C-13

2 Velas Para el Diablo [KaiSoo]

Mi mente bulle de pensamientos ilógicos y contradictorios que no soy capaz de controlar. Entre ellos está la voz de Sehun, en Berlín, repitiendo las palabras del Libro de Enoc:

«… por obra de Azazel. Achácale todo pecado».

Me lo dijo entonces, aunque fuera extraoficialmente, aunque fuera con rodeos y acertijos. Y ahora sé que fue ella, que no miente. No sé si su fantástica historia acerca del origen de la humanidad tiene o no fundamento, pero sé que ella ordenó el asesinato de mi padre, y empiezo a creer que es mi madre.

No me importa. No la he conocido, no la recuerdo. Para mí sigue siendo la asesina de mi padre. Y sé por qué estoy aquí, por qué aún no me he ido por el túnel de luz.

Venganza.

«Te mataré por lo que hiciste», le aseguro rabioso.

Azazel echa la cabeza hacia atrás y ríe de nuevo.

—¿Y cómo piensas hacerlo, hijo mío?

Cierro los ojos un instante. Soy consciente de mi condición de fantasma, sé que en estas circunstancias no hay nada que pueda hacer contra ella. Inmediatamente pienso en Kai, pero descarto la idea al instante. No puedo implicarlo más y, por otro lado, ¿qué posibilidades tendría de vencer en un duelo ante un demonio tan antiguo y poderoso como Azazel?

«¿Por qué?», pregunto desolado, y ella abre mucho los ojos, con fingida sorpresa.

—¿Cómo que por qué, KyungSoo? Por ti, siempre por ti. Para que podamos estar siempre juntos. Mis primeros hijos murieron hace dos millones de años, y también sus hijos, y los hijos de sus hijos… Y tenía la esperanza de poder disfrutar de tu compañía el resto de tu brevísima vida mortal. No entraba en mis planes que murieses tan pronto, y créeme que encontraré a tu asesino y se lo haré pagar… Pero esta situación también tiene sus ventajas, ¿no te parece? Ahora que has dejado atrás tu cuerpo mortal, y mientras tu enlace siga siendo mi prisionero, podremos estar siempre juntos… por toda la eternidad.

Retrocedo, horrorizado.

«Yo no quiero estar contigo», le digo. «Seas o no mi madre, te odio por lo que hiciste y te lo haré pagar».

Azazel se ríe, como si no le importara en absoluto lo que siento. Sospecho que se debe a que ella ha sufrido tantísimo a lo largo de su existencia que, comparado con el suyo, el dolor de un joven espíritu humano es tan ínfimo como un grano de arena en la inmensidad del desierto, pero es mi dolor y son mis sentimientos, y me importan. Confuso, me alejo flotando de ella, y aún escucho su risa resonando a mis espaldas mientras atravieso la pared y me interno por los pasillos del palazzo. Quiero salir de aquí. Necesito salir de aquí.

También querría llorar, pero soy un fantasma y no tengo lágrimas. Me alejo por los corredores sin fijarme en las personas con las que me cruzo. Los humanos no pueden verme y los demonios apenas me prestan atención. Nadie intenta retenerme cuando paso a través de uno de los muros exteriores y salgo al aire libre, a una noche oscura que ha caído casi por sorpresa sobre Florencia.

No hace falta que traten de detenerme; de todos modos, no llego muy lejos. Mi vínculo con el demonio que me ata a este mundo me frena bruscamente un poco más allá de la verja de salida.

Resignado, vuelvo sobre mis pasos.

Azazel es la asesina de mi padre. Para colmo, afirma ser mi madre, y pretende hacerme creer que

todos los humanos procedemos de un primer cruce entre ángeles y demonios que se produjo hace millones de años.

Es una locura.

Casi sin darme cuenta, he seguido el hilo que me une a Kai. Lo detecto detrás de una puerta cerrada a cal y canto. Atravieso la pared y siento un extraño cosquilleo en toda mi esencia al hacerlo. Lo ignoro, porque al otro lado está Kai.

Es una habitación pequeña y sin ventanas, y tampoco tiene muebles. Supongo que a un demonio no le harán falta, pero, aun así, no me parece que sea un alojamiento adecuado para un invitado. Kai está sentado en el suelo, en medio de la estancia, envuelto en sus negras alas y con la cara hundida entre las rodillas. Floto suavemente hasta él.

«Kai», lo llamo en voz baja.

Mi enlace levanta la cabeza. Sus alas se retiran un poco para mostrarme sus ojos rojos tras el velo de oscuridad.

«¿Estás bien?», le pregunto.

—He estado mejor —responde él, tras una pausa.

«¿Te han hecho daño?».

—No, pero estoy prisionero. Atrapado como una rata. Nunca había logrado capturarme nadie así. Jamás.

Recuerdo por qué no se le puede echar el guante a un demonio: porque pueden pasar al estado espiritual a voluntad, disolver la materia de la que están hechos sus cuerpos y convertirse en algo muy parecido a una sombra invisible a la mirada humana. En ese estado, evidentemente, son capaces de atravesar cuerpos sólidos, entre ellos, las paredes.

«¿No puedes transubstanciarte?», le pregunto, preocupado. La pérdida de esa capacidad es un síntoma claro de la Plaga.

Los ojos de Kai lanzan destellos de ira.

—Por supuesto que puedo, si me lo propongo —replica, ofendido—. ¿Quién te crees que soy, un patético ángel?

«Oye, no te pases», protesto.

—El problema está en esas paredes. Todas las paredes, incluso la puerta… ¿sabes lo que hay en su interior? Oh, vamos —añade al ver que niego con la cabeza—. Usa tu percepción de fantasma. De algo debería servirte el hecho de estar muerto.

Pasaré por alto ese comentario porque, mal que me pese, Kai es lo más parecido a un amigo que tengo en Villa Diavola —lo cual no es como para tirar cohetes, pero es mejor que nada—, y observo las paredes con atención.

Y sí, ahora las veo. Emparedado entre un doble muro de ladrillos hay todo un entramado de lo que parecen…

«¿Espadas cruzadas?», digo, incrédulo.

—Espadas angélicas de la colección de Azazel —asiente Kai—. Recubren las paredes, el techo, incluso la puerta, formando una red del único material que puede matarme. —Respira hondo—. Si regreso al estado espiritual para atravesar cualquiera de esas paredes, moriré. Así que, si voy a estar prisionero aquí, me gustaría saber por qué —añade lanzándome una mirada llena de rencor—. ¿Qué te ha contado Azazel? ¿Es de verdad tu madre?

Asiento lentamente.

«Hay altas probabilidades de que así sea», respondo. «Y eso no es lo peor: ella es la persona que andaba buscando. Es la asesina de mi padre».

Le cuento en pocas palabras todo lo que me ha revelado Azazel. Kai me escucha en silencio, sombrío.

«Está loca, ¿verdad?», concluyo. «No puede ser verdad todo lo que me ha contado».

—Es muy posible que haya perdido el juicio, sí —admite Kai—. Les pasa a veces a los ángeles y demonios más antiguos. Son demasiadas cosas que recordar. Demasiado para una mente racional. Es inevitable que muchos olviden hechos, o los confundan, reinventando su propio pasado. Sin embargo, tiene cierto sentido.

«¿El qué? ¿Angeles y demonios procreando para dar a luz a los primeros humanos?».

Kai hace un elocuente gesto de repugnancia.

—Sí, lo sé; dicho así, suena asqueroso. No obstante, no hay nada que afirme que es totalmente imposible, y, por otro lado, los humanos siempre habéis sido un misterio para nosotros. Hay quien afirma que sois un elemento ajeno, que no deberíais estar aquí.

«¿Un elemento ajeno?», repito. «¿Ajeno a qué?»

—A la creación, por supuesto. Piénsalo: no aceptáis el mundo tal como es, no asumís el rol que os toca, no os conformáis con cazar o ser cazados. Los ángeles conservan el mundo, nosotros lo destruimos. Vosotros… lo transformáis, como si este no fuera un mundo hecho a vuestra medida, como si no os gustase tal como es… como si os sintieseis incómodos en él.

»Un elemento ajeno no es el que vino después. Las especies crecen, evolucionan a lo largo de cientos de miles de años; algunas desaparecen y nacen otras nuevas. Pero todas ellas ocupan un lugar en el mundo. No aspiran a gobernarlo todo, no lo cambian radicalmente a su antojo, ignorando por completo las leyes naturales. Hay quien afirma, en ambos bandos, que vosotros no podéis ser «hijos de Dios», como muchos os proclamáis. ¿Qué clase de dios crearía una raza capaz de aniquilar en tan poco tiempo miles de especies que tardaron millones de años en evolucionar hasta su estado actual? ¿Qué clase de dios introduciría en su hermoso mundo a unas criaturas como vosotros?

«Habló el demonio destructor», replico picado.

—Nosotros, los demonios, utilizamos elementos naturales: el rayo, el tornado, el fuego, el volcán, el maremoto, el seísmo. Pero todo lo que podemos manejar está ya presente en la naturaleza. Nunca introdujimos nada nuevo, porque incluso nosotros sabíamos que había que guardar el equilibrio. Pero si vosotros hubieseis nacido realmente de algo tan antinatural como una relación entre ángeles y demonios, los seres más antagónicos de la creación… entonces tendría sentido que hicierais las cosas que hacéis.

