C-9

2 Velas Para el Diablo [KaiSoo]

¿Qué… qué me pasa? Me encuentro raro… ligero… demasiado ligero…No siento nada… tengo miedo, sí… estoy asustado, estoy triste, rabioso… pero no siento frío, ni calor, ni hambre… ni siquiera noto el suelo bajo mis pies. No toco nada. No veo ni oigo nada.

¿Qué está pasando? ¿Dónde está mi padre? ¿Jotapé? ¿K...Kai?

Trato de gritar, pero tampoco lo consigo. Ni siquiera estoy seguro de tener ya voz. Intento moverme, pero lo único que hago es… flotar. ¿Cómo es posible? ¿No peso nada? Sigo flotando patéticamente de aquí para allá. ¿No… no tengo cuerpo? ¿En qué me he convertido? ¿En un ángel inmaterial, como los de tiempos pasados? Sería demasiado bonito para ser cierto…

Alzo las manos frente a mí… y sí, las veo claramente. Sin embargo, ya no son como antes: se han vuelto mucho más pálidas, traslúcidas, como si estuviesen hechas de niebla. Ah… no, esto no puede estar sucediendo. Tiene que ser una pesadilla…

Y si no lo es, solo hay una explicación para lo que me está pasando.

Soy un fantasma. Maldita sea, ¡soy un fantasma!

¡Estoy muerto!

Intento gritar, furioso y angustiado a partes iguales, pero me temo que ya no tengo voz. Trato de palpar lo que se supone que es mi cuerpo, pero no puedo. Ya no tengo cuerpo. Solo soy una sombra, un recuerdo. Un ridículo fantasma.

Quiero llorar, pero no tengo lágrimas. Quiero romper algo, cualquier cosa, pero soy tan intangible como las nubes. Quiero desahogarme de alguna manera, pero no puedo. No tengo forma de expresar mi miedo, mi dolor y mi frustración. Ahora sé o, mejor dicho, tengo la total y absoluta certeza de que estoy muerto. Y lo recuerdo todo. Aquel demonio malnacido me empujó a la vía, luego sentí un golpe tan fuerte que me dejó sin respiración… y para cuando la sensación de dolor llegó a mi cerebro, yo ya estaba hecho un fiambre.

Me han matado. En la flor de la vida. Ahora tendré que vengar dos muertes, la mía y la de mi padre, pero ¿cómo voy a hacerlo, si soy un fantasma y estoy en… Un momento, ¿dónde estoy? Me vuelvo hacia todas partes y descubro que, aunque ya no tengo ojos, la oscuridad va aclarándose, y ahora veo. O, para ser más exactos, percibo. Siento todo a mi alrededor con mayor claridad que cuando estaba vivo. Las paredes, los objetos… todo tiene un volumen, una forma, una textura. De alguna manera, esa información llega hasta mí y, a pesar de que mi cerebro debió de quedarse aplastado sobre la vía del metro, junto con mi no menos aplastado cuerpo, mi fantasma, mi alma, mi esencia o lo que sea es capaz de asimilarla y formarse una idea del mundo que tiene alrededor. Una idea mucho más precisa y detallada que cuando estaba vivo. Por ejemplo, sé que la estancia sigue estando a oscuras y, no obstante, eso ya no es un problema para mí.

Esta nueva forma de percibir el mundo es extraña y, a la vez, fascinante. Poco a poco, el miedo y la rabia van cediendo el paso a la curiosidad. Puede que ser un fantasma no esté tan mal, después de todo. Intento situarme mientras asimilo toda la información que capto en mi nuevo estado.

Me encuentro en una especie de apartamento enorme y bastante pijo, todo hay que decirlo. ¿Esto es el cielo? Si es así, siento decir que Dios tiene un gusto pésimo. Floto hasta la ventana para ver qué hay más allá, y lo que veo es una enorme ciudad que se extiende bajo un cielo nocturno. Busco pistas que me ayuden a ubicarme, y descubro que los carteles publicitarios están escritos en una lengua que reconozco, aunque no sé descifrar: es alemán. Un momento… ¿sigo en Berlín? Pero ¿qué clase de timo es este? ¿Dónde está el reino de los cielos, el Valhalla, el paraíso, la reencarnación o lo que quiera que haya después? ¡Me niego a creer que, después de todo, con ángeles o sin ellos, después de la muerte no hay más que un… absurdo estado fantasmal que te obliga a permanecer en el mundo sin poder pertenecer a él! ¡Si esto es todo lo que Dios puede ofrecerme, podría haberse ahorrado…!

De pronto, la puerta se abre y alguien entra en el apartamento. Me quedo quieto, por si acaso, pero el recién llegado me ha visto (¿cómo es posible, si soy un fantasma?), y una voz conocida me saluda:

—¿Otra vez tú? ¿Qué se supone que estás haciendo aquí?

Es Kai. Pero no es Kai. O, al menos, no el Kai que conozco. Vale, sigue siendo un tío moreno y despeinado, sigue llevando la misma ropa que llevaba la última vez que le vi; sin embargo, sus ojos ya no son del todo grises, sino que brillan con un matiz rojizo que da muy mal rollo. Y a sus espaldas hay algo extraño que se mueve. Parece una nube negra. O más bien una nube de oscuridad. O mejor aún… eh, un momento… ¡pero… si son alas! No parecen alas de verdad. O por lo menos, no unas alas que puedan tocarse. Son más bien dos chorros de profunda oscuridad que brotan de sus omóplatos y le caen por la espalda, como una capa. Sin embargo, están vivas, en la medida de lo posible, porque Kai parece poder moverlas a voluntad. En este mismo instante, mientras clava sus ojos rojos en mí (¿cómo no me di cuenta antes de que le brillaban de esa forma tan siniestra?), las mantiene erguidas y las bate suavemente. Parece irritado. Es evidente que me ve, o me percibe, o lo que sea. Me está mirando y me habla a mí. No hay nadie más aquí.

—¿Qué haces en mi casa? —me ladra.

«¿Cómo que tu casa?», protesto, y me doy cuenta de que no he hablado con mi propia voz, sino que solo he necesitado. .. pensar… lo que quería decir; sin embargo, parece que Kai es capaz de entenderme, y prosigo, todavía más enfadado que antes: «¡Yo me he limitado a morirme, por si no te habías dado cuenta! O mejor dicho: ¡me he limitado a ser asesinado!».

Kai se sujeta la cabeza, como si estuviera sufriendo una migraña, y bate las alas con más fuerza.

—¡Solo tenías que ir por el túnel de luz, atontado! ¡No era tan difícil!

«¡Oye, demonio de pacotilla, no me insultes, que he tenido un día muy…!». Me detengo de pronto, cuando asimilo lo que me acaba de decir. «¿Túnel de luz? ¿Qué túnel de luz?».

Kai suspira con impaciencia. Se derrumba en uno de los sofás y hunde la cara entre las manos. Deja caer las alas con cierto abatimiento.

—Había un túnel de luz, Soo. Tienes que haberlo visto. Deberías haber entrado por ahí.

«¿Y adonde llevaba ese túnel de luz ?», pregunto tratando de no dejarme llevar por el pánico.

—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¡No me he muerto nunca!

Empiezo a dar vueltas en el aire, preocupado.

«No había ningún túnel, Kai. En serio: lo habría visto».

Kai baja las manos y alza sus ojos rojizos hacia mí.

—No habrás cometido alguna estupidez…

«¿Qué clase de estupidez? ».

—Algo como un voto o un juramento… —Parece que me ve vacilar, porque añade, enfadado—:

¡Oh, vamos, Soo! ¿No sería algo así como: «Juro que no descansaré hasta que haya vengado la muerte de mi padre», no?

No respondo. Mi silencio es bastante elocuente.

—Ah, genial —dice Kai, y vuelve a hundir el rostro entre las manos.

«¿Qué significa eso? », pregunto, al borde de un ataque de nervios. «¿Que no voy a poder ir al cielo hasta que vengue a mi padre?».

—Tú sabrás —responde él; su voz suena ahogada, porque todavía sigue sujetándose la cabeza con ambas manos, como si se le fuera a caer—. Pero lo que no me hace ninguna gracia es que me hayas elegido a mí de enlace. Qué pasa, ¿es que no tenías ningún otro sitio a donde ir?

«¡Yo no te he elegido a ti para nada!», protesto indignado.

Kai se lleva las manos a las sienes y gime como si le hubiesen dado un mazazo en la cabeza.

—Vale ya, ¿quieres? No hace falta que sigas gritando. Ya te oigo bastante bien sin que me destroces el cerebro, muchas gracias.

«Estás de broma, ¿no?», respondo, atónito. «Pero si no tengo voz».

—No, no tienes voz en términos reales, pero yo puedo oír tus pensamientos. Y si proyectas un pensamiento con mucha fuerza, este resuena de forma muy desagradable en mi mente y no me deja pensar a mí. Así son los «gritos» de los fantasmas. Y tú llevas gritando prácticamente desde que me has visto aparecer por la puerta, así que te agradecería que te tomases las cosas con un poco más de calma.

«Bien», pienso, esta vez con menos… diríamos… entusiasmo. «Decía que yo no te he elegido a ti para nada».

Kai asiente, dando a entender que ya voy controlando eso de «modular» mis pensamientos; se pone en pie con un suspiro y hace un amplio gesto con un brazo, abarcando el entorno.

—Esta es mi casa —declara—. Y es el primer sitio en el que te has aparecido. ¿Qué crees que significa eso?

Miro a mi alrededor, interesado. El apartamento sigue a oscuras, pero yo veo perfectamente sin luz, y por lo visto, él también. La de pasta que se ahorrará en las facturas de electricidad.

—Significa que has decidido manifestarte a través de mí —prosigue Kai, cada vez más irritado—, y que, mientras no te vayas por ese condenado túnel de luz, vas a estar pisándome los talones a todas horas.

«¡Eso es lo que tú te crees!», protesto enfadado, provocando que Kai vuelva a llevarse las manos a la cabeza con un gruñido; pero entonces se me ocurre una idea, y pregunto: «¿Y esa es la razón por la que puedes verme, pese a ser un fantasma?».

