C-6

2 Velas Para el Diablo [KaiSoo]

Estoy hecho polvo, pero por fin he llegado a mi destino.

No veáis lo que me ha costado. Primero me pasé varias horas en un locutorio, llamando a varias compañías aéreas low-cost, cuyos precios, por cierto, solo eran low si estaba dispuesto a viajar el mes que viene. Después, encontré una compañía de autobuses que tenía varias líneas hacia Francia y Alemania, pero, misteriosamente, lo más lejos que podían llevarme era a Frankfurt. Y tampoco es que el billete estuviese tirado de precio. Así que volví a pelearme con los operadores de las low-cost y estuve a punto de comprar un billete para Berlín en un vuelo que salía seis días después. Pero para pagarlo por internet hacía falta tarjeta de crédito y, claro, la tarjeta que tengo no es mía, está a nombre de Jotapé. Además, no me gustan los aeropuertos. Demasiado control para mi gusto.

Finalmente, me fui en metro hasta la estación de autobuses de donde salía la línea Madrid-Frankfurt, compré el billete en la ventanilla y lo pagué al contado. Y me dolió, no creáis. No solo porque era mucho más dinero del que estoy acostumbrado a ver, sino, sobre todo, porque no era mío.

Llamé inmediatamente a Juan Pedro para disculparme.

—¿Soo? ¿Qué pasa? —preguntó él enseguida; debió de notar por mi voz que estaba preocupada.

—He sacado mucho dinero de tu cuenta —le confesé—. Más de cien euros.

Se quedó callado un momento y pensé que se había enfadado.

—Es para ir a Berlín —le expliqué atropelladamente—. Mi amigo está seguro de que allí averiguaremos más cosas acerca de la muerte de mi padre. Conoce a alguien que podría saber quién me persigue y por qué. Así que voy a coger un autobús y…

—Soo —me interrumpió él—. ¿Seguro que estás bien? Ese amigo tuyo, ¿puede cuidar de ti?

¿Cuidar de mí, Kai? Por poco me dio un ataque de risa, pero me contuve para no preocuparlo más. Entonces me acordé de cómo me había defendido de aquel demonio que se hacía llamar Rüdiger, y respondí:

—Sí, creo que sí.

Debí de sonarle sincero, porque se quedó algo más tranquilo.

—No te preocupes por el dinero, Soo. Pero, por favor, sé prudente.

Lo de «No te preocupes por el dinero» es relativo. Sé lo que hay en la cuenta de Jotapé, y tengo muy claro que no puedo sacar euros de ahí como quien saca agua del mar.

—A propósito —añadió—, todavía no se sabe nada sobre Daniel Marchewka.

—¿Quién?

—El niño polaco que raptaron en la estación de servicio cuando mataron a tu padre.

—Ah —respondí abatido—. Lo siento mucho por ese niño, pero creo que ya no la van a encontrar.

—Yo sigo rezando por el, Soo.

Y yo desearía poder hacer lo mismo. Me encantaría tener la fe que tiene él, pero, por desgracia, he visto ya demasiadas cosas como para poder confiar en Dios, en la Providencia o simplemente en la suerte.

Pero no se lo dije a Jotapé, porque también creo, sinceramente, que en el mundo hace falta más gente que rece por los niños desaparecidos. Aunque no haya nadie al otro lado para escuchar sus plegarias.

El viaje hasta Berlín ha sido muy, muy, pero muy largo. No es que no haya hecho viajes largos, entendedme. Me he recorrido casi toda Europa y parte de Asia, pero solíamos parar a menudo y hacer noche por el camino, quedarnos uno o dos días en pueblecitos pintorescos o ciudades interesantes… En los viejos tiempos, amás se nos habría ocurrido hacer Madrid-Frankfurt de un tirón. En Frankfurt conseguí alojamiento en un hostal cerca de la estación (y tuve que sacar más dinero de la cuenta de Jotapé). Y al día siguiente, otro autobús, destino Berlín.

Así que ahora mismo estoy molido. Aunque he tenido la suerte de encontrar un albergue bastante céntrico y muy barato. Comparto la habitación con tres chicos más, pero eso no me supone ningún problema. Es evidente que soy extranjero, que mi alemán es paupérrimo, por no decir inexistente, y que no se puede esperar de mí que hable por los codos, por lo que me suelen dejar a mi aire.

