- Pidamos pronto – dijo sin alzar la vista del menú- porque me muero de hambre.

- Si, pidamos pronto porque me muero de amor – me oí responder mientras cerraba la carta y la dejaba sobre el mantel con un gesto negligente.

De inmediato, y como un relámpago, mis propias palabras me fulminaron y quedé paralizada. No me lo podía creer, no daba crédito a lo que acababa de decirle a una perfecta desconocida. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había perdido el juicio de manera tan infantil y estúpida?

Desde luego no había sido yo quien había hablado, o, lo que es lo mismo, no mi cerebro, sino la parte mas remota y nebulosa de mi ser. “Ojala las palabras hayan sido tan solo un susurro inaudible aunque hayan resonado en mi cráneo como una avalancha.”

Sin duda tenía que ser eso, un murmullo que Tiffany ni siquiera había captado. Pero…¿Y si no? ¿Y si mi voz había retumbado con estridencia pronunciando una frase tan rotunda e inequívoca que no solo ella sino las demás personas de alrededor la habían oído con claridad? Senti por un instante que el corazón se me detenía. Iba a desmayarme, lo sabia, ya está, se acabó.

“En cualquier caso, me haya escuchado o no –procuré consolarme- lo dicho dicho está.” Lo que sentía era amor, y punto. ¿Por qué llamarle de otra manera? Reconocía, y vaya si reconocía, esa sensación imperiosa, ese deseo de crear un “nosotras” más allá del tu y el yo.

¿Desde cuando sentía que la amaba?

¿Desde el preciso instante anterior?

¿Desde que había nacido? ¿Desde hacia tres horas, tres años, tres vidas?

Determinar el momento exacto en que el amor irrumpe no es nada fácil, al menos para mi. Nunca he sabido el misterioso mecanismo por el cual traspasamos la frontera de la simpatía o el interés por el otro y nos encontramos de lleno en el perturbador y resbaladizo territorio amoroso.

“Una se enamora por decreto mental – Solía decir una antigua amiga de la universidad-.

Te sientes inquieta, trastornada, y de pronto te dices: -‘¡Caramba, si lo que estoy es enamorada!’, y entonces se hace oficial como si la mente certificara ante notario la existencia del amor.” Yo no estaba muy de acuerdo con esa teoría. La consideraba no se, demasiado racional. Mas bien siempre he pensado que el amor como un impulso irreverente e intestinal del cual la pobre mente es la ultima enterarse.

En cualquier caso ahí estaba yo. Incluso pensé que la teoría de mi amiga después de todo si era cierta y mi cerebro, emocionado, se había hecho cargo de lo que las tripas sentían sin el menor asomo de duda.

Perpleja, me puse a juguetear con el menú del restaurante incapaz de alzar la vista, que se dirigía sobre la servilleta aun sin desdoblar.

Tiffany callaba, supuse que estaría mirándome, tal vez a los ojos, o a la nariz. O, en peor de los casos, calculando la distancia entre ella y la puerta de salida para irse cuanto antes. Habíamos elegido una mesa para dos alejada del resto. ¿Y si se marchaba? ¿Y si de pronto oía el roce de su silla retirándose hacia atrás, el rumor de su falda ponerse de pie, sus pasos alejándose, huyendo del restaurante y de mi vida?

Tenía que hacer algo, y rápido. La declaración amorosa había escapado de mi boca sin que pudiera evitarlo, pero ya no había remedio. Podía disculparme, por ejemplo, quitándole importancia al asunto. No era mala idea. ¡Dios, mi cerebro era una gelatina!

Fue su mano la que me saco del torbellino. La vi avanzar lentamente por arriba de las copas hasta que llego junto a la mía, que seguía aferrada al menú como una naufraga en la ultima astilla del barco hundido. Sus dedos apenas me tocaron, pero sentí el tenue peso de su palma sobre mi dorso y…

No, no fue un escalofrío, ni un desvanecimiento, ni un perder los sentidos, ninguna nube multicolor me cegó las pupilas ni me estremeció el cuerpo una de esas sacudidas brutales.

Simplemente sentí que me inundaba una felicidad infinita, abarcadora, pacifica, como líquida, una sensación de sosiego que creía olvidada y que venía a poner orden en cualquier caos. Como si todo lo anterior, nuestro encuentro casual esa misma mañana en el aeropuerto, el vuelo anulado por la amenaza de bomba, el traslado de vuelta a roma, el interminable vagabundeo por la ciudad, la mutua invitación a cenar y también mi existencia, su existencia, hubieran sido ahora una connotación ciega de sucesos dispersos, ahora mágicamente , se organizaban en un todo ordenado y perfecto, en una secuencia redonda y total. Poco importaba ya si me había oído o no. Como borracha, me confesé balbuceante: “Si, me muero de amor”.

Rozó mi barbilla con sus dedos y me obligó a levantar la cabeza. La miré. Sonreía de un modo que me perturbó por lo inesperado. No parecía enfadada ni mucho menos escandalizada. Mas bien tenía un aire de seguridad en si misma y emanaba una impresión de dominio sobre la situación que, lo supe mas tarde, no le era desconocida.

- ¿Y ahora qué Taeyeon o como te llames? – preguntó en un susurro sin dejar de sujetarme con delicadeza.

Para mi asombro, respondí retadora:

- Ahora qué. Y si me llamo Taeyeon rayos – de repente me había vuelto agresiva, y de qué manera. ¿De donde salía este cambio repentino? ¿a dónde se había ido aquel instante perfecto como una perla?

Tiffany, por toda respuesta, echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas. La miré reír con cierto embarazado, entre avergonzada y divertida. Al menos no había huido y seguía frente a mi, del otro lado de la mesa.

¡Que hermosa era! La boca definida, expresiva y omnipotente parecía tragarse el universo de un bocado. No, más exactamente: el universo emergía de dentro suyo, como si hubiera estado reteniéndolo en su interior y hubiera decidido devolvérnoslo a los mortales. Incapaz de hablar, mis ojos iban de su boca a sus ojos, y de sus ojos a su pelo, largo, brillante y de color rojizo.

Fue lo primero que me había atraído de ella al verla en el aeropuerto..