Kai me mira un momento, dubitativo. Después suspira y vuelve a dejarse caer en el sofá.

—Acércate —dice, un poco más amable.

Floto hasta él y me sitúo en el sillón contiguo.

—Todos los demonios podemos ver a todos los fantasmas —me explica—. Y podemos hablar con ellos. Igual que los ángeles. Que un fantasma haya elegido un enlace con el mundo de los vivos supone que va a estar vinculado a él hasta que su asunto pendiente se resuelva. No es algo que el fantasma decida de forma consciente. Normalmente, su inconsciente elige por él. Y si estás aquí ahora, en lugar de estar al otro lado del túnel de luz, dondequiera que sea eso, significa que, instintivamente, crees que solo yo puedo ayudarte a vengar la muerte de tu padre, o cualquiera que sea el voto estúpido que hayas hecho.

Reflexiono sobre lo que me acaba de contar. ¡De modo que los ángeles y los demonios tienen el poder de ver a los fantasmas perdidos! Mi padre no me lo había contado. ¡Estaba viendo fantasmas constantemente y nunca se le ocurrió mencionarlo! Procuro calmar un poco mi nerviosismo, porque veo que Kai vuelve a hacer gestos raros. Sí que es sensible este chico. Tendré que aprender a controlar mejor mi entusiasmo incluso cuando pienso. Pues qué bien.

«¿Y hay muchos más espíritus como yo? », pregunto con curiosidad.

Kai se recuesta en el sofá.

—Bastantes —responde—, y cada vez más, aunque no suelo tratar con ellos. La mayoría se limita a alejarse cuando me ve.

«No me extraña, con esas pintas que llevas», le reprocho.

Él se yergue sobre el sofá y echa un vistazo a sus alas. Extiende la derecha y luego vuelve a replegarla.

—Ah, esto —dice con indiferencia—. Es parte de la esencia que me sobra. La que no cabe en el cuerpo, ya sabes.

«¿Quieres decir que, antes de tener cuerpo, todo tú estabas hecho del mismo material que tus alas? », pregunto, fascinado; me lo imagino como una gran silueta hecha de oscuridad, con ojos rojos, brillantes como ascuas, y un par de enormes alas de sombra a la espalda.

—Todos los demonios éramos así, y muchos todavía permanecen en ese estado casi todo el tiempo. En cambio, los ángeles eran todo lo contrario: radiantes figuras hechas de luz. Y ya no podrás encontrar a uno solo que se presente bajo ese aspecto.

Mi padre me contó alguna vez que, en efecto, los ángeles tenían alas, pero no alas hechas de plumas, sino de la luminosa esencia angélica. Sin embargo, muy pocos humanos pueden verlas. Ahora ya sé que, en realidad, quería decir que muy pocos humanos vivos pueden verlas.

Observo con curiosidad las alas oscuras de Kai hasta que él clava sus ojos demoníacos en mí, o en lo que queda de mí, y me reprocha:

—Te dije que no salieras del hotel.

«Como que me iba a fiar de lo que me dice un demonio», replico.

—¿Y del demonio que te mató sí te fiabas?

«Bueno…».

—¿Qué te dijo exactamente? —pregunta Kai. Sus ojos rojos siguen fijos en mí y me ponen nervioso, a pesar de que ahora soy un fantasma y no puede hacerme daño… Porque no puede hacerme daño, ¿verdad?

«¿Por qué quieres saberlo?».

—¿Quieres que te ayude, sí o no?

«¿Me vas a ayudar a vengar la muerte de mi padre ? ¿Y eso por qué?», pregunto, desconfiado.

—Para que te vayas por el túnel de luz y me dejes en paz de una vez —gruñe él.

No me está contando toda la verdad, lo intuyo. Pero hay dos hechos incuestionables: uno, desconfié de él una vez y no seguí sus instrucciones, y, como resultado, ahora estoy muerto. Y dos: por algún misterioso azar que aún no acierto a comprender, me he aparecido en su casa. Eso quiere decir que, en efecto, necesito su ayuda. Y, por otro lado, si un fantasma se me apareciese a mí en mi casa —en el caso de que tuviera una, claro—, yo también haría lo posible por librarme de él.

«Me dijo que se llamaba Taemin y que era un ángel», confieso, avergonzado.

Kai deja escapar una carcajada desdeñosa.

«Oye, parecía majo, ¿vale?», me defiendo. «De todas formas, para mí no era tan evidente: no podía verle las alas y, por tanto, no sabía si eran oscuras o luminosas».

—Cierto —concede Kai—. ¿Y qué más te dijo?

«Que venía de parte de Gabriel».

—¿Gabriel? —repite Kai alzando las cejas.

«Gabriel, el arcángel».

—Sé quién es Gabriel —se acaricia la barbilla, pensativo—. Podría ser…

«No estarás pensando en serio que está metido en todo esto», protesto. «Está claro que Taemin solo lo dijo para engañarme».

—Sí, es lo más probable. Pero resulta que hace por lo menos un siglo que no se sabe nada de Gabriel. Se sospecha que fue víctima de la Plaga. Si quería engañarte, ¿por qué no mencionar a otro arcángel? ¿Miguel, o tal vez Uriel?

«Gabriel es uno de los arcángeles más conocidos y, además, tiene fama de ser bastante amable con los humanos».

Me mira un momento. Después suspira y se deja caer de nuevo contra el respaldo del sofá.

—Supongo que tienes razón. No se necesita nada demasiado retorcido para engañar a un humano, después de todo.

«¡Oye…!», protesto, pese a que sé que está en lo cierto.

—Cuéntame todo lo que sepas acerca de ese tal Taemin, Soo. Todo lo que recuerdes. Cualquier detalle podría ser importante.

Le narro mi encuentro con Taemin con pelos y señales. Cuando termino de describir mis últimas impresiones, antes de que el metro me arrollara, Kai asiente y se sume en un largo silencio.

Espero con paciencia. Sin embargo, él permanece en la misma postura, callado y meditabundo, durante media hora por lo menos.

«¿Y bien?», interrogo cuando me aburro de esperar. Alza la cabeza. Parece despertar de un sueño.

—Mañana sabremos más —dice enigmáticamente. Se levanta y, sin el menor reparo, empieza a desnudarse.

«¿Qué haces?», pregunto, inseguro, mientras le veo arrojar la camisa sobre la cama.

—Es tarde; me voy a dar una ducha.

«Pero estoy aquí…».

Se encoge de hombros.

—Pues vete si quieres. Eres tú la que ha entrado en mi casa sin permiso, ¿recuerdas?

Molesto, me voy hacia otro rincón de la casa y la exploro con cierta curiosidad, mientras oigo el sonido de la ducha. Aprovecho también para ir acostumbrándome a mi nuevo estado, y para probar qué puedo hacer exactamente. Descubro que soy capaz de atravesar paredes. ¡Mola! Sin embargo, por más que lo intento, no consigo mover ni un solo objeto. Ni siquiera una hoja de papel. Está claro que como poltergeist no valgo gran cosa.

Cuando regreso al salón, encuentro a Kai vestido únicamente con unos pantalones largos, sentado en el sofá y viendo la MTV.

«¿Qué haces ahora?», protesto. «¿Qué pasa con lo mío?».

Kai me ignora. Ni siquiera da muestras de haberme oído. Trato de llamar su atención, pero sigue pasando de mí.

Y aunque podría gritarle de esa forma que sé que le saca tanto de quicio, decido no hacerlo, en un alarde de generosidad y buena voluntad, y aguardar simplemente a que me haga caso.

Pero él continúa viendo la tele, el mismo canal, con anuncios y todo, durante toda la noche, casi sin variar de posición. Sin embargo, no da la sensación de estar prestando realmente atención a la pantalla. Sus ojos rojizos están perdidos en el infinito, como si estuviese meditando sobre alguna cuestión trascendental, lo cual resulta bastante difícil teniendo en cuenta que debe de ser casi imposible concentrarse con esta música.

Y amanece en el piso de Kai sin que se haya molestado en cenar ni en echar una cabezada, pese a que he visto que tiene un dormitorio bien equipado. Sé por mi padre que las noches pueden resultar muy largas para un ángel transubstanciado que no tiene necesidad de dormir.

Pero nunca pensé que para los demonios fuese igual. Suponía que la noche tendría mucho que ofrecerles, que lo último que harían sería quedarse en casa. Claro que, si me detengo a pensarlo, lo cierto es que, después de haber vivido tantos miles de años, será difícil que la civilización humana pueda sorprenderlos con algo interesante.

Bien, pues para mí también ha resultado una noche eterna. He flotado un poco por los alrededores, he seguido probando mis nuevas habilidades y, sobre todo, he pensado mucho, pero nada de eso me ha librado del tedio.

Las horas también pasan muy lentamente cuando eres un fantasma.

Por fin, Kai alza la cabeza, como si despertara de un largo trance, y apaga la tele.

—Buenos días —murmura.

«Vaya, por fin te dignas hablarme».

—No pretenderás que esté dándote conversación las veinticuatro horas del día, ¿no? —replica él levantándose y desperezándose.

«Hombre, pues sería todo un detalle por tu parte, teniendo en cuenta que no puedo hablar con nadie más y…». Me detengo, dudoso; he tenido una larga noche para reflexionar y acostumbrarme a la idea de que estoy muerto, y me he dado cuenta de que hay multitud de pequeños detalles que he dejado sin solucionar. «Y tampoco puedo decirles a mis amigos lo que me ha pasado», añado, y me quedo mirándole. Kai se frota un ojo y me mira desde el otro, apenas un destello rojizo que asoma por detrás de su flequillo negro y desgreñado.

—¿Pretendes que les llame para darles el pésame?

«No es tan complicado. Creo que solo hay una persona que me echará de menos».

Desde luego, no es como para enorgullecerse. Dieciséis años y solo tengo un amigo.

Kai se encoge de hombros.

—Olvídalo.

«Oye, que no te he pedido que me montes un funeral. Solo que hagas una llamada. Además… llevaba cosas suyas en mi bolsa», añado recordando la tarjeta y el móvil de Jotapé. «Si investigan mi muerte, le llamarán…».

