C-15 [The end]

2 Velas Para el Diablo [KaiSoo]
Lo observo con curiosidad. La última vez que estuve en su despacho, solo lo vi desde arriba, pero mi primera impresión no se aleja mucho de la realidad. Quizá es un poco más alto de lo que había supuesto en un principio, y también se me pasaron por alto sus ojos azules, duros y severos.
Sus esbirros, con Valefar a la cabeza, se inclinan ante él. Kai se queda muy quieto, pero Valefar lo empuja para que se arrodille, y él lo hace, con un aullido de dolor que le obliga a cerrar los ojos.
Vale, lo reconozco, no me gusta verle así. Ojalá le quitaran esa cosa de una vez. Me acerco un poco más a él, preocupado.
Mientras, Nebiros se nos ha quedado mirando como si fuésemos escoria recién traída del vertedero.
—De modo que tú eres Kai —comenta—. Tenía ganas de conocerte: me has traído muchos problemas. Llevo años tratando de llevar a cabo un pequeño proyecto, y me he esforzado mucho, no imaginas cuánto, por mantenerlo oculto. Y entonces llegáis tú y tu pequeño amigo humano, husmeáis un poco en mis asuntos y, de pronto, mi proyecto ya no es tan secreto como yo creía.
—Deberíais elegir un poco mejor a vuestra gente de confianza —replica Kai sin inmutarse—. Tienen la lengua muy larga. De no ser por eso, probablemente nosotros no estaríamos aquí hoy.
Nebiros le lanza una mirada que es puro veneno.
—Te lo habría perdonado si te hubieses limitado a contárselo a tu señor. Al fin y al cabo, todos sabemos lo comprometedora que puede resultar la servidumbre. Pero revelaste algunos de mis secretos más importantes a Nergal. ¡A Nergal! —repite alzando la voz; se está enfadando por momentos—. ¡Al mayor chismoso del mundo de los demonios!
Ya le dije que eso no había sido una buena idea, pienso para mis adentros.
—A él también le debía un favor —responde Kai—. Y, por si os sirve de consuelo, no creo que haya ido contándolo por ahí. Seguro que es una información que vende cara —añade con una torva sonrisa.
Nebiros se le queda mirando, preguntándose, sin duda, si se lo carga o no.
—Vas a morir esta noche —le informa con total frialdad—. Puedo asegurarte que no verás un nuevo amanecer. Pero de ti depende que el proceso sea rápido e indoloro, o que se convierta en un tormento indescriptible.
—Me parece justo —asiente Kai—. ¿Qué puedo hacer para ganarme una muerte rápida?
No puede estar hablando en serio. ¿Cómo puede estar tan tranquilo? ¿De verdad cree que Nebiros no le va a matar, que llegará Astaroth para rescatarlo en el último momento?
«Kai…», murmuro sin querer. Me callo enseguida, pero Nebiros ya me ha oído. Se vuelve hacia mí con un destello erso en la mirada.
—Mira, tu pequeño fantasma se preocupa por ti —comenta—. ¿Qué va a ser de él cuando estés muerto? Se convertirá en un espectro perdido, ¿no es cierto?
—Me da igual —replica Kai con aplomo—. ¿Qué queréis saber exactamente? Puedo revelaros el nombre de mi señor, si es lo que os interesa. O puedo hablaros de todo lo que sé acerca de vuestro proyecto y a quién se lo he contado.
—Todo eso sería muy interesante, sí —sonríe Nebiros.
—El problema es que sé que, en cuanto haya hablado, moriré. Y dado que tengo en mi poder información que os interesa, y que si me matáis antes de que yo diga nada, esa información morirá conmigo, creo que puedo permitirme la osadía de tratar de negociar.
A los labios de Nebiros aflora una sonrisa socarrona.
—Te tenía por un demonio más inteligente, Kai.