«Venga ya», protesto.

—Piensa en el mito bíblico: el árbol de la ciencia del bien y del mal. El pecado original. ¿Recuerdas lo que hablamos sobre lo absurdo que era que este se transmitiera de padres a hijos? ¿Y si no fuera tan absurdo?

«¿Te refieres a que fuera algo genético?», aventuro pasmado.

—La capacidad de hacer el bien, heredada de los ángeles; la capacidad de destruir, heredada de los demonios. Y a cambio de conjugar en un solo ser dos principios totalmente antagónicos… la contrapartida… el castigo divino…

«La mortalidad», adivino. «Los humanos estamos atados a la materia, no como vosotros».

Kai asiente, satisfecho.

—Es gracioso —dice con una amplia sonrisa—. Si Azazel tiene razón, probablemente no seáis hijos de Dios, como pensáis. Tal vez seáis solo sus nietos.

«No tiene gracia», replico enfadado. «Si fuésemos un elemento ajeno, como dices, los ángeles no nos habrían protegido ni se habrían molestado en contactar con nosotros para hablarnos de Dios».

—Eso es porque la Tercera Ley de la Compensación es la más desconocida de todas.

«¿La tercera ley?», repito, desconcertado. «¿Pero cuántas se supone que hay?».

—Solo tres —responde él con una sonrisa—. La primera: «Cuando un ángel o un demonio muere, otro debe nacer». La segunda: «Siempre debe existir el mismo número de ángeles que de demonios». Y la tercera: «Cualquier elemento ajeno a la creación romperá el equilibrio del mundo». No es que sea una ley conocida, pero, de ser cierta, la ecuación es evidente: los humanos habéis roto el equilibrio del mundo de todas las formas imaginables, por lo que debíais de ser un elemento ajeno. El demonio que me habló de esta tercera ley tenía la teoría de que erais alienígenas - concluye con una carcajada.

«Ja, ja», gruño, de mal humor. «Espera a que regrese a mi nave espacial e informe a mis jefes en mi planeta natal. Volveremos con una flota de millones de naves y os vais a enterar».

—Reconoce que, si Azazel dice la verdad, lo que originaron ella y los suyos no le ha hecho ningún bien al planeta.

«Claro; porque el hecho de que un grupo de ángeles y demonios hippies hagan el amor y no la guerra es la mayor catástrofe planetaria desde el meteorito que exterminó a los dinosaurios», ironizo. «Venga ya; si eso fuera cierto, y fuera tan malo, mi padre no lo habría hecho conscientemente».

Kai se encoge de hombros.

—Míralo de este modo: ya sois siete mil millones de humanos sobre la Tierra. Ya estáis aquí, ya os habéis asentado y no creo que haya nada que hacer al respecto, así que… ¿qué más da que alguien repita la jugada?

Apenas lo estoy escuchando. Me he quedado con algo que ha dicho y que me ha hecho reflexionar sobre un dato importante que tal vez hayamos pasado por alto.

«Nada que hacer al respecto…», murmuro. «Salvo que seas Nebiros y estés trabajando en un virus letal… con la intención, tal vez, de eliminar a la especie humana y restaurar el equilibrio».

Kai me mira fijamente. Sus ojos se han convertido, de nuevo, en dos rendijas rojas.

—Y Nebiros quería matarte —señala—. No porque fueras el hijo de un ángel y una humana, sino… ¡por Lucifer, él lo sabía! Sabía que tu madre era un demonio. Y ordenó que te mataran por eso.

«Bueno, pero ¿qué tiene eso de extraordinario? Si Azazel dice la verdad, todos los humanos lo somos…».

—No, Soo, no es así —me corta él—. Los primeros humanos fueron hijos de ángeles y demonios. Hace millones de años. Desde entonces se han estado reproduciendo entre sí, han evolucionado… Pero tú eres diferente porque no has nacido de humanos, como el resto de los de tu especie en la actualidad, sino que has bebido directamente de la fuente original… del árbol de la ciencia del bien y del mal.

«Genial; soy un nuevo Adán», suspiro. «Pero, vamos a ver, ¿cómo voy a ser como los humanos primitivos? ¿Me ves acaso cara de hombre de Neandertal?».

—Los neandertales se extinguieron, Soo —me corrige Kai—. Tu especie desciende del hombre de Cromagnon. Pero, de todos modos, si Azazel está en lo cierto, yo apostaría por un antepasado anterior. Tal vez el Homo habilis.

«Lo que sea: ¿en serio crees que me parezco a ellos?».

—Olvídate del aspecto externo. Recuerda que nosotros podemos adoptar cualquier forma cuando nos materializamos en un cuerpo físico. Si eres como ellos, lo eres por dentro. Pero no sé qué significa eso, y de todos modos, ya da igual. Después de todo, estás muerta.

«Vaya, muchas gracias por recordármelo».

—En realidad, aunque todo esto es muy interesante, a ti te da más o menos lo mismo. Tu objetivo, si no recuerdo mal, es irte por el túnel de luz, como hacen tarde o temprano todos los fantasmas. Querías vengar la muerte de tu padre. Ya conoces la identidad de su asesina, y resulta que es tu madre, y que Iah-Hel no fue víctima de una retorcida conspiración demoníaca, sino de una diablesa despechada. ¿Qué vas a hacer ahora?

«Buena pregunta», admito. «Todavía quiero vengarme. Por mucho que sea mi madre, si es que lo es de verdad, mató a mi padre, y no puedo dejar las cosas así. Pero tengo que reconocer que, una vez muerto, hay poca cosa que yo pueda hacer al respecto».

—Tampoco es que hubiera mucho que pudieras hacer cuando estabas vivo —bosteza Kai—. Bueno, y si estabas pensando en que yo sea el ejecutor de tu venganza, ya puedes ir olvidándolo.

«Descuida, no era lo que estaba pensando», replico. «Tengo claro que no durarías ni dos segundos frente a Azazel».

En lugar de molestarse, Kai sonríe.

—En tal caso, lo único que te queda por hacer es asumir tu propia muerte de una vez, aceptarla y quedar en paz con el mundo. Quién sabe; tal vez eso haga que se abra el túnel de luz, ¿no crees?

«Hay que ver cuántas ganas tienes de librarte de mí», comento con despecho.

—Reconócelo, estar contigo no me ha traído más que problemas. Como pasa con todos los hombres humanos, debo añadir.

«Y seguro que has conocido a unos cuantos».

—Pues mira, ahora que lo dices, sí. Incluso conviví con uno hace mucho tiempo, y a lo largo de toda su vida.

«Venga ya».

—En serio. —Se encoge de hombros otra vez—. Qué pasa, el chico me gustaba. Y, además, hay que tener en cuenta que no pusimos lo mismo en la relación. El me dedicó toda su vida y para mí, en cambio, aquello fue como un suspiro. Pero eran otros tiempos, supongo.

«Puede que fueran tiempos demasiado remotos como para que los recuerdes», tanteo.

—Lo que recuerdo de mi pasado y lo que he olvidado no es asunto tuyo —replica Kai—. Concéntrate en el túnel de luz, ¿de acuerdo? Olvídate de tu venganza y confórmate con haber resuelto el misterio de la muerte de tu padre. Despierta la parte angélica que hay en ti, ya sabes: paz, armonía, esas cosas.

«¿Por qué tienes tanta prisa por que me vaya?», protesto.

Me mira como si fuese estúpido.

—Porque, mientras estés atado a este mundo, y por tanto a mí, seguiré prisionero de tu encantadora madre. Y no sé si te has dado cuenta, pero eso puede ser mucho tiempo: años, siglos, milenios…

«Es verdad; odio admitirlo, pero no mereces algo así, al menos en lo que a mí respecta», reflexiono. «En estos momentos estoy demasiado desconcertado y furioso como para sentirme en paz conmigo mismo, y mucho menos con mi madre, así que me temo que lo del túnel de luz no va a poder ser; pero veré qué puedo hacer».

—Vale. —Kai bosteza de nuevo y se recuesta sobre las baldosas del suelo—. Voy a dormir un poco, ¿de acuerdo? No hagas mucho ruido.

«Pero, Kai, tú no necesitas…».

—Ya lo sé —me corta él—. Buenas noches.

Cierra los ojos y sus alas caen sobre su espalda, envolviéndolo en un manto de oscuridad. No añado nada más. Es cierto que nunca antes lo había visto dormir, y llegué a pensar que no lo hacía jamás, pero puede que estuviera equivocado. Después de todo, aunque los ángeles y los demonios no necesiten descansar, puede que les apetezca hacerlo de vez en cuando. Mi padre echaba alguna cabezada si le apetecía, así que no hay razones para pensar que Kai pueda estar más débil de lo conveniente. Quizá sea la proximidad del entramado de espadas angélicas que se oculta tras las paredes. Quizá…

Lo contemplo un momento, dormido, y me pregunto si será verdad que fue capaz de convivir con un hombre humano durante toda la vida de el. Es cierto que eso debe de ser un suspiro para alguien que ha vivido decenas de miles de años, pero aun así me resulta extraño… o quizá no tanto.