—Pues entonces ya no necesitas que le avise nadie más —corta Kai mientras se abotona la camisa; sus alas afloran tras su espalda, atravesando la tela como si fuesen de humo—. Ya se enterará por la policía.

Si tuviera estómago, se encogería de angustia.

«Bueno, pues yo no quiero que se entere así».

—Haberlo pensado antes de morirte.

«Oye, tío, eres un borde», le echo en cara, molesto.

—Soy un demonio —me recuerda.

«¿Y por eso le tienes alergia al teléfono?».

Me mira un momento; es una mirada amenazadora, y a la vez llena de disgusto.

—Eres el fantasma más pesado con el que he tratado nunca.

«Será porque ya te conocía cuando estaba vivo. Y bien, ¿vas a hacer esa llamada, sí o no?».

—La haré; pero quiero que desaparezcas de mi vista hasta la puesta de sol. ¿Me has entendido?

«¿Y eso por qué?».

Se pone serio de pronto. Sus ojos lanzan destellos de amenaza que sé captar ahora mucho mejor que cuando estaba vivo.

—Porque al atardecer he quedado con alguien que me puede dar alguna pista más sobre el demonio que te mató.

Me pongo tan nervioso que, cuando quiero darme cuenta, estoy flotando casi pegado al techo.

Kai sigue serio. Entiendo que no ha terminado de hablar, y le presto toda mi atención.

—Pero hasta entonces —prosigue—, no puedo hacer nada más al respecto, y me niego a tenerte todo el día revoloteando y parloteando a mi alrededor.

Me callo, ofendido. Cuando te mueres, esperas que la gente te compadezca, que intente animarte, que te trate con cierto cariño. A Kai, sin embargo, no parece enternecerle lo más mínimo mi nuevo estado. Es normal; es un demonio, y la muerte de un chico de dieciséis años no tiene por qué impresionarlo. Después de todo, no hace más que actuar conforme a su naturaleza. Pero es tan frustrante esto de morirse y poder hablar solo con alguien a quien no le importas en absoluto…

Kai coge su teléfono móvil, lo abre y se me queda mirando. Vuelvo a la realidad.

«Se llama Juan Pedro», le digo, y me siento muy triste de pronto; si todavía tuviera cuerpo, estoy seguro de que no podría evitar echarme a llorar. «Es un sacerdote católico», añado.

Kai entorna los ojos y sonríe con guasa. Comprendo que resulta irónico que sea un demonio quien le informe de mi muerte a Jotapé.

«Sabe quién soy», le explico. «Sabe que estaba buscando información sobre la muerte de mi padre. Pero no le dije… no llegué a hablarle de ti. Solo le conté que alguien me estaba ayudando. Me parece que pensó…».

—Entiendo —asiente Kai, y comprendo que no será necesario dar más explicaciones.

Le digo el número. Él lo marca y espera a que contesten al otro lado. Me acerco hasta él y aguardo, preocupado.

Alguien descuelga el teléfono al otro lado.

—¿Sí? ¿Dígame? —se oye la voz de Jotapé.

Me siento fatal por él. Me vuelvo hacia Kai, que no ha contestado todavía. Se toma unos segundos antes de decir, con calma:

—¿Juan Pedro?

Casi puedo palpar el desconcierto de mi amigo al otro lado.

—Me llamo Kai —prosigue él—. Llamo desde Berlín.

—¿Es a causa de Soo? —pregunta Jotapé enseguida, y me siento todavía peor.

—Sí, es por el —dice Kai—. Siento informarle de que Soo ha fallecido. Fue arrollado ayer por un metro en la parada de Kurfürstendamm.

Jotapé no dice nada. Mientras trata de asimilarlo, Kai prosigue:

—No fue un accidente. Un demonio la empujó a la vía.

—Debes… debes de estar de broma… —balbucea el pobre Jotapé; le tiembla la voz—. Soo no…

—Supongo que la policía berlinesa se pondrá en contacto con usted —prosigue Kai con el mismo tono de voz, suave y sereno—, porque el llevaba encima todas sus cosas y…

—¿Tú eres el que debía cuidar de Soo? —corta de pronto Jotapé.

Kai se queda sin habla un momento; parece que la pregunta le ha cogido por sorpresa.

—En cierto modo —responde.

—¿Y cómo has dejado que suceda esto?

La voz de mi amigo transmite tantas cosas… dolor, incredulidad, rabia, impotencia…

De nuevo, Kai tarda un poco en responder:

—No es fácil engañar a los demonios; y, por supuesto, es muy peligroso provocarlos. Soo era valiente, pero… caminó por las sombras de un mundo que nunca fue recomendable para los seres humanos.

Jotapé no responde.

—Lo siento —añade Kai y, sin esperar respuesta, cuelga el teléfono.

Permanecemos en silencio unos momentos que a mí se me hacen eternos. Finalmente, floto un poco por encima de él y murmuro:

«Gracias».

Y salgo de la habitación en silencio, atravesando la ventana.

Paso el resto del día flotando de aquí para allá, sumido en sombríos pensamientos. Veo a más fantasmas como yo; apenas jirones de sombras que me miran con desconcierto, con miedo o con una infinita tristeza. Ninguno tiene ganas de hablar.

Lo intento, de todos modos, y me acerco a uno de ellos, el espíritu de un hombre pálido y muy delgado.

«Hola», saludo. «Me llamo Soo, y me mataron ayer».

Me mira sin comprender, como si no me entendiera, o no me escuchara, o directamente no me viera.

«Hola», insisto, «soy…».

«Ma-aaa-ri-eee…», aulla de pronto el fantasma, revolviendo sus ojos espectrales como un loco.

«Dón-deeee… tooo-doos… ¡Maa-ri-eeeee!».

Me alejo un poco, asustado, pero el fantasma se abalanza sobre mí, y su rostro, repleto de un sufrimiento tan intenso que ni siquiera acierto a imaginarlo, se contorsiona en una mueca de agonía.

«¿Maaa-aaaa… ?», consigue articular su mente torturada.

«No», respondo, conmovido, «yo no soy Marie. ¿Quién…?».

«Maaaa…», gime, destrozado por el dolor, y se vuelve hacia todas partes, perdido, como si fuera el último ser humano sobre el planeta. «…sss-toooo-yyy», grita. «¿Maa-aaaa-riiii…?».

Y se aleja de mí, aún llamando, entre las brumas de su dolor y de su soledad, a la persona que le falta, quizá su esposa, o su novia, o tal vez una hija. Me estremezco de horror y compasión. ¿Cuánto tiempo llevará vagando entre tinieblas ese pobre fantasma? Por su aspecto, medio siglo, por lo menos. ¿Qué le sucedió? ¿Por qué no se fue por el túnel de luz? ¿Seré… seré yo igual que él dentro de unos años? La idea es tan inquietante que intento no volver a pensar en ello. Desde luego, no trato de entablar conversación con ningún otro fantasma. Parecen todos tan desesperados como ese pobre diablo que buscaba a Marie, y me pregunto si saben lo que les sucede, si son conscientes de que están muertos. Me pregunto dónde estarán sus enlaces humanos; quizá no tienen, o quizá murieron también, y se fueron por el túnel de luz, dejándolos a ellos atrás. Me pregunto si es posible volver a encontrarlo, una vez que lo has perdido. Y si estará mi padre esperándome al otro lado. Quizá también esté mi madre. Tal vez pueda conocerla por fin.

Aunque tampoco es que me importe mucho. No la he echado nunca de menos, porque soy incapaz de recordarla.

Pienso también en Jotapé. Trato de imaginar la cara que habrá puesto al escuchar las noticias de Kai. Sé que fue brusco, pero es mejor así. Ahora, Jotapé podrá dedicarse a su parroquia, y no volverá a estar mezclado en asuntos angélicos. Está a salvo.

Sé que estará rezando por mí. No sé si Dios puede o no escucharle, pero eso es lo que menos importa. Lo que cuenta es que alguien reza por mí en alguna parte. Al caer el sol entro de nuevo en el piso de Kai. Por alguna razón, no he sido capaz de alejarme demasiado de allí. Lo encuentro preparándose ya para salir, y me planto frente a él.

«He visto a otros fantasmas», le digo sin rodeos. «Fantasmas que parecen llevar décadas vagando por aquí».

Pero Kai se encoge de hombros.

—También existen fantasmas centenarios, y hasta milenarios. ¿Y qué?

«¿Qué les ha pasado? ¿Por qué no resuelven su asunto pendiente y se marchan de una vez?».

El demonio suspira.

—¿No te lo he contado? Un fantasma no puede resolver su asunto pendiente por sí solo. No puede interactuar con los vivos, de modo que depende por completo de su enlace para solucionar sus problemas y marcharse por el túnel de luz. Pero, si el fantasma no tiene un enlace que pueda actuar por él, o si este muere, entonces se convierte en un espíritu errante… para siempre.

Digiero como puedo la nueva información.

«¿Para… siempre?».

—Eso he dicho. Vamos, no pongas esa cara. Podría ser peor.

«¿Peor? ¿Qué puede ser peor que estar muerto y enlazado a un demonio?», pregunto, desolado.

—Podrías haber quedado vinculada a un lugar, y no a una persona —me explica—. Y eso sí que no tiene remedio, a no ser que casualmente pasase por allí un médium excepcionalmente hábil y dispuesto a echar una mano. La mayoría de los fantasmas perdidos se quedan en su propia casa, o en el sitio en el que pasaron su niñez, o en el cementerio donde reposan sus cuerpos, o en el lugar en el que fueron violentamente asesinados… y eso es un error, porque ningún lugar, por maravilloso que sea, o por mucho apego que le tengas, va a poder hacer nada por ayudarte.

«Es decir, que hasta he tenido suerte de no tener donde caerme muerta. Por decirlo de algún modo. Bueno, la verdad es que, pensándolo bien, no está tan mal tener a un demonio como enlace. Porque, a no ser que te maten, eres inmortal; así que eso me da bastante tiempo para solucionar lo que sea y marcharme de una vez, ¿no?», interrogo. Pero Kai no contesta, y eso no me inspira buenas vibraciones. «¿Kai?», insisto.