—Yo también pensaba que no tenía opción de negociar —replica él—, pero resulta que me he enterado de que tenéis una prisionera que se negó a hablar… y sigue viva —concluye mirando a Nebiros con fingido asombro.
Él se ríe, y sus esbirros con él.
—Has cometido un error de cálculo: no es mi prisionera. Pero tú sí me perteneces, y por tanto puedo hacer contigo lo que se me antoje. No tienes posibilidad de negociar, Kai.
—Puedo contarlo todo si me dejáis con vida. No tengo nada personal en esto; solo cumplía órdenes. Y, como habéis podido comprobar, las he cumplido con eficiencia. Puedo ser un leal servidor si me dais la oportunidad. Me da lo mismo trabajar para uno o para otro. Si me perdonáis la vida…
—No hay trato —corta Nebiros—. Lo que yo busco son sirvientes leales, no chaqueteros como tú.
—Señor, me habéis herido en lo más hondo —responde Kai, muy serio.
Estoy alucinando. No puedo creer que esté tan tranquilo que hasta se permita no solo bromear, sino encima vacilarle a Nebiros como si nada. ¿Tan seguro está de que Astaroth vendrá a rescatarnos?
La sonrisa de Nebiros se borra de repente.
—Así que quieres jugar, ¿eh? Muy bien; juguemos. Me temo que ya has perdido tu opción a una muerte rápida —alza la cabeza para mirar a sus esbirros—. Marchaos. Valefar, tráeme a la prisionera. Será muy interesante contrastar opiniones.
No necesita decirlo dos veces. Los demonios se inclinan en señal de respeto y se retiran en silencio.
Finalmente, solo quedamos en el despacho Nebiros, Kai y yo.
—¿Y bien? —pregunta nuestro captor—. ¿No tienes nada que decirme?
Kai sigue arrodillado en el suelo. Si se levanta, las esposas le harán más daño aún, y eso es algo que quiere evitar por el momento.
—Ah, pues… que el plan de exterminar a la humanidad mediante un virus letal me parece muy logrado. Mis felicitaciones.
Nebiros enarca una ceja.
—¿Nada más?
—… y mis disculpas por revelar secretos tan importantes acerca del proyecto… ¿tiene algún nombre en concreto? —pregunta alzando la cabeza hacia Nebiros con fingida inocencia.
—Proyecto Apocalipsis —responde una voz, suave y profunda, desde algún rincón de la habitación.
Nos pilla por sorpresa a todos, excepto a Nebiros. Nos volvemos hacia todas partes, sorprendidos, en busca del dueño de la voz.
Entre las sombras, como si acabase de materializarse, aparece una cuarta persona en la habitación.
Es alto, muy alto, y una larga melena rubia, casi blanca, le cae por la espalda. Sus facciones son exquisitas, delicadas, como cinceladas por un artista. Sus ojos verdes, sin embargo, poseen la frialdad de un bloque de mármol. Y es una lástima, porque la luz angélica brilla en ellos con fuerza, al igual que en las dos impresionantes alas luminosas que acaba de desplegar tras él.
Un ángel… ¡un ángel! Me siento feliz y aliviado, más de lo que lo he estado en toda mi vida.
¡Han venido a rescatarnos! ¡Jeiazel cumplió su promesa! Lanzo una mirada triunfante a Nebiros, pero me sorprende comprobar que este no parece impresionado.
Tampoco Kai, que observa al recién llegado con recelo.
—Muy apropiado —comenta con lentitud—. Lo del nombre, quiero decir. ¿Se te ocurrió a ti?
Pero ¿qué está diciendo? Le miro, escandalizado; sin embargo, él no aparta sus ojos grises del ángel, que le devuelve una sonrisa condescendiente. Después, se vuelve hacia Nebiros y le pregunta:
—¿Qué es esto? ¿Dónde está Gabriel?
—No tardará en llegar. Este joven demonio ha sido enviado por los líderes de la Secta de la Recreación y sabe más de lo que debería.