Si Azazel no miente, hay algo demoníaco en cada uno de nosotros.

No quiero parecerme a Azazel, no quiero creer que ella sea mi madre. Pero, si su historia es cierta, no soy tan diferente de Kai como yo pensaba.

Nadie lo es.

Reflexiono sobre lo que debo hacer a continuación, pero no se me ocurre ninguna idea brillante. No creo que tenga mucho sentido suplicarle a Azazel que libere a Kai. Se ha empeñado en conservarme a su lado, y sabe que él no se va a quedar en Villa Diavola por propia voluntad.

¿Qué puedo hacer?

«Ven, Soo», dice de pronto una voz en mi mente.

Doy un respingo y miro a mi alrededor, pero Kai sigue durmiendo, y no veo a nadie más.

«Ven», repite la voz. Es una voz profunda, imperiosa y da mucho miedo, creedme; de modo que me quedo en el sitio, temblando, sin la menor intención de obedecerla.

«Sal de ahí», insiste la voz. «Tenemos que hablar».

«¿Quién eres? », interrogo amedrentado. «¿Dónde estás?».

El desconocido se ríe, y es una risa oscura y llena de malas vibraciones.

«Soy alguien que lleva mucho tiempo buscándote», responde. «Y estoy al otro lado de la puerta; fuera de la celda, porque soy un demonio y las espadas angélicas que defienden las paredes me matarían si osase atravesarlas. Así que tendrás que salir tú al pasillo para que hablemos».

«Tiene sentido», respondo, «salvo por el hecho de que yo no sé si quiero hablar contigo».

Y me vuelvo hacia Kai, dispuesto a despertarlo.

«No te lo volveré a repetir», dice el demonio, y su voz hace temblar mi esencia de puro terror. «Sal de la celda».

Cuando me quiero dar cuenta, estoy atravesando la pared, porque siento, porque sé que no puedo desobedecer al dueño de esa voz. Es demasiado poderoso. Demasiado terrible. Es…

… ahogo una exclamación de terror y de sorpresa.

Es una sombra. No, mejor dicho, una Sombra, así, con mayúscula. Tiene forma vagamente humana y flota en el aire, como yo. Su silueta, más negra que el corazón de Lucifer, exhibe dos impresionantes alas que recuerdan a las de un murciélago. Sus ojos, rojos como el mismo infierno, me miran irritados, y me dejan paralizada de puro terror.

Es un demonio en forma pura. Un demonio sin cuerpo. Un demonio mostrando su auténtico aspecto, que solo sus congéneres, los ángeles y los fantasmas como yo podemos contemplar.

Así es la verdadera esencia de todos los demonios. Incluida Azazel. Incluido Kai.

«Eres obstinado», comenta el visitante. Estoy tan aterrorizado que no puedo ni hablar, pero a él no parece importarle. Debe de estar ya acostumbrado a que los humanos reaccionemos así ante su presencia. «Me llamo Astaroth; tu especie me concedió en tiempos pasados el título de Gran Duque del Infierno».

¡Astaroth! ¿He oído bien? ¿Estará de broma? ¿Estoy soñando?

Astaroth es el nombre de uno de los señores demoníacos más poderosos que existen. Si en algún momento de la historia alguien ha estado medio cerca de arrebatarle a Lucifer el trono del infierno, ese es Astaroth. Su gloria y su poder no pueden compararse con los de nadie más en el mundo demoníaco, excepto, tal vez, Belcebú, o Belial, en tiempos antiguos.

¡Y está aquí! ¡En Villa Diavola! ¡Delante de mí! ¡Hablándome! Pero ¿por qué?

«No suelo perder el tiempo con humanos», prosigue, «ni mucho menos deslizarme en secreto, como un ladrón, en la guarida de un demonio caído en desgracia. Así que espero que comprendas que, si lo he hecho esta vez, es porque se trata de un asunto de suma importancia. ¿Lo entiendes?».

Asiento, pero a mis neuronas les sigue costando trabajo unir dos ideas coherentes.

«¿Sabes quién soy?», me pregunta. Asiento de nuevo, débilmente, pero él niega con la cabeza. «No me refiero a mi nombre ni a mi condición. Te estoy preguntando… si sabes cuál es mi relación contigo».

¿Relación…? Me muero de miedo solo de imaginar que pueda haber alguna relación entre Astaroth y yo, del tipo que sea.

«Yo le ordené a Kai que te protegiera, por medio de Sehun», me revela, para mi sorpresa. «Cuando los esbirros de Nebiros te mataron, yo le envié a averiguar quién estaba detrás de tu muerte. Yo te quería vivo, Soo. Te necesitaba vivo. Pero subestimé el poder de mis enemigos, y acabaron contigo antes de que pudiera hacer nada al respecto».

No me lo puedo creer. Entonces, ¿Astaroth era el «jefe» de Kai? ¿Y qué quiere decir con eso de que me necesitaba vivo? ¿Se está quedando conmigo, o qué?

Astaroth sigue hablando:

«Gracias a Kai obtuve información muy valiosa acerca de la identidad y los planes de mis enemigos. Sin embargo, aún quedan cabos por atar. Tendréis que trabajar para mí una vez más». Una vez más, dice. ¡Como si hubiésemos tenido elección en algún momento!

«Hay algo que debes hacer por mí antes de que el túnel se abra para ti», prosigue el demonio. «Algo que solo tú y tu enlace podéis hacer. Pero, para poder explicarte de qué se trata, primero he de mostrarte algo. Acompáñame».

Levita un poco más alto, esperando, supongo, que le siga. Por fin mi mente consigue hilar un par de frases entrecortadas:

«Pero mi enlace… Kai… no puedo…».

«Podrás si yo te enlazo a mí un instante. Así».

Noto un estremecimiento en toda mi esencia, mi espíritu, mi ectoplasma o lo que quiera que sea. De pronto, algo me empuja a mirar a Astaroth y a acercarme un poco más a él, como si el Duque del Infierno estuviese tirando de mí.

«¿Preparado?», pregunta, y antes de que pueda hablar, echa a volar. Y yo tras él.

Volar , en realidad, es un eufemismo para lo que estamos haciendo. Nos desplazamos a la velocidad de la luz, dejando atrás Villa Diavola, Florencia, Italia, Europa en apenas unas centésimas de segundo. Un destello azul es todo cuanto veo del océano. Y cuando quiero darme cuenta, estamos en otro lugar, en medio de una exuberante selva, descendiendo cada vez más despacio.

Por primera vez desde mi muerte, me alegro de no tener ya estómago. De lo contrario, a estas alturas estaría echando hasta la primera papilla.

Miro a mi alrededor, intimidada. Nos encontramos en lo que parecen las ruinas de una gran pirámide escalonada.

«¿Inca?», me pregunto, pero Astaroth capta mi pensamiento y responde:

«Maya».

«¿Qué… qué hemos venido a hacer aquí?», me atrevo a preguntar.

La sombra de Astaroth se desliza con suavidad sobre las piedras milenarias cubiertas de liquen. Yo le sigo de cerca.

«Supongo que Azazel te habrá contado algunas cosas», responde él. Parece que se le va pasando el enfado, porque su voz suena casi amable. Recuerdo otra vez que, según parece, Astaroth quería protegerme y que, si ahora estoy muerto, es porque no seguí sus instrucciones y me fui detrás del primer niño simpático que me dijo que era un ángel.

Lo miro con curiosidad.

«Me ha dicho que es mi madre», respondo, «y que mató a mi padre. Me ha contado que los humanos descendemos de un cruce entre ángeles y demonios. Pero no sé si creerla», añado, y aguardo, expectante, a que confirme o desmienta la historia de Azazel.

Pero me llevo un chasco.

«Eso es lo que ella dice, en efecto. Y otros ángeles y demonios cuentan otras historias. Nadie puede saber qué hay de verdad en cada una de ellas, si es que hay algo, porque hemos olvidado lo que sucedió entonces».

«Eso quiere decir que probablemente esté mintiendo…».

«Puedo asegurarte dos cosas, Soo», contesta Astaroth. «Azazel es tu madre y ordenó matar a tu padre. Pero, respecto al origen de tu especie, me temo que no soy yo quien debe responder a esa pregunta».

«¿Entonces, quién?», interrogo.

Astaroth vuelve hacia mí sus ojos como brasas, y uraría que sonríe.

«El único que recuerda todo lo que pasó. Hasta el último detalle».

«¿Lucifer?», pregunto, asustado, y entonces se me ocurre otra idea aún más fascinante: «¿Dios?».

«Ni uno ni otro», responde Astaroth. «Aunque sí puedo decirte que Lucifer olvidó hace ya tiempo el secreto que ocultan los restos de esta pirámide, y que si alguien puede hablar de Dios y recordar qué aspecto tiene, es aquel que mora en su interior».

Y atraviesa la pared como si fuera humo. Me quedo un instante en el exterior, dudando. Seguir al Gran Duque del Infierno al interior de una ruinosa pirámide maya no tiene pinta de ser una buena idea. Claro que soy un fantasma y en teoría ya no puede hacerme daño, pero aun así…

Pronto queda claro que no puedo opinar al respecto. La cadena invisible que me une a Astaroth tira de mí y me obliga a seguirle, atravesando el muro y hundiéndome en la oscuridad.