Estuve en Alemania cuando era pequeño, pero es la primera vez que vengo a Berlín. Es una ciudad inmensa, muy limpia, amplia, llena de ardines y cosas interesantes para ver. Sin embargo, tengo que centrarme en lo que he venido a hacer. Es cierto que aún me quedan un par de días antes de mi cita con Kai, pero tengo que descansar, recuperarme del viaje, situarme y aclimatarme.

Después de todo, voy a conocer nada menos que a Nergal, un demonio lo bastante poderoso como para aparecer en los tratados de demonología más importantes.

Así que me da exactamente igual que sean las tres de la tarde y que Stevense esté echando gomina en el pelo. Me derrumbo sobre mi cama, sabiendo que no tardaré en quedarme dormido como un tronco.

De modo que esto es el Tiergarten. He venido hasta aquí dando un paseo, en parte porque en el mapa parecía estar muy cerca, en parte porque me apetecía pasear por la célebre Friedrichstrasse, por Unter der Linden, y cruzar la famosa Puerta de Brandenburgo.

Y más allá se extiende el enorme parque que ocupa buena parte del centro de Berlín. Es inmenso; según el mapa, si sigo por esta calle llegaré tarde o temprano hasta la Columna de la Victoria, el lugar de mi cita con Kai.

Sin embargo, las distancias engañan, y todo está mucho más lejos de lo que parece. Por suerte, he venido con tiempo de sobra. Todavía queda un buen rato hasta la puesta de sol, así que camino por la gran avenida que atraviesa el Tiergarten de parte a parte. Y por fin veo la Columna de la Victoria a lo lejos, y entiendo de golpe por qué hemos quedado allí.

Sobre ella, vigilando Berlín desde las alturas, se alza un ángel dorado. Lleva las alas extendidas y un báculo en la mano. Estoy demasiado lejos como para asegurarlo, pero creo que lo he visto antes, y creo saber en qué circunstancias.

Yo tenía seis años la primera vez que estuvimos en Alemania. Cruzamos el sur del país en dirección a España, donde meses más tarde conocí a Jotapé. Me acuerdo de que caminábamos por una gran ciudad —no recuerdo cuál—, y mi padre se detuvo ante la puerta de una filmoteca, se quedó mirando los carteles, luego se sacó la mano del bolsillo y contó las monedas que nos quedaban.

Yo le dije que no era momento de ir al cine, que quería cenar esa noche. Pero entramos igualmente.

No era habitual que mi padre antepusiese un capricho suyo a mi bienestar, no os vayáis a pensar que me dejaba sin cenar a menudo. Pero ahora entiendo por qué entramos en el cine aquella tarde.

La película trataba de ángeles que vagaban por un mundo de humanos; ellos no podían verlos, pero los ángeles escuchaban todos sus pensamientos y anhelaban ser como ellos.

A mí se me hizo larga y aburrida; desde luego, no era apropiada para un niño de mi edad.

Además, la vimos en alemán, así que, naturalmente, no entendí casi nada, y me quedé dormido a la mitad; pero, cuando me desperté, miré a mi padre y vi lágrimas en sus ojos. Le pregunté si estaba bien, si se había hecho daño. Me señaló la pantalla y me dijo en voz baja que era por algo que acababa de decir uno de los personajes: que había cientos de ángeles que, deseando ser parte del mundo en lugar de limitarse a observarlo, habían decidido convertirse en humanos. Cuando salimos del cine, mi padre estaba serio y pensativo. Pero me llevó a cenar donde yo quise (consiguió que nos invitaran a ambos) y, mientras devoraba mi hamburguesa, me contó que él era uno de esos ángeles que se habían vuelto humanos; pero que no lo había decidido así, y que no recordaba cómo ni por qué había sucedido eso. Me dijo que echaba de menos el lugar del que procedía (no dijo «el cielo», dijo «el lugar del que procedía»), pero que era bueno tener un cuerpo humano porque, de otro modo, yo no estaría allí con él, y eso era lo mejor que le había pasado nunca, que él pudiera recordar. Si hubiese sido mayor aquella noche, habría pensado que estaba loco. Pero tenía seis años, y le creí.

Y ahora vuelvo a ver esa victoria alada, el ángel dorado que se alza sobre la columna en el horizonte del Tiergarten. Allí, sentado sobre el hombro de la victoria, el ángel de la película contemplaba la ciudad y deseaba formar parte de ella.