—Es tarde —dice eludiendo la pregunta—. Tenemos que marcharnos ya.

Se pone la chaqueta y se cuelga en la espalda la vaina de la espada. No sigo preguntándole porque acabo de darme cuenta de que hay algo raro en esa espada. Es una sensación extraña: la miro y tengo la impresión de que no está en el lugar correcto.

La inspecciono con más atención. Eh, pero ¡si es la mía!

«¿Has vuelto a robarme la espada?», protesto.

—Está mejor en mis manos que en las de la policía, ¿no crees? —responde él encogiéndose de hombros.

Sale del piso y cierra la puerta tras de sí. Le sigo, atravesándola como si fuese de aire.

«No, no lo creo. Esa es la espada de un ángel y no debería estar en manos de un demonio».

—Oh, vamos, Soo, las espadas cambian de dueño constantemente. ¿No lo sabías?

Me detengo un momento, desconcertado. Sé que, desde el inicio de los tiempos, desde que se crearon las espadas angélicas, nadie ha sido capaz de forjar más. Es decir, que todas las espadas que existen ya existían hace cientos de miles de años. Y que, cuando muere un ángel o un demonio a manos de su enemigo, es posible que este se quede con su espada. ¿Quiere decir eso que lo que cuenta es la naturaleza del que la empuña?

—Las espadas modifican su esencia en función de cada uno de sus dueños —me aclara Kai—. Por ejemplo, si un ángel se quedara con la mía y la usara a menudo, esta pasaría a ser una espada angélica. Y al contrario. A ese fenómeno lo llamamos «inversión».

Entonces, la espada de un enemigo sí puede ser un buen trofeo. Comprendo que tuve mucha suerte de poder recuperar la de mi padre, de que sus asesinos la dejaran unto a él. Por lo que Kai insinúa, parece que robar armas ajenas es más habitual de lo que parece.

—Antes, cuando los ángeles estaban en pleno apogeo —prosigue—, las espadas angélicas eran un bien muy preciado. Por cada ángel había una espada. Eso significaba que si acumulabas muchas espadas de ángeles derrotados en Combate, no solo te asegurabas un buen arsenal por si perdías la tuya, sino que, además, estabas contribuyendo a desarmar al enemigo. Pero ahora las espadas angélicas están muy devaluadas. Desde que la Plaga los está exterminando, hay muchas más espadas que ángeles, así que da igual que acumules tres o trescientas. A los ángeles que siguen combatiendo les sobran armas para hacerlo, porque lo que les falta son soldados.

«Entonces, ¿por qué me has robado mi espada?», protesto.

—Porque nunca se sabe —sonríe Kai—, y porque todavía hay demonios que coleccionan espadas angélicas y las tienen en mucha estima.

Ya estoy molesta otra vez.

«¿Robas la espada de mi padre con mi cadáver aún caliente para venderla en el mercado demoníaco?», me enfado. «Pero ¿quién te has creído que eres?».

—De momento, soy tu enlace. Recuerda que dependes de mí, así que deberías mostrarte más amable. Además, supongo que no esperarías que te ayudara a cambio de nada.

«Eres un cerdo», le insulto.

—Soy un demonio —me corrige.

«Es lo mismo», gruño. «¿Y se puede saber por qué no sales a la calle con tu propia espada? ¿Por qué tienes que ir exhibiendo la mía?».

—Porque la mía está siendo utilizada en estos momentos para vengar tu muerte —responde él, para mi sorpresa—. Para eliminar a tu asesino.

Me quedo parada en el aire, impresionado ante esta nueva revelación. ¿Taemin va a morir? ¿Quién diablos empuña ahora la espada de Kai? ¿Y por qué Taemin no puede ser asesinado por cualquier otra espada?

«¿Es una especie de justicia poética?», me atrevo a preguntar.

—No —replica él, y sus ojos lanzan destellos flamígeros—. Para mí, es una mala noticia. Significa que voy a estar implicado hasta las cejas, lo quiera o no. Y todo porque tú tuviste la magnífica idea de dejarte asesinar.

No entiendo nada, pero siento la rabia y el enfado de Kai, y sospecho que es mejor no seguir preguntando, al menos ahora mismo. Después de darle unas cuantas vueltas al asunto, recuerdo que Kai había recibido el encargo de protegerme de parte de un señor demoníaco. Y ahora, yo estoy muerto. ¿Significa eso que Kai ha sido o va a ser castigado por fallarle… por dejar que me mataran?

Bah. Se lo merece, por borde.

Llegamos hasta un bar que empieza a estar lleno de gente tras la puesta de sol. Justo antes de entrar, Kai se vuelve hacia mí y me advierte en voz baja:

—Quédate junto a la puerta y no te acerques a mí mientras estoy dentro. Podrían reconocerte.

«¿Cómo va a reconocerme nadie si ni siquiera…?», empiezo, pero me callo de pronto al comprender que, muy probablemente, se ha citado con otro demonio y, como es lógico, este sí va a poder verme. «Ah, ya. Entiendo».

—Luego te lo contaré todo —prosigue—, pero nos conviene que, de momento, nadie sepa que sigues por aquí. Todos habrán dado por hecho que flotaste a través del túnel de luz, como hacen casi todas las almas, y eso puede resultar ventajoso para nosotros.

Asiento, inquieto, y espero un momento ante la puerta del bar. Angelo entra y se sienta en la barra unto con un tipo alto de cabello gris. Es un demonio, lo veo claramente desde aquí. Sus alas caen como una cascada negra sobre su espalda hasta casi llegar al suelo. Gira la cabeza hacia la puerta y veo sus ojos rojos, relucientes como brasas.

Me quedo donde estoy. El demonio no parece prestarme atención. Vuelve a centrarse en Kai, y pronto los dos se enfrascan en una conversación. Hay un par de fantasmas más levitando por el local. No se atreven a acercarse a los demonios, y estos tampoco les hacen caso. Quizá por eso, el otro demonio no me ha mirado dos veces. Pero supongo que si estuviese flotando en torno a Kai, pendiente de lo que hablan, entonces sí se fijaría en mí, y haría preguntas. Mi aliado —o lo que sea— tiene razón: es mejor que me comporte como un fantasma más, para no llamar la atención.

Pero en ese momento detecto a otra persona en la barra del bar, alguien que atrae mi mirada como un imán. ¿Será posible? Tengo que ver eso. Tengo que verla de cerca… Entro en el local y me deslizo unto a la pared, buscando los rincones en sombras. Trato de aparentar que estoy tan perdido como los otros dos fantasmas que merodean por aquí, y así, poco a poco, me acerco a la chica de la barra y la contemplo, sobrecogido.

Nunca había visto nada igual. La rodea un halo luminoso, bellísimo, y de su espalda cuelgan dos preciosas alas hechas de luz blanca.

Es un ángel.

De modo que este es el verdadero aspecto de un ángel transubstanciado. Los humanos vivos solo verán en ella a una chica de veintitantos años que lleva un vestido verde y una chaqueta que, obviamente, pasó de moda mucho tiempo atrás. Su cabello negro cae sobre sus hombros, lacio.

Sus ojos parecen tristes y cansados. Sus dedos sostienen un cigarrillo a medio consumir. Sus labios están pintados de un horrible color rosado que le sienta fatal.

Pero, a pesar de todo, rebosa luz, y eso la convierte en una criatura única, hermosa y perfecta.

Me acerco a ella. Es un ángel; tiene que poder verme.

«Hola», le digo con timidez.

Me dirige una breve mirada, y veo en sus ojos un destello de pánico. Inmediatamente, hunde la nariz en su copa y toma un trago. Y se pone a mirar fijamente a la pared, como si yo no estuviese aquí.

«Hola», repito, desconcertada. «¿Te encuentras bien?».

Aprieta los labios y sigue fingiendo que no me ve ni me oye. Pero sabe que estoy aquí.

«¿Hola?», insisto por tercera vez. «Me llamo Soo. Sé que me escuchas».

—No existes —murmura entonces el ángel con firmeza.

«¿Cómo dices?», pregunto, atónito.

—No estás aquí —dice otra vez; parece que habla más bien para sí misma—. Solo eres un producto de mi imaginación.

«¿Qué? No, no lo soy… soy un fantasma. Me mataron ayer en el metro. Pero… no, espera, no he venido a quejarme ni nada por el estilo… solo quería saludarte. Yo…».

La chica se sujeta la cabeza con las manos y la sacude violentamente, como si intentase olvidar alguna oscura pesadilla.

—No estás aquí —repite como una letanía—. Mi psiquiatra dice que solo eres un producto de mi mente. No existen los fantasmas. Ni tampoco los demonios. Todos son personas normales. Yo soy una persona normal. Esto no es real, esto no es real, esto no es real, estonoesrealestonoesreal…

Lo comprendo de golpe.

«¿Lo has olvidado?», exclamo, turbado. «¿Has olvidado que eres un ángel?».

Ella da un respingo y se apresura a rebuscar en su viejo bolso marrón. Saca una caja de pastillas con dedos temblorosos. Consternada, la veo engullir un par con otro trago de su copa. Eso no puede ser sano. Floto un poco más cerca de ella, preocupada.

—Soy una persona normal —susurra la chica, aún sin mirarme, ocultando de nuevo su rostro entre las manos—. Todos son normales. No veo nada fuera de lo corriente. Todo es producto de mi imaginación. Estonoesrealestonoesreal…

«Pero sí es real», insisto. «Yo soy un fantasma, y tú eres un ángel, y por eso…».

—¡VETE! —chilla de pronto la chica, con violencia—. ¡No eres real!

Se levanta bruscamente, coge su bolso y sale corriendo, abriéndose paso entre la gente, hacia la libertad de la calle. Todos los clientes del local se han vuelto para mirarnos; los humanos no pueden verme, pero los dos demonios han vuelto sus ojos rojizos hacia donde estoy yo. Les doy la espalda y levito un poco más alto, para confundirme con la nube de humo que flota pegada al techo.

Oigo la voz del que está junto a Kai en la barra; habla en la lengua demoníaca, pero entiendo todas y cada una de sus palabras:

—Otro ángel desmemoriado. Hay demasiados últimamente.