A pesar de que, como fantasma, soy perfectamente capaz de desenvolverme bien hasta en la más negra de las noches, este túnel me asusta. Es opresivo y angustioso, como si nadie hubiese entrado aquí en cientos de años. Y probablemente así sea, comprendo de pronto. Hemos entrado atravesando una pared. Seguro que Astaroth no lo ha hecho así para demostrarme lo poderoso que es, sino porque no hay ninguna entrada. El lugar al que nos dirigimos está totalmente sellado, como una tumba. ¿Cómo es posible que viva alguien aquí dentro?

Observo a mi guía con aprensión. A pesar de que el túnel está oscuro como la boca de un lobo, distingo perfectamente sus contornos, porque su esencia es todavía más tenebrosa que la más profunda oscuridad.

No resulta un pensamiento agradable. Estoy siguiendo a un demonio poderoso, y seguimos bajando y bajando por un túnel que parece el camino al mismo infierno.

Astaroth debe de haber captado mis pensamientos de nuevo, porque dice con una suave risa:

«No andas muy desencaminado, joven humano. Los antiguos mayas creyeron que esta era la antesala de Xibalba, el inframundo. Vieron a un héroe sabio y poderoso adentrarse por este túnel y, como no volvió a salir, sellaron la entrada. Nadie ha vuelto a abrirla en mil quinientos años».

«Se me ocurren dos posibilidades», comento. «O bien ese héroe era humano y la palmó aquí dentro, o bien era uno de vosotros, entró bajo cualquiera de sus encarnaciones y volvió a salir como espíritu, sin que nadie pudiera verlo».

«Ni lo uno ni lo otro», vuelve a repetir Astaroth.

Sigo dándole vueltas mientras descendemos cada vez más hacia el corazón de la pirámide. Estoy convencido de que hace ya un buen rato que nos movemos bajo tierra, pero Astaroth continúa avanzando, a veces por el túnel, a veces atravesando muros o lugares donde el techo se ha derrumbado parcialmente, impidiendo el paso a cualquier criatura corpórea. Pero nada puede detenernos a nosotros, demonio y fantasma, en nuestro camino hacia Xibalba.

«¿Qué vamos a encontrar ahí abajo?», pregunto cada vez más inquieto. La única solución que se me ocurre al acertijo del héroe que no volvió a salir es que nunca llegara a entrar. A saber qué clase de bestia parda está encerrada aquí abajo. Como para pensárselo dos veces, incluso si eres un héroe sabio y poderoso.

«La respuesta a muchas de tus preguntas», dice Astaroth.

Pese a lo que pueda parecer, eso no me tranquiliza; más bien al contrario.

Por fin, el túnel se ensancha hasta formar una gran sala. Como todo en el interior de la pirámide, está sumida en la más completa oscuridad. Y, sin embargo, mi percepción de espíritu es capaz de apreciar hasta el mínimo detalle, desde las fabulosas pinturas de las paredes o el intrincado dibujo de las baldosas del suelo, hasta las telarañas que se extienden, como velas fantasmales, por todos los rincones de la estancia. No quiero imaginar qué tipo de araña sería capaz de crear telas como estas en una oscuridad absoluta, pero eso no es lo más importante ahora. Porque en el centro de la estancia, yaciendo sobre un trono de piedra, hay alguien.

A simple vista parece muerto. Sus ropas están hechas jirones, como si llevara siglos sin cambiárselas. Tiene los ojos cerrados y su piel está pálida y demacrada, como la piel de alguien increíblemente viejo. Su cabello cano es tan largo que llega hasta el suelo y cubre buena parte de él, confundiéndose con la espesa maraña de telarañas que ha invadido la habitación, y que también alcanza a la figura del trono. Cualquiera diría que es una momia olvidada aquí abajo mucho tiempo atrás.

Pero no es una momia. No es un cadáver. Está vivo.

Lo sé porque su cuerpo despide un leve resplandor pálido.

No puede ser.

Me acerco para verlo mejor.

No puede ser. Es un ángel.

Lo que había tomado por una larga melena no es tal. Son unas grandes alas de plumas, encrespadas, que parecen haber sido de colores hace mucho tiempo, pero que ahora se han tornado en un mustio color gris. Y no, no son alas de luz, como las de todos los ángeles que he visto hasta ahora. Son alas de verdad, reliquias de un tiempo remoto, de mitos y maravillas, en el que los ángeles y los demonios podían adoptar formas aladas y mostrarse así ante los humanos. Y este ángel caminó entre los mortales bajo el aspecto de un alto e imponente ser alado…

… y era el héroe que entró en la pirámide y nunca más volvió. No salió como espíritu ni murió aquí dentro. Se quedó encerrado en esta misma habitación.

Y lleva aquí mil quinientos años, comprendo, lleno de espanto.

«¿Qué le pasa? ¿Por qué no ha salido de aquí? ¿No puede regresar al estado espiritual? ¿Quién lo encerró en la pirámide? ¡Tenemos que ayudarle!».

Un torrente de pensamientos atropellados se acumula en mi mente. Muchas preguntas y ninguna respuesta. Y una terrible angustia por el angélico prisionero que, cubierto de mugre y telarañas, ve pasar los días, y los años, y los siglos, desde su trono de piedra.

«Cálmate», responde Astaroth. «Está aquí por voluntad propia. Se encerró aquí en vida porque así lo quiso, y tuvo tiempo de sobra para pasar al estado espiritual y escapar al exterior si así lo hubiese deseado. Y aunque ahora ya esté atrapado en su forma actual, me consta que no quiere salir de aquí. Se lo ofrecí yo cuando lo encontré y declinó la oferta».

«Pero… pero… ¿por qué?», pregunto, desolado.

«Por la memoria», responde Astaroth. «Cuando los ángeles empezaron a perder la memoria, uno de ellos decidió que no permitiría que la suya se corrompiese con más recuerdos, y eligió enterrarse en vida para preservar intacto todo lo que sabía. Tanto Miguel como Lucifer sabían que estaba aquí, porque él sacrificó su vida para conservar la memoria de ambas especies, que es también la memoria del mundo. Desde entonces no ha permitido que entre más información en su mente. Por lo que a él respecta, las ruinas que hemos visto ahí fuera siguen siendo una

próspera ciudad maya. Su memoria histórica se detuvo hace mil quinientos años. Pero, a cambio, conserva recuerdos de todo lo anterior». Me mira un momento, con los ojos relucientes. «Desde el principio de los tiempos», añade.

«¿Y cómo es posible, entonces, que tanto ángeles como demonios hayáis olvidado vuestros orígenes, si él estaba aquí para recordároslos?», le pregunto con cierto escepticismo.

Astaroth sonríe.

«Porque no contó con la memoria de los que se quedaron fuera», responde solamente.

La angustia y el horror vuelven a recorrer mi esencia de fantasma.

«¡Lo olvidaron aquí dentro!», comprendo. «¡Se olvidaron de que estaba aquí!». Observo al pobre ángel, lleno de compasión. «Pero… pero… ¿quién es?».

«Es Metatrón», dice Astaroth. «La voz de Dios».

Me quedaría sin respiración, si aún pudiese respirar.

Metatrón. El Rey de los Angeles. El más poderoso de todos.

Sacudo la cabeza. Son demasiadas revelaciones sorprendentes para asimilarlas todas, por lo que trato de ordenar mis pensamientos.

«He oído hablar de Metatrón», comento con suavidad. «Pero creí que era un mito. Después de todo, se supone que es el Rey de los Angeles, pero en la práctica parece que no hay nadie por encima de Miguel… salvo Dios, claro, esté donde esté».

«Eso es porque Metatrón jamás se involucró en la lucha contra mi gente», me responde Astaroth. «Nunca fue un combatiente. Era el más grande de todos los ángeles, y su trabajo consistía en conocer con todo detalle la creación de Dios. Cada semilla que germinaba, cada insecto que moría… nada de eso se hacía sin que Metatrón lo supiese. No es el Rey de los Angeles porque sea el más poderoso, sino porque era el más sabio».

«¿Era?», repito.

Astaroth me mira con sus ojos abrasadores, y en la silueta oscura de su rostro puedo adivinar una

sardónica sonrisa.

«Lleva un desfase de mil quinientos años», me recuerda. «No estoy seguro de que esté preparado para enfrentarse al mundo moderno. Han cambiado muchas cosas desde su época».

«Comprendo», asiento.

«Pero acércate y salúdale, niño», me anima el demonio. «Pregúntale cualquier cosa acerca del pasado. Te responderá, y sus respuestas te brindarán más de una sorpresa».

Titubeante, me acerco al ángel del trono de piedra. «Buenas tardes», le digo. «Me llamo Soo».

Enseguida me pregunto dos cosas:

1) Si tiene sentido decirle «buenas tardes» a alguien que lleva milenio y medio sumido en una noche perpetua.

2) Si un ángel como él querrá hablar con un simple fantasma como yo.

Pero Metatrón alza hacia mí su rostro casi cadavérico y me mira con unos ojos totalmente blancos, sin iris ni pupila. Inmediatamente entiendo que no puede verme. No con los ojos, al menos, aunque muy probablemente su esencia angélica pueda detectarme sin problemas.