Ahora sé que esa ciudad era Berlín. Y puedo entender por qué Kai me ha citado aquí.

Aunque solo en parte, claro. Aquella película trataba sobre los ángeles, pero, que yo recuerde, no hablaba sobre los demonios. No obstante, estoy completamente convencida de que Kai la conoce.

Una muestra más de su extraño y retorcido sentido del humor.

Llego al fin a la plaza donde se alza la columna, en medio de una gigantesca rotonda. Aprovecho un momento en el que no pasan coches para cruzar al centro y examinar el monumento más de cerca. Veo que hay una escalera de caracol que lleva casi hasta arriba del todo. No hasta el ángel, ciertamente, pero sí hasta un poco más abajo. Debe de contemplarse una vista magnífica desde allí. Sin embargo, hay que subir muchos escalones. Espero que a Kai no se le haya ocurrido la genial idea de citarme ahí arriba. Pues yo no pienso subir; estoy cansado, así que me siento en los escalones, bajo la sombra de la columna, y espero. Una vez más, levanto la cabeza hacía el ángel dorado que contempla la ciudad que se extiende a sus pies.

Me pregunto si alguna vez fueron así los ángeles. Gloriosos, magníficos, radiantes. Evoco el rostro cansado de mi padre, sus lágrimas al ver aquella vieja película. Me pregunto…

—Parece que va a echar a volar en cualquier momento, ¿verdad? —dice entonces una voz unto a mí.

Doy un respingo y me giro. Es Kai, que contempla pensativo la victoria dorada que se alza sobre nuestras cabezas.

Hoy viste vaqueros y una camisa de color gris. De nuevo, lleva el pelo negro revuelto, como si se acabase de levantar. A pesar de que la luz del crepúsculo le da en plena cara, tiene los ojos bien abiertos, como si no le molestase, y es ahora cuando descubro que son grises y que, quizá por eso, la primera vez que le vi tuve la sensación de que eran del color del acero.

La verdad es que ahora no resulta tan inquietante como por la noche. En realidad, parece un joven normal, o lo parecería de no ser por las dos espadas que lleva cruzadas a la espalda.

—¿Qué pasa, necesitabas reafirmar tu autoridad? —le pregunto señalándoselas.

Sonríe.

—Una es la mía —dice—. La otra es la que le quité a Rüdiger la semana pasada. La voy a utilizar como moneda de cambio cuando visitemos a Nergal.

—Ah —es lo único que se me ocurre decir—. ¿Y dónde está Nergal? —pregunto poniéndome en pie.

—He quedado con él en el Sony Center. —Consulta su reloj—. Exactamente dentro de una hora.

Hago memoria.

—¿Eso no está…?

—… En Postdamer Platz.

—¿Y por qué no hemos quedado directamente allí?

Se encoge de hombros.

—Me gusta este sitio.

—¿Por el ángel? —pregunto con cierto sarcasmo.

—No hagas tantas preguntas y ponte en marcha de una vez —replica dándome un pequeño empujón—. Si nos entretenemos mucho, llegaremos tarde.

—Esto sí que es inaudito: un demonio preocupándose por la puntualidad.

Me mira, muy serio.

—Creo que no tienes claro dónde te metes. Vamos a hablar con Nergal, Soo. Podría fulminarte con una sola mirada, así que no conviene hacerle enfadar. Y eso incluye no hacerle esperar.

—Entiendo —asiento tragando saliva.

Caminamos en silencio por la acera, mientras el sol se pone lentamente por el horizonte. Intento entablar conversación, al menos para tratar de olvidar que… ¡otra vez! he quedado con un demonio, y ahora camino a su lado como si nada:

—Una vez vi una película en la que salía este sitio —comento—. Una película sobre ángeles.

Kai asiente.

—Der Himmel über Berlín —dice, y añade, al ver que no lo he pillado—. El cielo sobre Berlín.

—¿La has visto? Es una película sobre ángeles —hago notar—. No salen demonios.

Se ríe.

—He visto todas las películas, he escuchado todos los discos y he leído todos los libros que existen —dice para mi sorpresa—. La eternidad da para mucho.

—No te creo —replico—. Cada día se publican cientos de libros nuevos en todo el mundo.

¿Cómo vas a leerlos todos?

