la Biblia en primaria una vez a la semana. Su otro trabajo era el de secretaria administrativa de la directora Poindexter, lo que significaba que la directora confiaba en ella y le asignaba tareas especiales, que iban desde servir el té en el club de madres hasta redactar por ella documentos confidenciales y custodiar el buzón de los informes.

La profesora Baxter y la directora Poindexter tomaban el té juntas todas las tardes en elegantes tazas de porcelana de Dresden, pero nunca daban la impresión de estar en el mismo nivel, como los amigos de verdad. Más bien eran como un águila y un gorrión, o una ballena y su pez piloto, porque la profesora Baxter siempre correteaba por ahí haciéndole recados a la directora Poindexter o protegiéndola de visitantes a los que no quería recibir.

—Sigue —me instó la directora.

—Dos —dije—. Si un estudiante ve cómo otro incumple una regla, el primer estudiante debe pedir al que incumplió la regla que informe al respecto. Tres: si ese estudiante no cumple con el deber de informar, quien lo vio incumplir la regla debe informar al respecto de él… De quien incumplió la regla, quiero decir.

La directora Poindexter asintió.

 

Ya que te sabes la regla tan bien —dijo, sin abrir los ojos—, y ya que eres muy consciente de que la esencia de todas las reglas de la Foster es no perjudicar a los demás, ¿puedes decirme por qué, cuando viste lo que planeaba hacer Sally Jarrell, no le pediste que nos informara al respecto? ¿O cuando viste lo que ya estaba haciendo?

Antes de que pudiera responder, la directora Poindexter dio una vuelta en su silla y abrió los ojos, mostrándomelos brevemente.

—tiffany, debido a tu cargo, tú deberías saber mejor que la mayoría de estudiantes que este centro está pasando por una época de necesidades económicas bastante desesperadas y, por lo tanto, que tiene una necesidad bastante desesperada de los servicios del señor Piccolo como portavoz de la publicidad de nuestra campaña. Y sin embargo, Jennifer Piccolo ha tenido que volverse a casa antes de lo normal esta tarde, aquejada de un dolor terrible en las orejas.

—Lo siento muchísimo, directora Poindexter —dije, y entonces intenté explicar que ni siquiera había visto el cartel de Sally hasta que ya estaba perforándole las orejas a Jennifer.

Ella sacudió la cabeza, como si no fuera capaz de comprender aquello.

—tiffany —dijo cansadamente—, sabes que la pasada primavera no me pareció adecuado cuando dijiste en tu discurso electoral que estabas en contra del deber de informar…

—Todo el mundo está en contra —contesté, y era cierto: hasta el profesorado estaba de acuerdo en que no funcionaba.

—No todo el mundo —dijo la directora Poindexter—. Sea popular o no, ese deber es la base del sistema de honor de este centro y lo ha sido durante muchos, muchos años; desde que Letitia Foster fundó la academia, de hecho. —Y añadió—: Y ni el deber de informar ni ninguna otra regla servirá de nada si la Foster termina teniendo que cerrar.

Estudié su cara, intentando averiguar si estaba exagerando. No se me había ocurrido que la Foster pudiera cerrar, aunque por supuesto estaba al tanto de los problemas económicos. ¿Pero cerrar? Tanto Chad como yo habíamos ido a la Foster desde el parvulario; los dos la considerábamos una madre más.

—No… no sabía que la situación estaba tan mal — balbuceé.

La directora Poindexter asintió con la cabeza.

—Si la campaña no surte efecto —explicó—, es muy probable que la Foster deba cerrar. Y si el señor Piccolo, sin cuya publicidad no podrá existir la campaña, decide retirar su ayuda a raíz de esto…, a raíz de este incidente ridículo e inconsciente, dudo mucho que encontremos a alguien para reemplazarle. Si él se marcha, quién sabe si el organizador de campañas de recaudación de fondos que aceptó aconsejarnos se quedará… Ya fue lo bastante difícil conseguir la ayuda de ambos al principio.

Volvió a cerrar los ojos y, por primera vez desde que había entrado en su despacho aquella tarde, me di cuenta de que la directora realmente estaba disgustada: no estaba solo actuando para dar efecto a sus palabras, como solía hacer.

—¿Qué crees que le parecerá al señor Piccolo la idea de ir a pedir dinero ahora? —dijo—. ¿Cómo crees que le sentará publicitar un centro, pedirles a los padres que lleven a sus hijos e hijas a un centro donde hay tan poca disciplina que los estudiantes se pueden hacer daño los unos a los otros?

—No lo sé, señora directora —dije, intentando no retorcerme de incomodidad—. Supongo que no muy bien.

La directora Poindexter suspiró.