—Es mejor estar muerto que acabar así —comenta Kai.

Ninguno de los dos ha hecho ademán de atacar al ángel o de salir en su persecución. Los tres han compartido la barra del bar como si ambas razas no estuviesen en guerra desde tiempos inmemoriales. No les ha preocupado la chica del vestido verde en ningún momento. No la han considerado una enemiga ni una amenaza. Es más: casi me ha parecido detectar un timbre de compasión en sus palabras cuando han hablado de ella. ¿Se ven a sí mismos reflejados en la tragedia de los ángeles? ¿Se identifican con ellos? ¿O creen, simplemente, que no vale la pena hacer leña del árbol caído?

Cuando vuelven a su conversación, floto lentamente hasta la salida. Miro a mi alrededor, pero el ángel ya se ha marchado. Pobrecilla. ¿Cómo debe de ser olvidarse de tu propia identidad? ¿Intuir que eres diferente, pero no saber por qué? ¿Ver cosas extrañas… fantasmas, demonios, incluso otros ángeles… que nadie más puede apreciar? ¿Cuántos ángeles más han acabado en la consulta de un psiquiatra? ¿Cuántos se han vuelto locos de verdad?

Kai sale del local bien entrada la noche. Ahora lleva dos espadas: la mía y la suya.

Avanzamos por la calle en silencio.

—Taemin está muerto —me informa entonces.

Pero no siento la menor alegría. Y debería. Tendría que sentirme satisfecho de que el demonio hipócrita que se hizo pasar por un ángel para matarme esté, por fin, tan muerto como yo. Se lo merece, desde luego. Pero, por desgracia, eso no me va a devolver a mí la vida.

—Y lo han matado con mi espada —añade Kai—, Para que si sus jefes investigan su muerte, sus pesquisas les lleven directamente a mí.

«¿Así que te han cargado a ti con el muerto?», pregunto, interesado. «Nunca mejor dicho».

Kai asiente.

—El demonio al que sirvo ahora está tramando algo —murmura con las manos en los bolsillos y los ojos clavados en el infinito—. No sé qué es y, la verdad, no me importa. Pero hay alguien que sí lo sabe, y que está tratando de pararle los pies. Y por eso te mataron.

«No le veo la relación», comento.

—Ni yo tampoco. Pero la hay.

No dice nada más hasta que llegamos de nuevo a su piso. Me muero de ganas de preguntarle, pero espero, con paciencia, a que sea él quien me cuente de qué ha hablado exactamente con su amigo el demonio. Entonces vuelve a ocupar el sofá y frunce el ceño, pensativo.

—Encontraron a Taemin y lo interrogaron —me explica—, pero el maldito bastardo se las arregló para hacerse con la espada con la que lo amenazaban, la mía, por cierto, y se autoinmoló, probablemente para evitar que siguiesen torturándolo.

Trato de apartar de mi mente la imagen de Taemin, aquel muchacho agradable y sonriente que no parecía pasar de los trece años. Céntrate, Soo, recuerda que eso no era más que una fachada, ese cabrón era el demonio que te empujó a las vías del metro. Por su culpa estás muerto, así que nada de compadecerlo.

«Bueno, pero ¿dijo algo, o no? », pregunto.

Kai sonríe.

—Taemin no pronunció el nombre del señor demoníaco que quería verte muerto: prefirió suicidarse antes que traicionarle; señal de que le tenía suficiente miedo como para escoger la muerte antes que enfrentarse a él, y eso indica que, cuando me dijo que su señor era alguien muy importante, hablaba en serio. Y no hay muchos demonios que crean pertenecer a la cúpula de los señores del infierno, así que eso reduce el círculo de acción. La mala noticia es que seguimos sin saber quién es.

«¿Y ya está? ¿Eso es todo lo que sabemos?».

—No, no del todo. Entre tu asesino y su misterioso señor hay más gente, y hubo uno, en concreto, que fue quien le transmitió a Taemin la orden de que te matara. Y, antes de morir, Taemin reveló su identidad a sus torturadores.

«Entonces, aunque no sabemos quién es el jefe de Taemin, por lo menos tenemos el nombre de otro esbirro que podría conducirnos hasta él… ¿Y quién es, si puede saberse?».

—Un demonio menor, quizá de la misma categoría que Taemin. Por suerte, lo que tenemos es un nombre antiguo. Y eso es una buena noticia, porque hoy día la mayor parte de los de mi especie utilizamos solo nombres humanos: o bien ocultamos nuestros nombres antiguos o bien los hemos olvidado…

«Ese es tu caso, supongo», comento. «Porque no creo que Kai sea tu verdadero nombre».

Me fulmina con la mirada.

—Es mi verdadero nombre —me corrige—. Pero no es mi nombre antiguo. A veces, el nombre verdadero y el nombre antiguo coinciden, y a veces no. Hay una diferencia, aunque supongo que te resultará imposible captarla.

«No soy tan estúpido como crees», me defiendo. «Es tu nombre verdadero porque es el que has elegido tú, sin más».

Me mira, un poco sorprendido. Veo que he acertado, y es evidente que no se lo esperaba.

«Bueno, y entonces», prosigo, satisfecho de mi pequeño triunfo, «¿cuál es el nombre antiguo del demonio al que buscamos?».

—Taemin nos dio uno solamente; puede que tenga más, pero lo dudo: parece ser un demonio bastante desconocido. Los hititas lo llamaban Alauwanis. Si no recuerdo mal, decían de él que provocaba enfermedades.

«¿Y era verdad?».

—Posiblemente. Los humanos nos recuerdan por nuestro aspecto y por nuestras acciones y, como en tiempos antiguos cambiábamos de aspecto constantemente, es más fiable remitirse a los actos. No es gran cosa —añade—, pero al menos es un punto de partida.

«Así que ahora los sicarios de tu efe irán a buscar a ese tal Alauwanis, lo interrogarán y lo matarán…».

—Pues, no; eso me lo dejan a mí. Por lo visto mi «jefe», como tú le llamas, no quiere atraer más atención de la necesaria. Así que seré yo quien se encargue de averiguar quién es Alauwanis, para quién trabaja y por qué su señor le ordenó que enviara a Taemin a matarte. Y, además, será a mí a quien persigan los superiores de tu asesino en el caso de que quieran vengar su muerte o simplemente castigarme por meter las narices en asuntos ajenos. Ya ves de qué me han servido tantas precauciones —comenta con un suspiro.

No puedo compadecerle, lo siento. No tiene motivos para quejarse; después de todo, a mí me mataron, y él sigue vivo, ¿no?

«¿Y cómo vas a arreglártelas para encontrar a Alauwanis, si no sabes quién es?».

Se encoge de hombros.

—Preguntando —responde solamente.

Dedica el resto de la noche a hablar por el móvil con unos y con otros, siempre en lenguaje demoníaco. Al ser un fantasma, puedo entender todo lo que dice: está llamando a sus amigos para preguntarles si conocen a ese tal Alauwanis o han tenido noticias suyas. Más o menos a las tres de la mañana da con alguien que recuerda haber coincidido con él en Babilonia, hace cuatro mil años.

—En aquel tiempo se llamaba Ahazu —me cuenta Kai—. De Ahazu sí he oído hablar, y eso significa que probablemente sea un demonio más importante de lo que yo creía.

Con este nuevo dato se reanuda la ronda de llamadas. Y, a punto ya de amanecer, por fin cuelga el teléfono, pálido y muy serio.

«¿Y bien? », pregunto.

—He localizado a alguien que lo conoció hace unos cuarenta años —me dice—. Entonces trabajaba para Nebiros.

Nebiros.

Conozco el nombre. Sé que es un demonio importante, quizá no tanto como Baal, Astaroth, Asmodeus o Belcebú, pero lo bastante como para que los principales demonólogos lo citen en sus tratados.

Kai me echa un cable.

—Nebiros es uno de los favoritos de Lucifer —me explica—. Pocos demonios han causado tanto mal a la raza humana, y de forma tan cruel. ¿Has oído hablar de la Peste Negra, en la Europa del siglo XIV? Murieron veinte millones de personas en solo seis años.

Me quedo completamente helado.

«Estás de broma…».

—No, no bromeo. Nebiros provocó todo aquello, y detrás de las principales pandemias sufridas por la humanidad es fácil adivinar su mano: su último experimento fue el virus Ebola.

Todavía me siento incapaz de pronunciar una sola palabra. Por supuesto, siempre he sabido que los demonios suelen estar detrás de toda la miseria humana: del caos, de la violencia, de la guerra. Pero tenía la idea de que se limitaban a inspirar a las personas para que hiciesen daño a otras personas. Nunca imaginé que ugarían a crear enfermedades letales.

Sé que los demonios son malvados por naturaleza, pero no pensaba que lo fueran hasta ese punto. Y, a juzgar por la cara que pone, esto debe de ser muy fuerte hasta para Kai.

—No te confundas —me dice, como si hubiese leído mis pensamientos—. Todos hemos admirado a Nebiros desde siempre, por ser capaz de desarrollar semejante poder de destrucción.

—Lo miro con asco, pero me devuelve una sonrisa que me recuerda que no he descubierto nada nuevo; después de todo, es un demonio—. Lo que me preocupa es que si Taemin no nos ha guiado hacia una pista falsa, tendré que enfrentarme a uno de los demonios más crueles y poderosos de nuestro mundo. De esos con los que más vale no cruzarse.

«Pero ¿y tu nuevo señor, el que te ha ordenado que investigues mi muerte? ¿No se supone que él también es muy poderoso?».

—Sí; en teoría, lo es. Pero no va a mover un dedo por mí. Si Nebiros es su enemigo, lógicamente estará interesado en saberlo, pero no creo que le haga gracia que se entere de que está sobre aviso. Estamos solos, Soo.

«Pues qué bien», murmuro, alicaído.

—Pero tenemos que seguir investigando en esa línea, porque es la única pista que tenemos. Si Nebiros está detrás de esto, la hipótesis más plausible es que tanto él como el señor demoníaco al que sirvo ahora están planeando algo, cada uno por su lado, y se estorban mutuamente. El plan de mi señor incluía protegerte a ti especialmente, y Nebiros, por el contrario, tenía interés en librarse de ti, no sé si porque eso convenía a sus planes o solo por entorpecer los de otros.