Sacude la cabeza con indiferencia.

—Nihil novum sub solé —dice—. La mayoría de esos nuevos libros, películas y discos no son otra cosa que reelaboraciones, copias o derivaciones de alguna otra historia que ya se contó en el pasado —tuerce la boca en un gesto de aburrimiento—. Hace décadas que los humanos no inventáis nada original. Por no decir siglos —añade, desdeñoso.

—Mira qué bien —gruño—. Pero sí viste esa película, la de Berlín.

—Sí. Y me reí mucho.

—¡No era una película de risa! —protesto recordando las lágrimas de mi padre.

—Pues era muy graciosa —responde Kai, y sonríe, burlón, al recordarla—. Tú mismo tienes que reconocer que la visión que se da en ella de los ángeles es, por decirlo de alguna manera…peculiar.

—No lo recuerdo —admito—. La vi cuando tenía seis años. Pero a mi padre le emocionó.

—A los ángeles últimamente les emociona cualquier cosa. Especialmente, las historias melancólicas. Sobre todo si acaban bien. Recuerda que se están extinguiendo.

Le miro de reojo y le hago la pregunta que hace días estoy deseando formularle:

—¿Y a ti qué te parece eso?

—¿A mí? Me da igual.

Empiezo a enfadarme otra vez.

—¿Cómo te puede dar igual?

—Sin los ángeles, el mundo será más seguro para los demonios. Pero también más aburrido.

Reflexiono sobre sus palabras.

—Entiendo —digo por fin.

Se vuelve para mirarme. Bajo la luz de las últimas luces del crepúsculo, sus ojos parecen nubes de tormenta.

—No puedes hacer nada para evitarlo —dice entonces, muy serio—. Los ángeles están sentenciados desde hace ya un par de siglos. Este mundo ha dejado de ser un lugar acogedor para ellos. Así que yo, en tu lugar, me limitaría a vivir una vida de humano y a disfrutar de ella en la medida de lo posible.

—¿Cómo puedes decirme eso? —me enfado—. ¡Mi padre fue asesinado!

—No era el primero, ni será el último, en ninguno de los dos bandos.

Resoplo, furioso.

—Perece mentira que, después de varios cientos de miles de años de existencia, aún no hayáis sido capaces de firmar la paz. ¿Se puede saber por qué dura tanto vuestra estúpida guerra?

Kai hace una mueca y responde enigmáticamente:

—Pregúntale a Dios.

Después de esta extraña conversación, ya no hablamos más. Seguimos caminando, uno junto al otro, hasta salir del parque, y después enfilamos hacia Postdamer Platz.

Siento que tengo muchas cosas que preguntarle, pero no estoy seguro de querer conocer las respuestas. Porque ahora me está ayudando y se muestra más o menos amistoso, pero nada me asegura que vaya a ser así siempre. En cualquier momento puede aburrirse de mí y decidir que es más divertido… no sé, estrangularme, u obligarme a que me suicide, o simplemente dejar de acudir a nuestras citas y largarse sin más. Cierro los ojos un momento y me repito a mí mismo que Kai sigue siendo el enemigo. Así que estaré con él solo hasta que descubra quién mató a mi padre. Después seguiré mi camino. Y, en agradecimiento por haberme ayudado, seré generoso y no lo mataré. Hala.

Para cuando llegamos a Postdamer Platz, un lugar impresionante, lleno de luces de colores y bordeado de altísimos rascacielos de acero y cristal, todavía seguimos sin hablar, supongo que porque no tenemos nada que decirnos, o porque nuestros puntos de vista acerca de todo son tan opuestos que no podríamos mantener una conversación sin terminar discutiendo. Pero a mí no me importa: estoy acostumbrado a no hablar con nadie, y a Kai, por lo visto, le da igual hablar por los codos que no pronunciar una sola palabra, así que todo está bien. Supongo.

Vale, sí, esto es muy raro. Estoy de paseo por Berlín con un demonio. Lo siento mucho, pero, por más que lo intento, no consigo acostumbrarme.

Llegamos por fin al Sony Center, una plaza abarrotada de gente, de imágenes, de sonidos.

Procuro no perder a Kai entre la multitud. Él se detiene un momento para mirar hacia arriba, a la cúpula en forma de paraguas que se cierne sobre nuestras cabezas. Parece situarse al fin, porque reemprende la marcha aligerando el paso. Corro para alcanzarle.