Me gustaría que pensaras en todo esto, tiffany — dijo—. Piensa en hasta dónde llega tu responsabilidad hacia la Foster antes de la próxima reunión del consejo estudiantil. Celebraremos una vista disciplinaria para ti y para Sally Jarrell el viernes que viene. Como es normal, no puedo permitirte presidir, ya que eres objeto de la propia investigación, así que le pediré a Angela Cariatid que sea ella quien suba al estrado como vicepresidenta. Ya puedes irte.

Mientras caminaba despacio de vuelta a casa sin leo, que tenía entrenamiento de fútbol, observé que las hojas que habían parecido tan crujientes aquella mañana ahora tenían un aspecto cansado y flácido, y que el cielo estaba encapotado otra vez, como si fuera a llover más.

Me alegré de que leo no estuviera conmigo y ni siquiera estaba segura, al abrir la puerta del edificio de piedra rojiza donde vivíamos y subir hasta nuestro apartamento en la tercera planta, de querer ver a mi madre antes de tener algo de tiempo para pensar. Mi madre es una persona con la que se puede hablar muy bien; suele ayudarnos a solucionar nuestros problemas, incluso cuando no tenemos razón, sin hacernos sentir mal. Pero esa vez no tuve que preocuparme por tener tiempo para pensar antes de hablar con ella, porque no estaba en casa. Había dejado una nota para nosotros en la mesa de la cocina:

Queridos tiff y leo:

Estoy en una reunión de la junta de vecinos.

Hay galletas nuevas en el tarro, disfrutadlas.

Un beso,

Mamá

Mi madre siempre (bueno, casi siempre) hacía galletas para nosotros cuando sabía que no iba a estar en casa. leo dice que sigue haciéndolo, como si se sintiera culpable por no ser ama de casa absolutamente todo el tiempo; algo que nadie espera que haga, excepto ella misma.

Tras coger unas cuantas galletas de la parte superior del tarro y sentarme a la mesa a comérmelas, pensando que ojalá la temporada de béisbol durase hasta noviembre para ver algún partido que me hiciera dejar de pensar en lo ocurrido, vi la segunda nota que estaba debajo de la primera:

tiff, te ha llamado una tal taeyeon algo (¿kim? ¿ki?).

Quiere que la llames. Su teléfono es 877- 9384.

Coge otra galleta.

Otro beso,

Mamá

No supe por qué, pero en cuanto vi esa nota, mi corazón se aceleró. También me di cuenta de que ahora, oficialmente, me alegraba de que mi madre no estuviera en casa, porque no quería que hubiera nadie cerca cuando hablara con taeyeon (de nuevo, no podía explicar por qué). Me noté la boca seca, así que me eché un vaso de agua y casi lo derramé porque, de repente, me sudaban las manos. Luego fui al teléfono y empecé a marcar, pero me detuve a medio camino porque no sabía lo que iba a decir. No conseguí empezar a marcar de nuevo hasta que me dije a mí misma unas cuantas veces que, ya que taeyeon  era la que había llamado, le tocaba a ella pensar en qué decir.

Alguien distinto contestó al teléfono (después supe que había sido su madre), y sentí celos de quien fuese que estuviera con taeyeon  mientras yo estaba lejos, en Brooklyn Heights, incluso en una isla distinta a la suya. Finalmente, taeyeon se puso y dijo:

—¿Hola?

—taeyeon. —Creo que conseguí sonar despreocupada, o al menos lo intenté—. Hola. Soy tiff.

¡Sí! —dijo ella. Sonaba muy feliz—. He reconocido tu voz. Hola. —Hubo una pequeña pausa y noté cómo el corazón me latía muy fuerte—. Eh, me has devuelto la llamada.

Me di cuenta entonces de que ella, como yo, no sabía muy bien qué decir, y durante unos segundos solo balbuceamos. Al fin, después de la tercera pausa larga, ella dijo, en voz baja y dubitativa:

—Eh… Me preguntaba si te gustaría ir al museo de Los Claustros conmigo este sábado. No tienes por qué, si no te apetece. Se me ocurrió porque como vas tanto al Metropolitano… Pero bueno, a lo mejor no quieres.

—Claro que sí —dije rápidamente.

—¿De verdad? —Ella pareció sorprendida.

—Claro, me encanta la zona, con el parque y todo.

—Bueno… Pues, a lo mejor, si hace buen día, llevaré un pícnic y podemos comer en el parque. No hace falta ni que entremos al museo si no quieres.

—El museo me gusta casi tanto como el parque. — Me noté sonreír—. Eso sí, prométeme que no reorganizarás las estatuas ni posarás delante de algún tríptico ni nada cuando haya gente delante.

taeyeon se rio entonces. Creo que fue la primera vez que la oí reír de aquella forma tan especial suya, llena de deleite. No quiero decir que fuera deliciosa, aunque también. Reía como si yo acabara de decir algo increíblemente inteligente que la hacía burbujear de alegría.

 

Aquella llamada telefónica fue lo mejor que había sucedido en todo el día y, durante un rato después de colgar, la situación de la Foster ya no me pareció tan terrible como antes.

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