«Todo eso no son más que conjeturas», señalo, preocupado por la idea de que mi existencia pueda interesarles tanto a dos señores del infierno.

—Pero están tramando algo —insiste Kai—. Taemin me lo dio a entender cuando le pedí explicaciones. Habló de que su señor podría desafiar pronto al mismo Lucifer. Y Nebiros es poderoso, pero no tanto como otros señores del infierno, ni mucho menos Lucifer, así que lo que trama tiene que ser algo gordo.

«Si quieres que te diga la verdad», comento, pensativo, «lo que está planeando tu jefe no puede ser nada bueno. Pero, en primer lugar, él me quería vivo, y Nebiros, si fue él, se las ha arreglado para que me maten. Y en segundo lugar, está claro que cualquier idea que pueda haber salido de la cabeza de un demonio creador de plagas tampoco es precisamente… un momento», me interrumpo, mientras una aterradora posibilidad se abre paso en mi mente. «La Plaga», recuerdo de pronto.

—¿La Plaga? —repite Kai, que por una vez va un paso por detrás de mí.

«La Plaga que está exterminando a los ángeles y nadie sabe de dónde procede», le aclaro, cada vez más nervioso, flotando en círculos por encima de su cabeza. «Podría ser obra de Nebiros. Y tal vez… tal vez mi padre no viajaba únicamente porque estuviera buscando a Dios, sino porque investigaba en busca de una cura o una solución… Quizá descubrió algo importante, algo que podría salvar a los ángeles, y por eso lo mataron…».

—Eh, eh, para un momento —me detiene Kai—. No saques conclusiones precipitadas.

«Vamos, ¡si está muy claro», protesto, indignado. «Todavía no se sabe de un solo demonio que haya muerto a causa de la Plaga. En cambio, los ángeles caen a cientos. Sospechoso, ¿no? Pero ¿cómo no se me ocurrió antes?», me pregunto, cada vez más enfadado. «¡Era obvio que la Plaga no podía ser natural, y que solo los demonios podían estar interesados en exterminar a todos los ángeles, y además en hacerlo de forma tan… tan sucia y rastrera!».

Kai no dice nada, pero no porque se sienta avergonzado. De hecho, parece estar reflexionando sobre mi teoría. ¡Parece que se la toma en serio!

—Es una posibilidad —admite finalmente—. Si Nebiros fue capaz de crear una enfermedad que afectase solo a los ángeles… y es esa Plaga que los está matando…

Detecto un tono de admiración en su voz. Está claro que la idea le encanta.

«¡No es algo de lo que estar orgulloso!», le echo en cara. «¡Por mucho que fueran vuestros enemigos, se merecen algo más que… desaparecer, así, por las buenas, sin darles opción de pelear! ¡Eso es jugar sucio, es ruin, cobarde y rastrero!».

—En el amor y en la guerra todo vale, ¿no es eso lo que decís los humanos? —me recuerda, para escarnio mío. Se levanta del sofá, se estira y se dirige a la ventana, donde se para a contemplar el amanecer sobre los tejados berlineses—. Pero hay algo que no encaja en tu teoría: si Nebiros ha estado trabajando en algo tan importante como el exterminio de toda la raza angélica, ¿por qué se iba a molestar en enviar a alguien a matarte precisamente a ti? ¿Y qué relación tiene mi señor con todo esto? ¿Qué le importa a él que vivas o que mueras?

«¡Y yo qué sé!», replico, de mal humor. «Los demonios sois tan retorcidos que os pondríais la zancadilla unos a otros solo para fastidiar».

—Antes de aventurar teorías sin pruebas, creo que deberíamos asegurarnos de que, en efecto, Alauwanis era el superior directo de Taemin, y que sigue trabajando para Nebiros. Todo esto puede ser una maniobra de distracción para impedir que lleguemos al que está detrás de este asunto, ¿recuerdas?

«¿Y cómo piensas averiguar eso?».

—Volveré a preguntarle a Nergal.

Me estremezco al recordar al aterrador demonio que conocí hace unos días en el Sony Center.

«Pero él te dijo que no conocía a la persona que contrató a los espías para matarme».

—No, pero ahora podemos preguntarle por alguien en concreto: tenemos un nombre antiguo, y con eso debería bastarle.

Al atardecer salimos del apartamento de Kai. Mi aliado ha concertado otra cita con Nergal a las ocho de la tarde, de nuevo en el Sony Center. Está relativamente lejos, pero, otra vez, Kai prefiere ir andando. Y como yo ya no me canso, floto detrás de él, inquieto. Aunque soy un fantasma y, en teoría, Nergal ya no puede hacerme daño, no me entusiasma la idea de volver a encontrarme con él.

«¿Y por qué no tratamos de localizar a ese tal Alauwanis nosotros solos?», protesto, pero Kai niega con la cabeza.

—Pues porque nosotros no disponemos de los medios que tiene Nergal —me responde—. Además, si Nebiros está detrás de todo esto, como se entere de que estamos husmeando en sus asuntos, podemos darnos por muertos.

«Serás tú; yo ya lo estoy», murmuro, no sin cierta acritud. «Me parece que no te tomas mi muerte demasiado en serio, y quiero que sepas que eso me resulta incómodo y me molesta. No sé, no te estoy pidiendo que llores por mí, pero por lo menos podrías mostrar un poco de…».

Me callo al comprobar que no me está escuchando. Se ha detenido en mitad del callejón, iluminado con una luz tenue, enfermiza, que estamos atravesando, y mira a su alrededor, alerta.

Se ha llevado la mano a la empuñadura de la espada.

—Aléjate —susurra entre dientes.

Obedezco y floto hasta una esquina oscura. Una vez allí, inquieto, me vuelvo a todas partes. No hay nadie cerca. La manía de Kai de recorrer calles oscuras y apartadas de las vías principales para ir en línea recta a su destino nos va a traer problemas, intuyo. Porque en esta pequeña calleja hay alguien, aunque yo no lo vea. Y si yo no lo veo, y Kai tampoco, aunque lo haya detectado, es porque no es humano. ¿Un ángel? ¿Otro demonio?

—Kai —se oye de pronto una voz desde la penumbra—. He oído decir que me estabas buscando.

Y entonces localizo una sombra en una esquina. Sus ojos rojos relucen en la oscuridad.

—Alauwanis, supongo —murmura Kai, todavía en tensión—. Las noticias vuelan.

La figura avanza hasta situarse bajo el círculo de luz de una farola. Es un demonio rubio, de movimientos elegantes, ropa cara y un rostro envidiablemente juvenil para tratarse de alguien que ya rondaba por Babilonia hace cuatro mil años.

—Así me llamaban, en efecto. Pero eso fue hace mucho tiempo. Tanto, que me intriga sobremanera que un joven demonio como tú se ponga a fisgonear en mi pasado a estas alturas.

—No es tu pasado lo que me interesa, sino tu presente. Pero resulta que rastrear tu pasado era la única manera de llegar hasta ti.

—Eso, y tener la suerte de contar con un diablillo que se vuelve sumamente locuaz cuando lo torturan, ¿no? —añade Alauwanis.

Kai no responde, pero retrocede un paso. Alauwanis le dirige una sonrisa que congelaría de terror al más erso de los psicópatas.

—En efecto, las noticias vuelan —añade—. Ya sé que cometiste el error de eliminar a mi subordinado, y supongo que tú ya sabes que vas a tener que pagar por ello. Pero antes de morir, dime… ¿por qué te has arriesgado tanto? O, mejor dicho… ¿por quién?

Con un ágil y elegante movimiento, Alauwanis desenvaina su espada. Kai hace lo propio, sin quitarle la vista de encima. Me fijo en que la espada que sostiene no es la suya, sino la de mi padre. Voy a tener que decirle que deje de utilizarla como si le perteneciera por derecho, pero eso tendrá que ser después de que hayamos salido de esta… si es que salimos.

—No me hagas reír —dice Kai—. No moverías un dedo para vengar la muerte de Taemin si él no hubiese hablado. Crees que yo soy un peón, pero sé que eres tú el que teme a alguien superior. ¿Qué crees que dirá tu señor si se entera de que has dejado un cabo suelto? ¿Qué pensará de ti si consientes que un demonio menor como yo averigüe lo que tiene entre manos? —Kai deja escapar una carcajada burlona—. Si fueras tan poderoso como dicen las leyendas, no te habrías rebajado a acudir al encuentro de alguien corno yo. No tendrías miedo de lo que puedo llegar a averiguar, ni te molestaría que alguien tan insignificante como Taemin desapareciera de tu lista de subordinados. Seguro que tienes esbirros mucho mejores que un crío que apenas había cumplido los cinco mil años.

Alauwanis entorna los ojos.

—¿Quién, Kai? —insiste alzando la espada y adoptando una postura de combate—. ¿Quién es tu señor? ¿A quién más ha enviado?

Recuerdo que Taemin también mostró mucho interés acerca de mi «protector», momentos antes de matarme. Me preguntaba por qué se empeñaba en mantener su identidad oculta, pero, en vista de que sus enemigos están tan obsesionados por descubrirla, parece claro que no ha sido una precaución inútil.

Mi aliado sonríe a su vez.

—Oh, vaya, qué sorpresa. Elimino a un diablillo menor que había matado a un humano de mi propiedad, y resulta que alguien más poderoso se molesta lo bastante como para creer que tras una simple rencilla entre demonios menores se esconde la mano de algún otro señor demoníaco. Lamento desilusionarte, pero yo actúo por libre, y tú no eres más que un peón. Los humanos que te adoraron en tiempos antiguos se sentirían muy decepcionados si te vieran ahora, ¿no crees?

—No pretenderás hacerme creer que estás en esto por una pura cuestión de propiedad —gruñe Alauwanis—. Admito que el joven era excepcional para ser humano, pero tú sabes que había demasiados intereses puestos en ella. Tenías que saberlo —insiste al ver que Kai frunce el ceño, desconcertado—. ¿Por qué, si no, te ofreciste a ayudarle? Debías de saber que había señores poderosos detrás de el, y que unos querían matarle y otros mantenerle con vida.