Finalmente llegamos a la fuente que hay en el centro de la plaza, y que parece ser un punto de encuentro, porque hay varias personas sentadas en el borde esperando a sus parejas, a sus amigos… Casi todos son jóvenes, porque en Postdamer Platz reina un ambiente joven, moderno.

Un buen lugar de reunión para dos demonios.

Kai se dirige, sin dudar, hacia un hombre que aguarda sentado en uno de los cafés que salpican el lugar, leyendo una revista sobre informática. Es fornido y parece alto, tiene el pelo de color zanahoria y lleva patillas y una corta perilla, lo que hace que su rostro parezca aún más alargado. Alza la mirada y nos ve; inclina la cabeza a modo de saludo. Kai toma asiento frente a él, y yo hago lo mismo. Los dos demonios cruzan un par de frases en su incomprensible idioma y, entonces, el de la perilla clava en mí sus ojos inquisitivos… y, de pronto, estoy temblando de terror y me muero de ganas de marcharme de allí.

—Le vas a asustar —murmura entonces Kai, en un idioma entendible.

El otro demonio aparta su mirada de mí y la centra en Kai. Y entonces dice, cambiando de idioma con total facilidad:

—Lleva una espada angélica.

No ha levantado la voz, pero hay una velada amenaza en sus palabras.

—Lo sé, pero no es uno de ellos. Es humano.

—Ah —dice entonces el demonio—. ¿De modo que es el? —Vuelve a mirarme, esta vez con cierta curiosidad.

—Me llamo Nergal —me dice—. Soy uno de los demonios más antiguos que viven sobre la faz de la Tierra. Muy pocos humanos me han visto, sabiendo quién soy, y han vivido para contarlo. Y tú osas presentarte aquí de la mano de un demonio…

—No le he cogido la mano —me apresuro a puntualizar molesto, pero me callo inmediatamente, inquieto, al comprender que acabo de interrumpir al mismísimo Nergal pero el me mira con fijeza y sonríe como un vampiro.

—Ah, de modo que aceptas la ayuda de un demonio y luego niegas tratos con él. ¿La hipocresía es una de esas cualidades que te enseñó tu padre, el ángel?

—Yo no niego nada —protesto sintiendo que me arden las mejillas—. Solo intento dejar claro nuestro grado de intimidad. Para que no haya confusiones.

Para mi sorpresa, Nergal acoge mi respuesta con una carcajada. Justo cuando empezaba a relajarme un poco, vuelve a ponerse tan serio que da escalofríos.

—Deberías estar muerto —dice con toda tranquilidad. Me incorporo un poco en mi silla, inquieto. Miro a Kai, pero el no hace ademán de protegerme. Alzo la mano para alcanzar la empuñadura de mi espada.

—No lo hagas —dice Kai en voz baja. Nergal no ha movido un solo músculo, pero hay algo tan amenazador en su sola presencia que bajo la mano, lentamente. Un camarero se acerca a nosotros; pero Nergal le dirige una breve mirada y el joven sacude la cabeza y vuelve a refugiarse en la cafetería, con el rabo entre las piernas. Intuyo que ya no vamos a ser molestados en toda la tarde.

—Deberías estar muerto —repite Nergal—. Envié a alguien a matarte y, sin embargo, has venido voluntariamente hasta mí. O eres estúpido o estás loco.

Estoy a punto de decirle que estoy aquí por consejo de Kai; sin embargo, eso también parece un síntoma de locura o de estupidez, por lo que opto por callar y esperar a ver qué pasa. Si decide matarme, no habrá nada que yo pueda hacer al respecto.

Entonces, Kai extrae con parsimonia la espada de Rüdiger de la vaina y se la enseña al demonio. Por supuesto, y a pesar de que la plaza está abarrotada de gente, nadie se fija en ella.

—Tu enviado está muerto —responde Kai—. Y aquí está su espada.

—Comprendo —asiente Nergal—. Quieres cobrar la recompensa en su lugar. Pues has de saber que el trato era matar al humano, no traerlo vivo.

—No quiero cobrar la recompensa. Quiero hacer otro trato.

Nergal se ríe.

—¿Otro trato? No sabes qué fue lo que me ofrecieron a cambio de la vida del chico, ni si estás en situación de regatear.