También él sufre la Plaga. De lo contrario, no estaría atrapado en un cuerpo tan abandonado, habría podido pasar al estado espiritual en cualquier momento y regresar en un envoltorio mejor.

—Habla, alma perdida —dice entonces, sobresaltándome; es una voz que parece más un agónico jadeo, un silbido que se escapa entre sus labios agrietados, como si pronunciar cada palabra le costara un titánico esfuerzo. Vuelvo la mirada hacia Astaroth, interrogante, pero él niega con la cabeza, prohibiéndome toda posibilidad de retirada. Dudo. Por un lado, ardo en deseos de preguntarle cosas, de conocer la verdad, y además es lo que quiere Astaroth que haga, y no creo que sea buena idea contrariarle. Pero, por otro lado, me sabe fatal por este pobre ángel y no quiero hacerle hablar más de lo necesario.

Además, tampoco estoy seguro de que me guste lo que tiene que contarme.

Cierro los ojos un instante. Este es el momento perfecto para respirar hondo, pero claro, eso es algo que ya no puedo hacer, por lo que me conformo con contar hasta tres, volver a abrir los ojos y preguntar:

«¿Es cierto que lo recuerdas todo, desde el principio de los tiempos?».

—No —responde Metatrón—. Recuerdo la historia del mundo desde la aparición de la vida. Porque nosotros surgimos con ella.

«¿Nosotros?».

—Los ángeles y los demonios. Los guardianes y los destructores. El orden y el caos. La estabilidad y el cambio…

Pronuncia cada pareja de términos con dificultad, y asiento enérgicamente para hacerle entender que lo he comprendido, que no hace falta que se esfuerce más. Sin embargo, Metatrón parece experimentar la necesidad de continuar hasta el final.

—La luz y la oscuridad —concluye en un susurro.

He venido a preguntarle por el origen del ser humano, para saber si Azazel miente o no, pero no puedo desaprovechar esta ocasión:

«¿Y dónde estaba Dios entonces?», pregunto.

—Donde está ahora —responde Metatrón—. Donde ha estado siempre.

«¿En el cielo?».

Sus labios resecos se curvan en una sonrisa.

—En todas partes. En la vida misma. En el mundo. En todos nosotros.

Abro la boca, perplejo. No es la respuesta que esperaba, y me siento un poco decepcionado. Había supuesto que sería capaz de darme una localización concreta, o decir simplemente «Dios no existe», no algo tan abstracto como… ¿en todas partes?

—Dios lo es todo —prosigue Metatrón—. Dios es su propia creación.

Me siento incómodo. Astaroth ha dicho que fue un ángel sabio en el pasado. Vete tú a saber si no se le ha ido la olla de estar tanto tiempo encerrado. Quizá confunda ideas. Quizá no haya entendido del todo mi pregunta.

Pero entonces recuerdo que mi padre pasó más de una década buscando a Dios, y que dejó de visitar templos para caminar por espacios naturales vírgenes buscando a Dios en lo que quedaba de su creación. En lo poco que los humanos no habíamos tocado aún.

¿Y si Metatrón tiene razón? ¿Y si mi padre lo intuyó en los últimos años de su vida? ¡Ejem! Es algo demasiado complicado para mí, así que será mejor pasar a otros asuntos menos espinosos.

«¿Y qué fue del ser humano? ¿De dónde surgimos? ¿Fuimos creados del barro, evolucionamos del mono?».

—Nacisteis de la Tregua —responde Metatrón—. Grupos de ángeles y demonios conviviendo juntos. Los primeros humanos fueron sus hijos.

Niego con la cabeza. Por mucho que sea Metatrón quien me lo diga, me cuesta imaginarlo.

«¿Quieres decir que tenemos sangre demoníaca?».

Metatrón vuelve a sonreír, pero no responde. Ha hablado con claridad y no tiene sentido que lo vuelva a repetir. No es que yo no lo haya oído o no lo haya entendido. Es que no quiero creerlo.

—Y también sangre angélica —añade él—. Sois los hijos del equilibrio. Como especie, habéis provocado una gran destrucción a lo largo de vuestra historia, pero también sois capaces de cuidar y conservar este hermoso mundo. Casi mejor que nosotros, los ángeles.

Empiezo a sentirme incómodo y a desear que no salga de su pirámide nunca más. Si viera en qué hemos convertido el mundo desde que él se encerró aquí, no tendría esa opinión de nosotros, seguro.

«Nos has llamado hijos del equilibrio», le recuerdo. «¿Qué quiere decir eso exactamente? ¿No sois los ángeles el equilibrio, y los demonios, la destrucción?».

—No —responde Metatrón; inspira hondo, preparándose para hablar largo rato—. El mundo ha sido siempre así desde la aparición de la vida. Las criaturas nacen y mueren. Ninguna criatura puede sobrevivir sin alimentarse de otra, directa o indirectamente. Para que las criaturas existan, otras tienen que morir. Nosotros estamos en el mundo para que las criaturas vivan. Los demonios están en el mundo para que las criaturas mueran. Si los ángeles no existiésemos, nuestro planeta acabaría por convertirse en un mundo muerto. Si los demonios no existiesen, las criaturas crecerían y se reproducirían sin control, y el planeta no podría sustentarlas a todas. Somos los dos extremos de la balanza. La existencia de unos y otros garantiza el equilibrio del mundo.

«Entonces, ¿los demonios no son ángeles caídos?».

Metatrón niega con la cabeza.

—Nunca lo fueron —responde—. Pero los ángeles amamos tanto la vida que muchos no pueden aceptar la idea de que la existencia de los demonios sea necesaria para el equilibrio del mundo. Yo lo sé, lo entiendo y lo acepto —añade—, porque estaba allí y lo recuerdo.

«¿Estabas dónde?».

—Allí —contesta Metatrón en un susurro—, cuando apareció el primer organismo vivo. Yo nací con él. Y el primer demonio —añade— nació cuando un organismo vivo murió por primera vez. Somos los espíritus del nacimiento y de la muerte, de la conservación y del cambio. Emanamos de Dios cuando la faz de este planeta comenzó a cambiar y lo transformó en un mundo vivo.

Le escucho, fascinado, tratando de imaginar cómo debe de haber sido eso.

«Y ese primer demonio… ¿era Lucifer?».

—No. No sé qué fue de aquel demonio y, por otro lado, entonces no teníamos nombre. Lucifer fue quien inició una guerra abierta contra los ángeles, mucho tiempo después. Miguel fue el primero que le respondió. Pero no es esa la función para la que fuimos creados. Aunque tenemos propósitos contrarios, no estamos en el mundo para luchar. Nosotros cuidamos del mundo, ellos lo destruyen. Ha de ser así.

Me cuesta mucho trabajo asimilarlo. Además, hay algo que no me cuadra.

«Pero… si sabías todo esto… ¿por qué permitiste que los ángeles y los demonios lucharan durante tanto tiempo?».

Metatrón se ríe, con una risa que parece más bien una tos asmática.

—Soy el más viejo de todos los ángeles —responde con sencillez—. Lo olvidé todo hace mucho, mucho tiempo. Entonces les di la espalda a los combatientes y me dediqué a buscar el modo de recuperar el conocimiento que había perdido. Me fundí con el mundo —recuerda—, y durante decenas de miles de años fui ave, fui árbol, fui insecto y fui mamífero; fui reptil, fui pez, fui hongo, fui hierba y fui anfibio. Lo fui todo, y lo aprendí todo de nuevo. Y cuando regresé al estado espiritual, el mundo había cambiado mucho y los seres humanos ya se extendían por todos sus confines. Para no volver a olvidar nada, me encerré en esta pirámide, dispuesto a compartir mis conocimientos con ángeles y demonios, y también con humanos que quisieran preguntarme. Pero muy pocos han venido hasta mí. Se han acostumbrado a creer que el mundo es como ellos piensan que es, y temen conocer la verdad.

Metatrón calla, exhausto. No quiero hacerle hablar más. No le quedan fuerzas y, de todos modos ¿qué podría decirle? ¿Que si no viene nadie no es porque tengan miedo de la verdad —que también—, sino porque se han olvidado de que sigue aquí?

«Creo que basta por hoy», dice Astaroth a mi espalda, con suavidad.

Retrocedo un poco.

«Gracias, Metatrón», le digo. «Espero poder volver a verte».

Metatrón no responde. Solo sonríe, y después vuelve a dejarse caer sobre su trono de piedra. Y mientras me alejo de nuevo unto a Astaroth, tengo la terrible certeza de que no voy a volver a verle nunca más.

«No es lo que esperaba escuchar», le confieso a Astaroth cuando abandonamos la estancia.

«Pues aún no lo has oído todo», responde él. «Hay cosas que Metatrón no sabe, porque las descubrimos mucho después de que él se encerrara aquí abajo».

Me vuelvo hacia él, suspicaz.

«¿Qué clase de cosas?».

Tarda un poco en responder. Por una parte quiero escucharle, porque sospecho que puede responderme a las preguntas que llevo planteándome desde hace tanto tiempo; pero, por otra, no se me olvida que es un demonio, y de los poderosos. Que aunque ahora se muestre amable y comunicativo, me ha traído aquí a la fuerza.