Me siento demasiado aturdido como para enfadarme por el hecho de que dos demonios estén discutiendo sobre si soy o no «propiedad» de uno de ellos. «Señores poderosos…». Bueno, yo sigo sin conocer el nombre del demonio que tenía tanto interés en protegerme, pero si Alauwanis no se está marcando un farol, también él sirve a alguien con quien más vale no bromear… ¿Será esto la confirmación de nuestras sospechas? ¿Está Nebiros, el cruel demonio que se divierte creando enfermedades, plagas y pandemias, detrás de todo esto? ¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo, exactamente?

—Odio tener que reconocerlo, pero me temo que sé de este asunto menos de lo que tú piensas

—replica Kai—. Y, como no puedo decirte lo que no sé, y tú no vas a revelarme por las buenas lo que quiero saber, propongo que dejemos de parlotear de una vez y hagas lo que has venido a hacer… o lo intentes, al menos. Tengo una cita importante y no puedo quedarme toda la tarde.

—Oh, la clásica arrogancia de los demonios jóvenes —suspira Alauwanis—. Muy bien; veremos si mejora tu memoria cuando veas la muerte de cerca.

Para cuando pronuncia las tres últimas palabras, ya está prácticamente encima de Kai. Y unas centésimas de segundo después, los dos se han enzarzado en una pelea tan rápida que cuesta seguir sus movimientos. Resulta difícil decir quién es quién, y lo mismo sucede con sus espadas, que parecen haberse transformado en dos relámpagos que parten la penumbra a mayor velocidad de la que un ojo humano podría captar.

No puedo evitar pensar en lo que sucederá si vence Alauwanis… si muere Kai. Si lo que me dijo mi enlace es verdad, quedaré para siempre atrapado en este horrible y penoso estado fantasmal, sin ninguna posibilidad de encontrar ese maldito túnel luminoso por el que se supone que debería haberme marchado… como esos pobres espectros que flotan sobre la ciudad. Como aquel fantasma perdido que preguntaba por Marie, que era incapaz de entender lo que le estaba pasando y que ya apenas podía hilar dos frases seguidas. Todo mi ectoplasma se estremece de horror.

No puedo dejar que maten a Kai.

Sin embargo, la lucha no parece decantarse a su favor. ¿He dicho antes que un ojo humano no podría seguir los movimientos de los dos demonios? Cierto; pero el caso es que yo ya no tengo ojos, ¿recordáis? Sí, soy consciente de que se mueven como rayos, pero mi mente es capaz de distinguirlos a ambos porque mi percepción ya no depende de las imperfecciones de mis sentidos. Y veo que Kai lleva las de perder. Alauwanis es más veloz, más certero… y parece más desesperado. Empiezo a sospechar que Kai ha dado en el clavo y, en efecto, lo que su señor —sea o no Nebiros— le hará si deja un solo cabo suelto no será precisamente agradable.

Mi aliado, por su parte, hace lo que puede. Retrocede, esquiva, se defiende de los ataques de su rival, pero en cualquier momento bajará la guardia y cometerá un error, y entonces…

Tengo que hacer algo. Tengo que ayudar a Kai como sea, pero ¿cómo?

Esto es frustrante. Odio ser un fantasma, en serio. No puedo sostener una espada, no puedo pelear, no supongo una amenaza ni un peligro para nadie, a juzgar por el hecho de que los demonios, en general, ni siquiera se fijan en que estoy flotando por aquí.

Eh, un momento. Es verdad, no se ha fijado en mí. Para él soy parte del escenario, como una farola o un coche aparcado unto a la acera. Como ni siquiera se ha parado a mirarme, no se ha dado cuenta de que yo soy el chico de la que han estado hablando, ni tampoco espera que intervenga en la pelea de ninguna manera. Por lo que he podido observar, parece que, en general, los fantasmas se limitan a mantenerse lejos de cualquier demonio con el que puedan llegar a cruzarse.

Eso me da una oportunidad. Si pudiera…

Me acerco a los combatientes intentando no llamar la atención. Me sitúo fuera de los círculos de luz creados por las farolas y aguardo, intranquilo, a que pasen cerca de mí.

Kai esquiva un golpe que le pasa a un par de milímetros de la piel. No aguantará mucho tiempo más. Es lo que tiene haber escogido como enlace a un demonio del montón, que necesita la ayuda de un simple fantasma en cuanto le desafía alguien un poco poderoso. Si esto sale bien, se lo voy a estar recordando todos los días hasta que pueda marcharme por el túnel de luz. Vaya que sí.

Y entonces, por fin cambia la suerte: los dos demonios, uno atacando y el otro defendiéndose como puede, han llegado hasta donde yo estoy. Kai me da la espalda. Perfecto.

En ese mismo momento, un rapidísimo golpe de Alauwanis le hace perder el equilibrio, apenas una centésima de segundo, pero suficiente como para que nuestro enemigo adquiera ventaja.

Ahora. Tengo que intervenir ahora, o será demasiado tarde.

Me lanzo hacia delante, envolviendo a Kai entre mis brazos fantasmales y asomando la cabeza por encima de su hombro.

«¡Fuera de aquí!», grito con todas mis fuerzas, esperando que su percepción sea tan sensible a la voz de los fantasmas como la de Kai. Alauwanis da un respingo y retrocede apenas un paso, con un gruñido irritado. Tarda menos de un segundo reaccionar y volver a centrarse en su oponente, pero es demasiado tarde: mi compañero ha sabido aprovechar la breve ventaja que le he concedido, y el filo de su espada se hunde en el cuerpo de su enemigo.

Floto por encima de ambos para contemplar, desde arriba, cómo el demonio cae a los pies de Kai. Aún le oigo murmurar unas últimas palabras.

—No podréis evitarlo… está profetizado…

Y muere.

Dicho así suena prosaico, ¿verdad? Pues no lo es. Pero es que me cuesta encontrar palabras para describir lo que puede ser la muerte de un demonio… o de un ángel. La muerte siempre nos conmociona, nos aturde, nos asusta. Y eso si hablamos de seres humanos. Imaginad lo que debe de suponer la muerte de una criatura que lleva cientos de miles de años existiendo. Un ser a quien nuestros antepasados temieron hasta el punto de incorporarlo a sus leyendas. A quien muchos adoraron como a un dios.

Será que eso de haber experimentado mi propia muerte me ha vuelto más sensible a las defunciones ajenas. En otros tiempos, jamás habría lamentado la muerte de un demonio, y menos de uno que quisiese acabar conmigo.

Pero ahora no puedo evitarlo. Una parte de mí lo siente.

Y otra parte de mí experimenta una curiosidad malsana hacia el hecho de que Alauwanis la haya palmado. Miro a mi alrededor, interesado. ¿Se convertirán los demonios en fantasmas? ¿Flotarán a través del túnel de luz? ¿Veré a Alauwanis marcharse adondequiera que debería haberme ido yo?

Pues nada de nada. Ni fantasmas ni túneles… Alauwanis parece haberse ido, sencillamente.

«Cuando un demonio muere, otro debe nacer», recuerdo de pronto. Así reza la Primera Ley de la

Compensación. Interesante. ¿Se reencarnarán los demonios? ¿Se reencarnarán… los ángeles? ¿Significa eso que si atravieso el túnel de luz no encontraré a mi padre esperándome al otro lado? La idea resulta aterradora y angustiosa.

—Soo —me llama de pronto Kai, interrumpiendo mis pensamientos.

Se ha inclinado junto al demonio caído y lo observa, muy serio. Si no fuese porque creo conocerlo bien, diría que está temblando. Bueno, ¿y por qué no? Ha estado a punto de ser atravesado por la espada de Alauwanis. Hasta un demonio milenario como él debe de tenerle cierto respeto a la muerte, ¿no?

Floto hasta situarme a su lado. Sí, parece asustado. Supongo que el tal Alauwanis era, en efecto, demasiado poderoso para él. Y eso que era solo un jefecillo menor.

«¿Qué?», pregunto, y aguardo a que me dé las gracias por haberle salvado el pellejo.

—¿Has oído lo que ha dicho?

Finjo que no sé de qué me habla.

«Sí, claro», respondo. «Ha dicho que eres un jovenzuelo arrogante y que yo era un chico excepcional».

Bueno, qué pasa, lo ha dicho, ¿no?

—No me refiero a eso —replica, y constato con satisfacción que le ha picado—. Ha hablado de una profecía.

«Sí, esto también lo he oído», contesto con indiferencia. Aún estoy esperando que me dé las gracias. «No sabía que los demonios creyeseis en esas cosas».

—Creemos en esas cosas porque, en efecto, tenemos formas de conocer el futuro.

Reflexiono sobre lo que acaba de decir.

«Ah, es verdad. Muchos tratados de demonología atribuyen a algunos demonios poderes adivinatorios. A Nebiros, sin ir más lejos».

—Sí, pero eso es mentira —sonríe Kai limpiando despreocupadamente la espada de mi padre—. Muchos demonios a lo largo de la historia se las han dado de adivinos, pero lo cierto es que solo uno de nosotros tiene el poder de ver el futuro.

«¿Ah, sí? ¿Quieres decir, entonces, que las distintas profecías formuladas por demonios…?».

—Todas tenían una misma fuente —confirma mi aliado—. Todos aquellos demonios que han profetizado hechos futuros no hacían otra cosa que repetir las palabras de una única persona. El demonio en cuestión ha tenido muchos nombres, pero los demonólogos occidentales lo identifican con el nombre de Orias, que es la identidad que suele utilizar últimamente.

«Orias… ¿qué es, una especie de oráculo? ».

—Algo así. Pero no te imagines a un pobre tipo torturado por sus visiones. Las controla muy bien, y las vende caras. No todo el mundo puede permitirse el lujo de una consulta con él.

«Vaya», comento solamente. Sí, de verdad me había imaginado a un demonio sacudido por convulsiones, permanentemente en trance y balbuceando palabras sin sentido. Pero supongo que esas cosas solo pueden pasarnos a los humanos, no a los demonios. «¿Tú has hablado con él alguna vez?», pregunto con curiosidad.