Kai se encoge de hombros.

—No pido mucho: solo información y dos días de plazo. Después puedes hacer lo que quieras.

¿Cómo ha dicho? Salto en mi sitio como si me hubiesen pinchado. ¿Kai está comprando dos días más de vida para mí?

—¿Qué es esto? —exijo saber—. Hemos descubierto su juego y hemos matado a su enviado. ¡Es él quien nos debe, como mínimo, una explicación!

Nergal se ríe otra vez.

—Pequeño humano —me explica, con una sonrisa en la que me muestra todos los dientes—, los demonios no tenemos por qué dar explicaciones. Alguien paga por tu cadáver, y yo no tengo inconveniente en facilitárselo.

—Ah, por favor —protesto de nuevo—. Pero si todos los demonios sois asquerosamente ricos.

¿De verdad te vas a tomar tantas molestias para liquidar a un simple humano, y solo por dinero?

—Los demonios no intercambiamos dinero —se limita a contestar Kai; él y Nergal cruzan una oscura sonrisa, y trago saliva sin poderlo evitar—. Con todo —prosigue—, es cierto que no dejas de ser un simple humano y, por lo tanto lo que hayan podido ofrecer por tu cabeza no puede ser gran cosa, comparado, al menos, con lo que podrían dar por liquidar a un ángel de verdad, o a otro demonio. —Nergal se queda mirándolo fijamente—. A cambio de la vida del humano… ¿prometen acaso, la espada de un demonio? —pregunta Kai con una sonrisa, ofreciéndole el arma de Rüdiger.

Nergal se toma su tiempo para contestar.

—No me sirve de mucho esa espada, Kai —replica entonces.

—Sí te sirve. Rüdiger no cayó bajo mi arma, sino bajo la de Soo. Fue muerto por una espada angélica.

—Rüdiger era mi siervo —le recuerda Nergal entornando los ojos en una mueca amenazadora.

Kai no parece impresionado.

—Pero ¿lo había sido desde siempre? —pregunta.

Nergal se echa hacia atrás, sin perder de vista a su interlocutor, pero no responde.

—Era un siervo reciente —aventura Kai—, porque, de lo contrario, no lo habrías enviado a realizar una tarea tan poco importante como liquidar a un humano.

Nergal arquea las cejas.

—¿De verdad crees que sabes cómo pienso y de qué forma distribuyo el trabajo entre mis siervos?

—Nada más lejos de mi intención —se apresura a responder él—. Si Rüdiger era un siervo valioso, entonces la espada no te sirve de nada, y no va a compensar el agravio. Si no lo era, entonces lo que te ofrezco vale más que su vida y, por tanto, puedo esperar solicitar algo a cambio.

—Eres retorcido y manipulador, Kai —manifiesta Nergal, pero sonríe ampliamente—. No obstante, sigo sin tener garantías de que el trato valga la pena.

—Rüdiger murió bajo la espada de Soo —insiste él—. Puedes comprobarlo tú mismo.

Nergal agarra la empuñadura. Se concentra en percibir algo, tal vez una sensación, tal vez una certeza. Por fin, parece que la espada le ha dicho lo que quiere saber.

—Caído en Combate —reconoce, y me mira entornando los ojos, con una mezcla de resentimiento y curiosidad.

—Puedes perder a más gente —dice Kai— a cambio de una recompensa que ya no te vale la pena, puesto que ya has perdido a Rüdiger… o puedes quedarte con la espada a cambio de un par de nombres y reflexionar acerca de si merece el esfuerzo o no.

Nergal sigue mirándome fijamente. Sé lo que está pensando: que existe una tercera opción, y esa consiste en matarme ahora mismo. Pero entiendo, de pronto, que no lo hará, por la simple razón de que hay demasiada gente alrededor. No es que los demonios tengan miedo de los humanos, o de lo que estos puedan pensar de ellos. Pero les gusta ser discretos, y puede que ese sea el secreto del poder que ejercen sobre nosotros: que sabemos muy poco sobre ellos, y el resto tenemos que imaginárnoslo.

Y entiendo también por qué han quedado en un lugar público: es una forma de asegurarse de que nadie desenvainará la espada. Una forma de cubrirse las espaldas, lo cual significa que Nergal no sabía que Kai acudiría conmigo. Es más: ni siquiera sabía aún que Rüdiger estaba muerto, ni que yo me había presentado en Berlín. Probablemente, si me hubiese quedado más tiempo en Madrid, habría venido a la cita prevenido, y entonces Kai no habría tenido nada con lo que negociar.

