Yuri Hwang no tenía intención de responder a los golpes de la puerta. Tumbada boca arriba leía un libro y, en aquel momento, no tenía ganas de compañía. Había conseguido encontrar una posición que le aliviaba el dolor de su pierna, envuelta en una escayola, y que le permitía concentrarse en otras cosas.

A Habían pasado casi tres meses desde que volviera a sentirse ella misma. Tres meses, cuatro operaciones y una infección postoperatoria que casi la había matado. Volvieron a llamar y siguió sin responder. Si era una de sus hermanas, ya volvería más tarde. Siempre volvían. Las dos se pasaban el día entrando y saliendo de la habitación para darle de comer, animándola para que bajara o tratando de convencerle para que fuera a un psiquiatra. Las quería, pero deseaba que la dejaran en paz.

La puerta se abrió emitiendo un crujido. Yoona, su hermana pequeña, asomó la cabeza y sus ojos se posaron en la botella de licor que estaba en el suelo junto a la cama. Era un acto reflejo de las dos: abrir la puerta y fijarse en el whisky.

Así que se quedó mirándola a la espera de que dijera algo. Aquello iba a ser bueno. Yoona parecía a punto de explotar.

—Hay alguien que quiere verte. —la morena carraspeó antes de hablar.

—No —dijo y su voz sonó ronca. Aquel whisky le estaba afectando a las cuerdas vocales y se preguntó cómo lo estaría haciendo a su hígado.

—Sí…

—Te digo que no porque no he invitado a nadie.

La ventaja de quedarse en casa de otra persona era que era más difícil que dieran con ella. Teniendo en cuenta lo que había pasado, debía estar agradecida porque el fuego hubiera convertido el hotel White Caps de su familia, en un lugar inhabitable. Como consecuencia, Seohyun, la futura esposa de Yoona, había recogido en su casa a todas las Hwang y, aunque Yuri odiaba ser una carga, estaba contenta de poder disfrutar del anonimato.

Además, aquel escondite era un lugar muy agradable. La casa de Seo Jo Hyun en las montañas de Adirondack era un palacio tenebroso y la habitación de invitados en la que Yuri había pasado las últimas seis semanas estaba en consonancia con el resto. Todo estaba abigarrado y lleno de antigüedades y alfombras.

Por otro lado, Seo, tenía muy buen gusto, lo que explicaba que quisiera casarse con la hermana pequeña de Yuri.

—Yul…

—¿Algo más? —preguntó arqueando una ceja.

Yoona se echó el pelo hacia atrás y el rubí de su anillo de compromiso brilló.

 —Es Jessica.

Al oír aquel nombre, Yuri cerró los ojos y vio a la mujer de la que se había enamorado nada más conocerla seis años atrás, su melena rubia y sus ojos verdes, su deslumbrante sonrisa, su incomparable elegancia y su anillo de casada.

La culpabilidad lo embargó, al revivir la pesadilla. Regresó al velero, bajo la tormenta, luchando contra el viento y la lluvia mientras sujetaba a su mejor amiga. De pronto, su mano se había deslizado y la había perdido en las aguas del mar. Había gritado su nombre en la oscuridad hasta quedarse sin voz y la había buscado con una linterna entre las olas.

Aquella noche terrible, la rueda de la fortuna había girado y todas habían perdido. Choi Sooyoung había muerto, Jessica se había quedado viuda y Yuri había quedado postrada en un agujero de odio del que nunca iba a salir.

—¿Va a quedarse en esta casa para tu boda? —preguntó la morena.

 —Sí.

Yuri apoyó las manos en el colchón y se incorporó. Le dolía todo.

—Entonces, me voy.

—Yuri, no puedes.

 —Mírame.

No le importaba si tenía que arrastrarse de vuelta a la propiedad de los Hwang. El taller de su padre tenía una pequeña cocina y un cuarto de baño. Además, teniendo en cuenta que no tenía teléfono, el lugar era perfecto para ella.

—Prometiste quedarte hasta que vieras al doctor…

—Tengo una cita con el ortopedista el lunes.

—Yuri, esperaba que los tres pudiéramos estar bajo el mismo techo durante mi boda —dijo ella en voz baja—. Tiffany, tú y yo. Hace mucho tiempo que no estás en casa. Y después del incendio…

Yuri no quería darle un disgusto más a Yoona en un momento que debía ser de felicidad. Después de todo, White Caps estaba inhabitable tras el incendio de la cocina. Además, se imaginaba que echaría de menos a sus padres más que nunca. Ya hacía diez años que habían muerto en el lago.

—Por favor, Yul, quédate.

—Si lo hago, no quiero ver a esa mujer.

 —Sólo quiere hablar contigo.

—Dile que ya la llamaré más tarde.

—Puedes hacerlo tú misma —dijo después de una larga pausa—. Lo está pasando tan mal, como tú. Necesita apoyo.

—No por mi parte.

Lo último que aquella viuda necesitaba era compasión por parte de alguien que la había deseado durante años, que