—Hace mucho tiempo —y desenfoca los ojos, con esa mirada ausente que adoptan tanto ángeles como demonios cuando tratan de recordar—. No sé decirte cuánto. Pero sí sé que fue en África, quizá en lo que hoy es el Congo, quizá en Nigeria. Pero entonces, Orias no se llamaba Orias. Los nativos lo llamaban Orumbila…

Trato de hacerle volver a la realidad:

«Todo esto es muy interesante, pero mejor será que lo discutamos en otro lado, ¿de acuerdo? Hay un cadáver a tus pies, tienes una espada en la mano y no resulta una imagen tranquilizadora, ¿sabes? Si viene alguien……

—No va a venir nadie —me corta Kai envainando la espada de mi padre y ajustándose la de Alauwanis a la espalda—. Es verdad que los humanos tenéis un instinto de supervivencia bastante atrofiado, pero todavía sois capaces de intuir cuándo no debéis internaros en un callejón oscuro donde hay demonios peleando. No pasará nadie por aquí hasta que me haya marchado, te lo aseguro.

«Si tú lo dices…», murmuro, no del todo convencido. Me quedo más tranquilo al ver que Kai echa a andar, dejando el cuerpo de Alauwanis tras de sí. Ya sé que no vale la pena tratar de convencerlo de que muestre un poco más de respeto por los semejantes a los que mata, sea o no en defensa propia, así que intento volver a centrarme en el tema que estábamos debatiendo:

«¿Quieres decir que el señor demoníaco que está detrás de esto ha acudido a Orias en busca de una profecía? ¿Y que él le ha dicho que su plan, sea cual sea, va a funcionar?».

—«No podéis evitarlo… está profetizado…» —repite Kai las palabras de Alauwanis—. Solo Orias podría profetizar algo, cualquier cosa, así que solo él podría decirnos si es realmente Nebiros el demonio al que estamos buscando.

«Yo creo que eso está bastante claro», señalo. «Alauwanis trabaja para él, ¿no?».

—Hace cuarenta años trabajaba para él —puntualiza Kai—. Y es cierto que cuarenta años no son demasiado para un demonio, pero más vale que nos aseguremos antes de decirle nada a Sehun.

«¿Sehun…? Ah, ya, el tipo del bar. Me parece bien», asiento. «Entonces, ahora que sabemos seguro que Taemin trabajaba para Alauwanis, no hace falta que veamos a Nergal para nada, ¿no?».

Los ojos rojos de Kai se abren como platos, e inmediatamente suelta una retahila de tacos y maldiciones en lenguaje demoníaco, que no voy a reproducir aquí porque no son aptas para oídos delicados. Parece que mi encantador demonio se había olvidado por completo de su cita en el Sony Center, porque sale corriendo, dejándome atrás.

«¡Eh!», protesto, preocupado porque lo he perdido de vista. Decir que corre como una flecha es poco decir. Nunca había visto a nadie moverse tan rápido, y me preocupa no poder alcanzarlo… pero, de pronto, algo tira de mí con violencia y me veo volando a toda velocidad por las calles de Berlín. Enseguida diviso a Kai, o a su sombra, deslizándose como un rayo por las aceras, torciendo esquinas, sorteando peatones, tan deprisa que nadie lo percibe siquiera. Es él quien tira de mí. O, mejor dicho, es mi vínculo con él lo que me impide alejarme demasiado de sus pasos.

Maldita sea, es humillante. No solo he perdido mi vida, mi cuerpo y mi voz, sino que encima tengo que decirle adiós a mi preciada independencia. En serio, no es justo.

No tardamos en llegar al Sony Center, con su cúpula en forma de paraguas relumbrando en la noche con una luz violácea. Kai alcanza a Nergal usto cuando está a punto de marcharse.

—Llegas tarde —le dice con un tono de voz que no presagia nada bueno.

—Lo… lo siento —balbucea Kai; esta vez está asustado de verdad. Vaya; por lo visto, todo ese rollo de soy-un-poderoso-demonio-y-tú-solo-eres-un-pobre-humano se desvanece en cuanto alguien como Nergal le mira mal. Vale, de acuerdo, a mí también me da mucho miedo, pero, después de todo, yo soy humano, ¿no?—. He tenido una pelea de camino hacia aquí —añade mi aliado.

Los ojos de Nergal se fijan en las dos espadas que Kai lleva cruzadas a la espalda.

—Ya veo —es su único comentario.

—Me salió al paso el demonio por el que tenía intención de preguntarte.

—Ya veo —repite Nergal—. De modo que ya no tienes necesidad de preguntarme nada.

—A no ser que puedas decirme para quién trabajaba —añade Kai; parece que, poco a poco, va recuperando su aplomo—. Se llamaba Alauwanis, y venía de parte de alguien muy interesado en ver a Soo muerta. Parecía un asunto demasiado personal como para tratarse de uno de los tuyos.

—Alauwanis no trabajaba para mí —confirma Nergal—. Sin embargo, no tenía noticia de su presencia en Berlín.

—Sé que no puedes decirnos quién contrató a los señores de los espías para localizar y matar a Soo —prosigue Kai—, pero nos bastaría con saber a quién obedecía Alauwanis en estos momentos. Lo último que tenemos claro es que estuvo bajo las órdenes de Nebiros no hace mucho.

—Mmm —murmura Nergal—, no veo qué beneficios puede reportarte seguir investigando este asunto. Ya veo que alguien se ha adelantado a mi gente y ha matado al chico por mí —concluye, y me mira significativamente.

Doy un respingo y retrocedo un poco, asustado. Sin darme cuenta, me he acercado demasiado a Kai, y está claro que Nergal ha reparado en mí. Me conoce, me recuerda y parece que me ha reconocido.

Intento hablar, pero no me salen las palabras. Nergal se ríe.

—Ah, esto me pasa por haberos concedido esa tregua de dos días —suspira—. Me he quedado sin el pago. En fin… me estaré volviendo blando con la edad —y sonríe casi bonachonamente.

—Por si te interesa saberlo… —interviene Kai—, el demonio que mató a Soo obedecía órdenes de Alauwanis… y ambos están ya muertos.

Me sorprende el tono belicoso, casi fiero, que ha utilizado al hablar de mi muerte.

—Oh, ya veo —comenta Nergal—. Cuestión de propiedad, ¿eh?

—Algo así —asiente Kai, y sonríe como un lobo.

Quiero intervenir y protestar que yo no soy propiedad de nadie, pero aún recuerdo muy bien lo que pasó la última vez que se me ocurrió replicarle al gran Nergal. Estuve varios días en cama, y eso que solo me miró con cara de mala uva.

Aunque, claro, bien mirado, era mejor estar en cama que estar muerto.

En cualquier caso, Kai y yo tenemos que hablar acerca de eso de la propiedad. Muy seriamente.

—Debes de estar loco para acudir a la cita después de todo —prosigue Nergal—. Mis superiores me encargaron que encontrara a tu amiguito y lo matara. ¿Cómo puedes estar seguro de que no me han ordenado que te quite de en medio a ti también?

—Precisamente he venido por esa razón. Para adelantarme a ellos. Porque es demasiado pronto para que hayan averiguado nada acerca de mí; nada, excepto lo que tú puedas contarles. Por eso quiero pedirte que me cubras las espaldas.

—¿A cambio de qué?

Ahora es Kai el que sonríe.

—A cambio de información. Estoy detrás de algo importante y, teniendo en cuenta las precauciones que están tomando unos y otros para no desvelar sus secretos, deduzco que pagarías un buen precio por ellos.

Los ojos rojizos de Nergal relucen de forma siniestra.

—¿Estás seguro de que puedes revelarme esa información?

—No ahora —reconoce Kai—, pero sí más adelante, cuando sepa qué está sucediendo exactamente. Sin embargo, sí puedo decirte algo: detrás de la muerte de Soo hay gente muy poderosa. Y tiene que haber razones igualmente poderosas como para que se tomen tantas molestias por un simple humano.

—Comprendo —asiente Nergal—. Ciertamente, has acertado: me interesa mucho disponer de esa información. De acuerdo: esperaré un tiempo prudencial y, entretanto, no enviaré a nadie tras de ti, por muy tentador que sea el precio que le pongan a tu cabeza. Pero si después de ese tiempo prudencial no he tenido noticias tuyas, o si esa información no resulta ser tan interesante como me has prometido… yo mismo me encargaré de atraparte y hacerte pagar tu deuda. ¿Queda claro?

—Cristalino —asiente Kai con una sonrisa confiada.

De camino hacia su casa, le pregunto con curiosidad: «¿De verdad vas a traicionar a tu señor contándole todo lo que averigües a ese mercenario?». Kai se encoge de hombros.

—Si no se lo cuento yo, algún otro lo hará. Y si él me mata antes de que pueda descubrir nada más, no le serviré de gran cosa a nadie.

«Mira que llegáis a ser retorcidos los demonios», suspiro. «Aunque, a estas alturas, no sé de qué me sorprendo. Bueno, y ahora… ¿qué piensas hacer? », pregunto.

—Ir a ver a Orias, por supuesto.

«¿Y tienes con qué pagarle una visión?», lo interrogo, recordando que me ha dicho que las cobra caras.

—Tal vez —murmura Kai. No da más explicaciones, pero lo veo acariciar el pomo de la espada que le ha arrebatado a Alauwanis.

«Bueno, pues nada, vayamos a visitar a ese tal Orias», suspiro, resignada. «¿Vive muy lejos de aquí?».

—Solo un poco —responde Kai, y sonríe.

 

 

Like this story? Give it an Upvote!
Thank you!

Comments

You must be logged in to comment
yuhiyuhi
#1
Chapter 15: TnT eso le hace mal a mi corazon... - solloza- parezo una loca llorando... Que pasa con kai?.. Quiero saber si se ven... Ay diooooo - llora como huérfana-
Hysterietize
#2
Magnifico fan fic he encontrado hoy.
Te agradezco por adaptarle, está demasiado bueno.
Además de que madonna Constanza posee mi mismo nombre, me ha encantado mucho más.
lleeann #3
Muy bien un fic en español :) le dare una leida y te comento ;)