—¿A ti no te interesa la espada, Kai? —pregunta entonces Nergal.

Él se encoge de hombros con un gesto despreocupado.

—Demasiada responsabilidad.

Los dos se miran y cruzan una sonrisa, como si compartieran una broma secreta. No sé de qué va esto, pero no me produce buenas vibraciones.

—Me quedo con la espada —anuncia entonces Nergal, y se la quita a Kai de las manos—. En cuanto al nombre que buscáis, siento no poder ofrecéroslo a cambio, puesto que lo desconozco.

Las órdenes vienen de arriba, ya sabes. Lo único que se nos ha dicho es que el chico debe morir porque es el hijo de un ángel. Nada más.

—Pero… —me rebelo—, pero… ¿eso es todo?

—Es mucho más de lo que debería haberte dicho —responde Nergal—. Y ahora, fuera de mi vista los dos, antes de que cambie de idea.

Me vuelvo hacia Kai esperando que proteste, que diga algo. Sin embargo, mi demoníaco aliado se limita a sonreír como si le hubiesen revelado un gran secreto. ¿Qué diablos me estoy perdiendo?

Los dos demonios se levantan. Kai se despide de nuestro interlocutor con una breve inclinación de cabeza. Yo me pongo en pie también, pero no estoy dispuesto a marcharme así, sin más.

—¡Espera! —le digo a Nergal—. ¿Quién mató a mi padre?

El demonio ya se iba, pero se vuelve hacia mí bruscamente. Y su gesto ha dejado de ser amable.

—He… dicho… fuera… de… mi… vista —susurra con una voz que no es de este mundo, una voz que evoca todos los tormentos del infierno, que auna pánico, ira, odio, dolor y, sobre todo, la esencia de la más pura maldad, el corazón del caos primigenio. Su voz y su mirada, donde arde todo el fuego del averno, se cuelan hasta lo más profundo de mi ser y me paralizan de terror. Y de mi garganta brota un espantoso grito de horror.

Nergal da media vuelta y se marcha dejándome en el suelo, donde me retuerzo en pleno ataque  del miedo más profundo e irracional. Grito y me convulsiono, aterrorizado, como si todos los demonios del mundo se hubiesen apoderado de mí. Levanto la mirada al cielo y solo veo la cúpula de la Postdamer Platz, que parece girar sobre sí misma en un torbellino metálico, como una espiral que se abalanza sobre mí, iluminada con un resplandor violáceo, casi fantasmal. La gente se ha quedado mirándome, pero apenas lo percibo, como tampoco noto los brazos de Kai, que me rodean, ni su voz susurrándome al oído:

—Tranquilízate… despierta… vamos, Soo… tranquilo…

La voz de Kai es suave y amistosa, pero no deja de ser la voz de un demonio, y lo único que consigue es redoblar mi pánico. Grito con toda la fuerza de mis pulmones y me convulsiono una última vez antes de perder el sentido, mientras oigo, en lo más profundo de mi alma, una carcajada de ultratumba, la risa de Nergal burlándose de las pretensiones de un niño humano.

Me despierto de noche, en una habitación que tardo en reconocer, la que comparto con otros tres chicos en mi hostal berlinés. Intento incorporarme, pero no puedo. Estoy demasiado cansado, como si me hubiese quedado sin fuerzas. Trato de hablar, pero de entre mis labios solo escapa un débil gemido.

—Te dije que no lo desafiaras —dice la voz de Kai en la oscuridad.

Intento responder, pero solo emito otro gemido, un poco más agudo.

—Silencio —me recomienda Kai en voz baja—. Vas a despertar a tus compañeros de cuarto.

Poco a poco, vuelvo a la realidad. Es de noche y estoy tendido en mi cama. Los otros chicos están durmiendo. No sé cuánto rato llevo aquí, pero, probablemente, cuando ellos volvieron al hostal yo ya estaba en la cama, y no han querido despertarme.

Kai está sentado unto a mí. Es verdad que no debería estar aquí.

—Voy a hablar —susurra él—, y tú vas a escuchar, ¿de acuerdo?

Intento asentir, pero me duele el cuello y apenas puedo mover la cabeza.