… a conocer a un ángel, admito para mis adentros, a regañadientes.

Está bien, decidido. Escucharé lo que tenga que decirme.

«¿Qué clase de… cosas?», repito, esta vez con más suavidad.

«Acerca de los humanos», responde él. «Los hijos del equilibrio, ¿recuerdas? Bueno… fue así, pero solo al principio. Pero… tu especie no tardó en, por decirlo de algún modo, inclinarse hacia uno de los dos lados de la balanza».

No necesito que me diga cuál. Me lo imagino.

«¿Y eso por qué fue, si puede saberse?», pregunto con algo de escepticismo. Toda mi buena voluntad empieza a esfumarse otra vez.

«Porque, a lo largo de la historia de la humanidad, han sido muchos los demonios que han mezclado su sangre con la vuestra. Diablesas aburridas, demonios lujuriosos… Generación tras generación, siempre ha habido demonios que han dejado su semilla en vosotros. Los ángeles, en cambio, solo lo hacían en muy contadas ocasiones. A estas alturas, los seres humanos sois incluso más peligrosos que nosotros, los demonios, porque vuestra sangre angélica está demasiado diluida, pero vuestra herencia demoníaca sigue intacta, y cada vez más fuerte… y porque no tenéis medida. Nosotros somos crueles y destructivos, pero nunca hemos roto las leyes naturales, porque los ángeles estaban allí para impedirlo. Ellos nos contenían a nosotros, y nosotros los conteníamos a ellos. Vosotros no tenéis a nadie que os frene. Y sí, estáis destruyendo el mundo. En unos cuantos milenios habéis conseguido lo que los demonios no han logrado en toda su existencia de millones de años».

«Ah, claro, y me imagino que estaréis muy contentos», replico con sarcasmo.

«La mayoría sí, pero los que tenemos un poco más de perspectiva somos capaces de darnos cuenta de que esto es una catástrofe. Ya has oído a Metatrón: los demonios nacimos con la primera muerte de un organismo vivo. Cuando ya no quede nada vivo en este planeta, a los demonios no nos quedará nada por destruir, no seremos necesarios y nos extinguiremos. Ya nos está pasando. La Plaga que está azotando a los ángeles se cierne también sobre nosotros. Y es precisamente porque los ángeles están desapareciendo. Porque vosotros los estáis matando».

Ah, vamos, esto es demasiado. Los demonios llevan matando ángeles desde que tienen memoria.

¿Cómo se atreve Astaroth a insinuar que la extinción de los ángeles es culpa nuestra?

«¿Nosotros? », protesto, enfadado. «¿Cómo que nosotros? ¡Ya vale de cargarnos las culpas! ¿Cómo vamos a ser más malvados que los mismos demonios? ¿Cómo vamos a estar exterminando a los ángeles, si la gran mayoría de la gente no sabe ni que existen?».

«Porque estáis destruyendo el planeta, Soo. Miles de especies extinguidas a causa del ser humano. Millones de criaturas asesinadas por los humanos cada día. Los ángeles respiran la vida. Cuanto más enfermo esté el planeta, cuanto más se acelere su destrucción, más deprisa sucumbirán. La creación muere, y los ángeles que debían cuidarla mueren con ella. Y cuando ellos ya no estén, nosotros iremos detrás».

Me detengo y lo miro, impresionado.

«No… no puedes estar hablando en serio», balbuceo.

«Muy en serio. Al principio, cuando tus antepasados empezaron a cazar sin medida y aniquilaron a gran parte de la megafauna del planeta, los demonios nos hicimos más fuertes y poderosos. Muchos celebramos el gran hallazgo de Azazel y los suyos. Sí…, mientras ellos sufrían tormentos en el infierno, los demás observábamos a los humanos, encantados. Los animábamos, los alentábamos y nos mezclábamos con ellos. Para cuando los ángeles quisieron intervenir, ya era demasiado tarde».

Me cuesta creerlo y asimilarlo. Porque Astaroth no está hablando de los tiempos modernos. Está hablando de la prehistoria. Está insinuando que los humanos ya provocábamos extinciones en masa cuando nuestras armas de destrucción más mortíferas eran piedras y palos. Es absurdo. Sin embargo, mi padre me habló alguna vez de la megafauna prehistórica. Lobos del tamaño de osos. Perezosos de tres metros de alto. Armadillos tan grandes como coches. Los mamuts y toda su parentela. Y los uros. Manadas enteras de uros, una especie parecida al buey, enormes y magníficos, que en tiempos pasados poblaron las praderas de toda Europa.

A mi padre, según me contó en cierta ocasión, le gustaban mucho los uros.

Todas esas especies llevaban habitando la Tierra cientos de miles de años y, sin embargo, no tardaron en extinguirse cuando el ser humano salió de África y empezó a poblar otros continentes. ¿Casualidad?

«¿Insinúas que exterminamos a todos esos animales cuando ni siquiera teníamos medios para ello?», protesto, indignado.

Astaroth se ríe.

«Oh, sí que teníais medios», me contradice. «El raciocinio. El libre albedrío. La ambición. La crueldad. Y la ignorancia. Con eso os bastó. Con todo, debo decir que el debate acerca de la bondad o la maldad del ser humano nos ha entretenido durante siglos. Vuestros defensores entre los demonios y vuestros detractores entre los ángeles forman el bando de los que opinan que sois una auténtica catástrofe para el mundo, y que lo erais ya en tiempos prehistóricos. Por el contrario, los que piensan que no sois tan malos hablan a vuestro favor en círculos angélicos, y en vuestra contra en ambientes demoníacos».

«Es un galimatías», opino.

«La extinción de la megafauna prehistórica fue el primer aviso», prosigue Astaroth. «Pero, aun entonces, todavía vivíais más o menos en armonía con la naturaleza. Luego, empezasteis a asentaros, y aprendisteis a cultivar, y a criar animales, y a construir ciudades. Y pese a que seguíais destruyendo sin medida, a los ángeles les encantaron algunos de vuestros logros. El arte, el lenguaje, la espiritualidad, la filosofía… incluso la técnica. Estabais creando cosas nuevas, Soo. A algunos ángeles eso les asustó, pero otros vieron en vosotros la manifestación más clara del poder de Dios.

»No obstante, a estas alturas, ya es inevitable darse cuenta de lo que estáis haciendo. Porque ya no os limitáis a matar a otros seres vivos sin control. Destruís su entorno, y a menudo lo hacéis de manera irreversible. Y eso es lo peor. Ha habido otras grandes extinciones en nuestro planeta… catástrofes que han estado a punto de acabar con toda la vida que medraba en él. Todo ello sucedió millones de años antes de que aparecieran los primeros humanos, pero no fue irreversible. En todos aquellos casos, la vida tenía oportunidad de resurgir, y lo hizo… los ángeles se esforzaron mucho para que nuestro mundo resucitase, una y otra vez. Sin embargo…vosotros no solo destruís la vida, sino que estáis atacando a las mismas condiciones necesarias para que la vida exista: la tierra, el aire, el mar. Algo que ni el mismo Lucifer se habría atrevido a hacer. Y lo más desconcertante de todo es que no parecéis ser conscientes de ello, que no es ese vuestro objetivo. Se trata, simplemente, de que vuestra forma de vida, vuestra simple existencia, es una mala noticia para el resto del planeta. E incluso los demonios nos hemos dado cuenta del peligro que supone eso para todos, también para nosotros. Nos hicisteis poderosos en tiempos pasados, pero ahora nuestra fuerza está menguando, porque no existe la muerte sin la vida. A la larga, si esto sigue así, los demonios nos extinguiremos también.

»Evidentemente, yo no soy el único que se ha percatado del desastre que estáis provocando. En ambos bandos hay gente que lo tiene presente. Y no van a esperar a que lo solucionéis, Soo. Están actuando ya».

Una pieza más encaja.

«El virus», murmuro. «El virus que debía eliminar a todos los seres humanos del planeta…».

«… para salvarlo, sí», asiente Astaroth. «Ese es el plan de Nebiros, del cual me enteré gracias a Kai y a ti. Pero, en primer lugar, Nebiros no está solo, y en segundo lugar, no es el único que tiene un plan».

En ese momento salimos al exterior, atravesando una de las paredes de piedra de la pirámide. La luz del sol golpea mi esencia como una revelación y recuerdo, de pronto, la conspiración de Astaroth, aquello que se traía entre manos y de lo cual Sehun no nos quiso dar detalles.

Supusimos que estaba tratando de asaltar el trono del infierno, ocupar el lugar de Lucifer, pero, si hay algo de verdad en toda esta locura, sus intenciones van mucho más allá.

«Nosotros pensamos que hay otra manera de salvar el mundo. Es arriesgado, y nada nos garantiza que vaya a funcionar, pero hemos de intentarlo. Todos aquellos a quienes les caéis bien los humanos, en uno y otro bando, estarían de acuerdo en que hay que probarlo, al menos. No obstante, es un plan audaz y temerario, y no cuenta, por el momento, con la aprobación de nuestros líderes. Por eso era, y sigue siendo, un plan secreto».