—No fue Nergal quien trató directamente con la persona que quiere matarte. Fue su superior, Agliareth. ¿Sabes lo que significa eso? Que quien te persigue es lo bastante poderoso como para poder recurrir al mismísimo Señor de los Espías. Quizá este no lo considerara un asunto importante, y por eso le encomendó el trabajo a Nergal, pero el hecho es que, en teoría, cualquier demonio podría haberte encontrado y matado sin problemas. Y, sin embargo, se lo encargaron a Agliareth, y eso quiere decir que quien lo hizo no quería dejar huella, por un lado, y quería asegurarse de que acabaras muerto, por otro. Es decir, que se lo ha tomado muy en serio. Con Agliareth no podemos regatear. De hecho, con Agliareth ni siquiera podemos hablar. Seguimos sin tener idea de quién te persigue, pero sí sabemos que lo hace porque eres el hijo de un ángel. De ese ángel, en concreto, así que puede que, después de todo, se trate de algo que hizo tu padre antes de morir. Quizá se cruzó en el camino de algún demonio poderoso, quizá posee un secreto que nadie más debía saber, y si sospechan que te lo transmitió a ti…

Intento hablar de nuevo, pero solo consigo negar con la cabeza.

—No puedes saberlo todo sobre tu padre —dice Kai—. Era muchísimo más viejo que tú. No puedes saber qué ha hecho a lo largo de sus varios millones de años de vida, antes de que tú nacieras.

Trato de sacudir la cabeza. Algo me dice que no van por ahí los tiros. Quizá porque una de las primeras lecturas de mi infancia fue el Libro de Enoc, o quizá porque soy así de paranoico, pero el caso es que eso de que quieran matarme «porque soy el hijo de un ángel» me suena demasiado a pecado ancestral, según algunas fuentes. Intento decírselo a Kai, pero solo puedo susurrar:

—… Enoc…

Kai niega con la cabeza.

—El hecho de ser el hijo de un ángel no te hace tan importante ni tan especial. Los ángeles y los demonios hemos dejado mucha descendencia entre los humanos. Especialmente los demonios —añade tras una pausa; no puedo evitar preguntarme, de pronto, si Kai tendrá hijos. Pese a su aspecto juvenil, casi adolescente, no hay que olvidar que tiene miles de años—. Por eso, ni en un bando ni en otro se considera que sea algo malo tener hijos mortales, ni mucho menos nos molestaríamos en ir persiguiendo a esos niños por el simple hecho de ser medio humanos. Tenemos cosas más importantes en que pensar.

Kai hace una pausa. Yo ni siquiera trato de hablar esta vez. Entonces él añade, con seriedad:

—Así que acepta mi consejo, Soo, y vete muy lejos, deja esa espada en cualquier otra parte y empieza una nueva vida anónima… o ponte bajo la protección de los ángeles, porque no vas a poder seguir con esto tú solo.

—¿Solo? —consigo repetir, con un hilo de voz.

Kai suspira brevemente.

—Lo siento, pero yo no voy a llegar más lejos. Fue divertido mientras nos enfrentamos a demonios de la talla de Rüdiger, pero mira lo que ha hecho contigo Nergal con solo mirarte, e imagina cómo serán los demonios que están a la altura de su superior, Agliareth. No puedes enfrentarte a ellos, y yo tampoco. Adiós, Soo.

Siento que se levanta, que me da la espalda y que se aleja, como una sombra, a través del dormitorio. Trato de llamarlo, pero solo logro pronunciar su nombre con un hilo de voz que suena patético y humillante:

—Kai…

No obtengo respuesta. Como sigo estando confuso y dolorido, cierro los ojos y trato de dormir.

Mañana será otro día y tal vez descubra entonces que todo esto no ha sido más que una pesadilla.

 

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Comments

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yuhiyuhi
#1
Chapter 15: TnT eso le hace mal a mi corazon... - solloza- parezo una loca llorando... Que pasa con kai?.. Quiero saber si se ven... Ay diooooo - llora como huérfana-
Hysterietize
#2
Magnifico fan fic he encontrado hoy.
Te agradezco por adaptarle, está demasiado bueno.
Además de que madonna Constanza posee mi mismo nombre, me ha encantado mucho más.
lleeann #3
Muy bien un fic en español :) le dare una leida y te comento ;)