«Salvar el mundo…», repito anonadado, «sin eliminar a los humanos…».

Tengo una sospecha acerca de lo que quiere decir. Es una locura, pero es lo único que tiene algo de sentido. Lo que pretende Astaroth… lo que están haciendo él y su gente…

«Recrear el origen del ser humano», me confirma. «Recrear las comunidades que surgieron durante la Tregua. Que vuelvan a nacer los hijos del equilibrio. Niños con suficiente sangre angélica como para reequilibrar la balanza. Ese es nuestro plan».

De nuevo, me quedo helada. Hijos del equilibrio. Niños nacidos de ángeles y demonios. No puede estar hablando en serio.

Hemos pasado de debatir acerca del futuro de los ángeles, del origen de la humanidad y la destrucción del mundo, a… algo tan concreto como el misterio de mi nacimiento, de mi esencia misma.

«Entonces… yo…», murmuro.

El demonio asiente. Flota por encima de la pirámide y contempla, pensativo, la selva tropical que se extiende a nuestros pies. Una selva que, no me cabe duda, era mucho más exuberante en los tiempos en los que Metatrón caminaba por estas tierras, encarnado en un ser alado al que los mayas tenían por un semidiós.

Pero eso no me importa ahora. Junto a Astaroth, el Gran Duque del Infierno, contemplo nuestro mundo y me pregunto cuál es mi lugar en él.

Y, como si hubiese leído mis pensamientos, Astaroth responde:

«Tú fuiste el primera de esa generación de niños. Tu padre, Iah-Hel, era de los nuestros, de lo que se conoce como el Grupo de la Recreación; fue a Florencia para aprender más cosas acerca de aquellos primeros días, de los albores del ser humano. Entre todos los ángeles y demonios implicados, Azazel era la única que recordaba con detalle qué había sucedido. Iah-Hel fue enviado junto a ella para reunir información, para tantearla, para ver, finalmente, si podría estar interesada en unirse a nosotros. Pero… ambos congeniaron mejor de lo que habíamos previsto…y naciste tú. Ya habrás visto que tu madre vive en el pasado, Soo, y que el largo castigo de Lucifer dejó secuelas en ella. Nos pareció demasiado inestable, demasiado peligrosa como para revelarle la verdad y hacerla partícipe de nuestro plan. Y tú eras demasiado valioso como para dejarte con ella. Por eso Iah-Hel te llevó consigo, te alejó de tu madre y pasó toda su vida escondiéndote de ella… hasta que ella os encontró, y le asesinó».

Cierro los ojos, mareado. Es demasiada información, demasiadas cosas que no quiero saber. Pero Astaroth continúa hablando.

«Cuando nos enteramos de la muerte de Iah-Hel, enviamos a alguien a buscarte. Pero no estabas con tu madre, y nadie tenía noticia de ti. Te localizamos finalmente en Berlín; ibas acompañada de un demonio menor, y estabas tratando de averiguar quién estaba detrás de la muerte de tu padre. Descubrimos, para nuestra sorpresa, que había gente interesada en matarte. Sabíamos que Azazel te buscaba también, pero no para matarte, por lo que encargué a Kai que cuidara de ti. Está claro que no lo hizo muy bien».

No respondo. Astaroth sigue hablando, sin piedad: «Después de que te mataran, pedimos a Kai que averiguara quién te quería muerto. Sospechábamos que alguien había descubierto nuestro plan y conocía tus orígenes, y aunque los tiempos han cambiado y la relación entre un ángel y un demonio no se castigaría de la misma manera que en épocas remotas, suponíamos que habría gente, en uno y otro bando, que no lo aprobaría y que podía llegar al extremo de volverse contra nosotros… y contra los nuevos hijos del equilibrio. Pero vuestras pesquisas os llevaron hasta Nebiros y su plan de exterminar a toda la raza humana. Eso al principio nos desconcertó: ¿qué tenía que ver ese proyecto demencial contigo… con nosotros? Pensamos mucho en ello, y creo que por fin hemos dado con la respuesta: Nebiros sabía quién eras y, si prefería verte muerto, se debía a que probablemente eras un peligro para la ejecución de su plan».

«No veo por qué», respondo abatido.

«Es fácil», responde Astaroth. «Ese virus ha sido diseñado para acabar con los humanos, y solo con ellos. Con los humanos actuales, quiero decir. Vosotros… los nuevos hijos del equilibrio… no sois como los humanos actuales. Pertenecéis a otra cepa. Hijos directos de los ángeles y los demonios. Mucho más resistentes. Diferentes al resto. Muy probablemente —sonríe— seáis inmunes al virus de Nebiros».

«Qué bien», comento sin mucho entusiasmo. «Sería una buena noticia, de no ser porque a mí no me sirve de gran cosa: ya estoy muerto».

«Pensé que te interesaría saberlo», añade Astaroth, «porque esa es la razón por la que Nebiros envió a los suyos a matarte, y por la que están matando a los demás».

«¿A los demás?», repito mecánicamente. Hace ya un rato que he perdido la capacidad de sorprenderme. Sospecho que me encuentro en una especie de estado de shock.

«A los demás», confirma el demonio, «porque hay otros como tú. Hijos de ángeles y de demonios, niños que poseen mucho más de la esencia angélica que el resto de los humanos. Son ya cerca de un centenar, y los tenemos bien protegidos. Pese a ello, Nebiros ha logrado matar a una docena, entre los cuales te encuentras tú. Por ese motivo era tan importante que supiéramos quién era nuestro enemigo. Para salvar a los demás niños».

«Bueno», respondo con cierta tristeza. «Por lo menos, mi muerte sirvió de algo».

«», asiente Astaroth con una macabra sonrisa. «Cuando te mataron, pensamos que te habías ido por el túnel de luz. Al final resultó que te quedaste, y nos has sido más útil muerto que vivo».

«Eso no ha sido muy amable por tu parte», replico dolido.

La sombra de Astaroth se estremece con lo que parece ser una grave risa.

«Soy un demonio, Soo. No fui hecho para ser amable».

Pienso inmediatamente en Kai, en que no hace mucho me dijo algo parecido. Y, sin embargo, Kai me ha ayudado… por los motivos que sean, pero ha sido el único que ha estado a mi lado todo este tiempo. ¿Dónde estaba Astaroth cuando me mataron? ¿Dónde estaba cuando iba en busca de los asesinos de mi padre?

«Te equivocas», le digo temblando. «Un demonio puede ser amable, si quiere. Yo lo sé».

Astaroth me responde con una carcajada. Parece que me ha leído el pensamiento, porque responde:

«Te has encariñado con Kai, Soo, y no deberías haberlo hecho. Porque el tiempo que ha pasado contigo es solo un parpadeo comparado con su larga, larguísima vida. Y el rostro que te ha mostrado es solo uno de tantos. No te gustaría conocer los demás».

«¿Por qué no?», lo desafío. «¿No se supone que la labor de los demonios es necesaria para el

equilibrio del mundo?».

«Es necesaria», asiente Astaroth. «Pero nunca se dijo que fuera agradable para los mortales».

No respondo. Pese a ello, el Gran Duque sigue hablando.

«Como comprenderás, cuando Kai empezó a trabajar para mí, investigué un poco sobre él. Ahora mismo, sé más cosas sobre tu enlace que las que él mismo recuerda. ¿Quieres que te las cuente?».

Vacilo.

«No estoy seguro de que…».

«Kai, como todos los ángeles y demonios, ha tenido muchos nombres antiguos. Ha viajado mucho, y se le puede rastrear a través de los mitos de muchas culturas. Siempre apariciones fugaces, siempre encarnado en dioses menores o en semidioses. Pero pasó mucho tiempo entre los del Himalaya. En tiempos antiguos lo llamaron JongIn. Ese fue uno de sus múltiples nombres».

Me mira, pero no reacciono. El nombre no me dice nada.

«JongIn, el dios del rayo, del fuego y de la guerra. Un dios al que le gustaba disfrutar de los placeres de la vida, que se mezcló con los humanos y los gobernó durante generaciones. Y fue un rey tirano y cruel. Utilizaba el trueno y el fuego para destruir con facilidad y despreocupación. Allá donde iba, le seguía un rastro de cenizas. Era egoísta, soberbio y belicoso. Como la mayor parte de nosotros, desde luego. Cientos de personas fueron abatidas por sus rayos. Miles de guerreros fueron a la batalla por su causa. Millones de criaturas perecieron en los incendios que provocaba solo por diversión. Abandonó Asia cuando un ángel lo expulsó de allí. No he logrado averiguar quién fue, pero en la mitología lo recuerdan con el nombre de Suho. Dicen que derrotó a JongIn y que este, avergonzado, se suicidó. Pero en realidad lo que hizo fue renunciar a su cuerpo mortal y regresar al estado espiritual, para volver a materializarse, con otro aspecto, en Europa, donde probablemente adoptó otros muchos nombres antes de ser Kai».

Sigo sin responder.

«Y sí, le gustaban los honbres humanos», prosigue Astaroth. «A pesar de su tendencia natural a la destrucción, adoraba a tu especie, y dicen que le encantaba la buena vida. Reinó en Asia durante muchas generaciones, y en ese tiempo tuvo varias parejas, diablos la mayoría de ellos.

Pero hubo uno de ellos que fue humano, y le fue fiel a lo largo de toda la vida de ella».

«Pues qué bien», comento.

«Pero, claro», añade Astaroth, «el propio Kai ha olvidado todo esto».

«En realidad, sí recuerda que convivió con un humano», puntualizo. «O, al menos, eso me ha dicho».

«Es natural», responde el demonio, «porque, aunque tendemos a olvidar acontecimientos con facilidad y a confundir épocas y lugares, sí solemos recordar la forma en que nos relacionamos con otras personas, sean ángeles, demonios o humanos. Es fácil que un ángel y un demonio que se reencuentran después de cientos de miles de años recuerden haberse enfrentado en otra ocasión, pero serían completamente incapaces de decirte cuándo y dónde fue eso, qué sucedió exactamente, cómo se llamaban entonces o qué aspecto tenían. Las relaciones de cualquier tipo implican emoción, y eso deja en nosotros una huella más duradera. Recordamos haber amado y haber odiado, tenemos una vaga idea de cómo sucedió aquello, pero los nombres, los rostros, las fechas y los detalles se borran de nuestra memoria con muchísima facilidad. Por fortuna, las emociones permanecen. De lo contrario, nuestra propia personalidad, forjada a lo largo de eones de experiencias, se disolvería unto con nuestros recuerdos».

«Entiendo», asiento pensativo. «¿Y los humanos? ¿Han preservado en las leyendas la memoria de JongIn?».

«Solo de forma fragmentaria y tergiversada. Hay pocos mitos que recuerden su historia, y algunos de ellos permanecen, pero muy desvirtuados. No creas a ningún humano que jure que lo ha invocado y hablado con él, porque Kai dejó de ser JongIn hace mucho tiempo. Solo unos pocos demonios sabemos quién y cómo fue en realidad, y el propio Kai no se encuentra entre ellos».

«¿Por qué me cuentas todo esto?», le pregunto un tanto molesto.

«Para ayudarte a partir cuando llegue el momento», me responde. «Ya conoces la verdad sobre tu padre, tu madre y sobre ti mismo, y es obvio que no vas a vengarte de Azazel por lo que hizo. Y, sin embargo, sigues aquí, y el túnel de luz continúa sin abrirse para ti. Puede que sea porque le has cogido demasiado cariño a tu enlace».

«Eso no es verdad», respondo con rapidez. Sin embargo, reflexiono y añado: «No puedo dejar a Kai atrapado ahí dentro», reconozco. «Prisionero de mi madre. Por muchas cosas malas que haya hecho en el pasado, o que siga haciendo en el presente, me ha ayudado y me siento en deuda con él».

«Es exactamente lo que esperaba oír», dice Astaroth. «Porque puedo liberarlo a cambio de que me hagáis un último favor».

«¿De qué se trata?», pregunto, recelosa.

«Podemos detener a Nebiros antes de que sea demasiado tarde», me explica. «Pero no es solamente Nebiros. Sabemos que su conspiración tiene dos cabezas. Si no cortamos las dos, no habremos conseguido nada. Por eso necesitamos que averigüéis quién le está ayudando».

«¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso?».

«Los ángeles lo saben. Tú eras hijo de un ángel. Puedes contactar con ellos y preguntarles».

Sacudo la cabeza. Los ángeles lo saben, es cierto. Orias nos contó que uno de ellos había ido a consultarle al respecto.

«Pero ese ángel vio un futuro diferente. ¿Por qué?».

«Porque entre la visión de Nebiros y la del ángel sucedió algo importante, ese hecho crucial que puede cambiar el futuro del mundo».

Recuerdo entonces las palabras de Orias: «Puedes cambiar tu futuro, porque muchas de tus acciones solo dependen de ti. Pero no podrás modificar el destino de toda la humanidad. Para eso es necesaria una acción grandiosa… extraordinaria… una acción cuyas consecuencias realmente supongan un giro en la historia del mundo. Esas acciones no están al alcance de cualquiera, y cuando alguien se ve en la coyuntura de decidir si llevar o no a cabo un acto semejante, normalmente no es consciente de ello. Pero en ocasiones… existe la posibilidad de hacer… o no hacer… algo que cambiará el destino del mundo».

«¿Qué fue lo que pasó entre ambas visiones?», le pregunto a Astaroth, interesado.

El demonio me mira y sonríe.

«Naciste tú», responde solamente. «El primera de una generación de niños que podrían ser resistentes al virus».

«Eso es mucha responsabilidad», murmuro, mareado.

«No para ti. Estás muerto, y la tarea de restaurar la especie humana si ocurriera el desastre será de todos los hijos del equilibrio que nacieron después de ti. Sin embargo, es demasiado pronto para nosotros. Nuestros hijos son pocos todavía, y son demasiado jóvenes. Necesitamos más tiempo. Si Nebiros lleva a cabo su plan, puede que no haya nada que nosotros podamos hacer al respecto».

«Entiendo», asiento. «Pero si hay ángeles entre vosotros, ¿por qué tenemos que encargarnos Kai y yo de ir a investigar? Puedo contactar con los otros ángeles, pero jamás escucharán a un demonio y un fantasma», hago notar.

Astaroth niega con la cabeza.

«Nosotros debemos permanecer ocultos, por el momento. Los ángeles de nuestro grupo no deben dejarse ver por sus compañeros. Muchos no están preparados para aceptar lo que estamos haciendo».

Floto cada vez más alto, nervioso.

«Pero es que me pides demasiado. Solo soy un fantasma, y Kai… en fin, ya lo has visto».

«Soo, es muy, muy importante que averigües con quién está colaborando Nebiros y, si es posible, dónde tiene su base», me insiste, muy serio. «Nadie en el mundo demoníaco lo sabe. Solo me queda recurrir a los ángeles», añade, y me parece percibir una nota de desesperación en su voz.

¿Qué puede preocuparle tanto a un poderoso demonio como él? ¿Qué puede ser tan importante como para obligarle a recurrir a un fantasma y a un demonio menor y enviarlos a consultar a los ángeles?

Sacudo la cabeza.

«Todo esto es una locura. Angeles y demonios engendrando hijos untos… es demasiado absurdo. No me gusta la idea de ser una especie de… experimento».

«Está inscrito en la historia del mundo», responde él. «Las dos fuerzas más importantes en todas las criaturas vivas: el amor y la muerte. Eros y Tanatos. En todos los mitos del mundo hay dioses creadores y dioses destructores, y algunos luchan entre ellos, como el héroe Marduk y el dragón Tiamat, y otros viven una apasionada historia de amor. Como Marte y Venus. El dios de la guerra y la diosa del amor. Conoces la historia, ¿verdad?».

«Sí, bueno, pero Venus tuvo muchos amantes», gruño.

«Pero a ninguno de ellos amó tanto como a Marte. Eran las dos caras de una moneda. Vida y muerte. Estaban condenados a amarse».

«¿Quieres decirme que Marte y Venus también fueron un demonio y un ángel?».

«Semyaza y Ananiel», asiente Astaroth. «En otros lugares del mundo los llamaron de otra forma. Lo aceptes o no, así ha sido siempre. Y ahora, ¿qué dices? ¿Harás este último trabajo para mí?».

Medito sobre todo lo que me ha contado, pero es demasiado complicado, demasiado importante como para asimilarlo en unos instantes. Me centro en mi problema más inmediato:

«¿Harás que Azazel libere a Kai?», pregunto.

«Por supuesto», responde él. «De lo contrario, no podríais seguir investigando para mí».

Nuevo silencio.

«Está bien», asiento. «Acepto. Pero una última pregunta: ¿sabe Kai algo de todo esto?».

«Lo sabrá en cuanto se lo cuentes. Lo que quieras contarle, naturalmente».

«Entiendo», murmuro. «Vamos, pues».

Apenas he pronunciado las últimas palabras, cuando Astaroth se desplaza de nuevo a la velocidad de los demonios. Cruzamos el océano en un instante y nos adentramos en la oscuridad de la noche, que ya ha cubierto Europa con un manto de estrellas.

Y en cuanto quiero darme cuenta, estoy de nuevo en la puerta de la celda, Astaroth ha desaparecido y un ligero estremecimiento en mi esencia me indica que vuelvo a estar vinculada a Kai, al que percibo al otro lado.

Titubeo. Son muchas las cosas que tengo que contarle, y aún no estoy seguro de que él deba conocerlas todas.

Pero tengo que darme prisa. Cuento hasta tres, me armo de valor y atravieso la puerta para reunirme con él

Like this story? Give it an Upvote!
Thank you!

Comments

You must be logged in to comment
yuhiyuhi
#1
Chapter 15: TnT eso le hace mal a mi corazon... - solloza- parezo una loca llorando... Que pasa con kai?.. Quiero saber si se ven... Ay diooooo - llora como huérfana-
Hysterietize
#2
Magnifico fan fic he encontrado hoy.
Te agradezco por adaptarle, está demasiado bueno.
Además de que madonna Constanza posee mi mismo nombre, me ha encantado mucho más.
lleeann #3
Muy bien un fic en español :) le dare una leida y te comento ;)