El ángel mira a Kai con algo más de interés.
—¿Y por qué no está muerto?
—Porque pensamos que estaría más dispuesto a hablar que nuestra bella prisionera. No tiene tantos escrúpulos. Además, el fantasma que lo acompaña es el primero de los recreados. ¿No resulta paradójico que haya ido a parar al mismo lugar que Gabriel?
El ángel entorna los ojos y me observa por vez primera. Le dirijo una mirada llena de esperanza, pero él se limita a torcer el gesto con cierta repugnancia.
—Los humanos son indecentemente obstinados —comenta sin más—. Pero no hacía falta que los trajeses: Gabriel hablará esta noche.
Lo miro, anonadado. No es posible. ¿Es el «socio» de Nebiros? ¿Un ángel? ¿Uno de los míos?
—Gabriel no hablará, ni esta noche ni nunca —replica Nebiros—. Es un arcángel. Tú, mejor que nadie, sabes lo que eso significa. Pero, de un modo o de otro, obtendremos toda la información que necesitamos.

No ha terminado de hablar cuando regresa Valefar. Lleva consigo a Gabriel, que camina descalza envuelta en su chaqueta de lana, arrastrada por una cadena que se cierra en torno a sus delicadas muñecas. Contrae su rostro en un gesto de dolor, porque la cadena le hace daño, y mucho. Y, aun así, alza las alas y levanta la cabeza, desafiante, para enfrentarse a sus enemigos.
—Te saludo de nuevo, Gabriel —dice el ángel plácidamente.
Ella entorna los ojos en una mueca de ira.
—Uriel —escupe—. Te acordarás de esto.
Y la última pieza del rompecabezas encaja, limpiamente y a la perfección. Si creía que esta retorcida conspiración ya no podía reservarme más sorpresas, no cabe duda de que estaba equivocado. Contemplo con estupor a los dos arcángeles: Gabriel, prisionera, embarazada y, aun así, retadora y segura de sí misma. Y Uriel, magnífico en su esplendor angélico, sereno, frío y tranquilo, como si pactar con un demonio como Nebiros para exterminar a la humanidad fuese algo que uno hace todos los días.
Por si me quedaba alguna duda, por fin entiendo, por fin asumo, que hace ya mucho tiempo que esto dejó de ser una guerra entre ángeles y demonios. Que lo que está en juego es el mundo, la supervivencia de ambas especies, y la nueva batalla se libra entre aquellos que pretenden sobrevivir limpiando el planeta de humanos, y aquellos que no conciben un nuevo mundo sin ellos… sin nosotros.
Que tenemos defensores y detractores, tanto entre los ángeles como entre los demonios.
Que ya hace mucho tiempo que algunos ángeles, ángeles sabios y poderosos como Uriel, dejaron de creer en nosotros.
Comprendo, de pronto, que los ángeles no van a venir a rescatarnos. Que no saben nada acerca de la conspiración de Nebiros, nada salvo lo que yo le conté a Jeiazel. Que el ángel al que Orias le mostró el futuro no era otro que Uriel.
Y que, mientras su socio se afanaba en su laboratorio canadiense ultimando los retoques finales a su arma de aniquilación total, Uriel, desde la sombra, se dedicaba a averiguar dónde estaba el punto de inflexión que, según la visión de Orias, daría al traste con su plan, a descubrir a los hijos del equilibrio y a eliminarlos uno a uno.
Y recuerdo, como si acabase de vivirlo, a la criatura que me atacó en la biblioteca, en Valencia; aquella de la que yo sospeché que era un ángel porque no fue capaz de matarme.
Muy probablemente, lo era. Un enviado de Uriel que ignoraba quién era yo, y que tuvo dudas al ver que yo me defendía con una espada angélica.
Por eso Uriel dejó de recurrir a sus ángeles subordinados, que no creo que sepan realmente en qué anda metido, y no tuvo más remedio que delegar en Nebiros. Este contrató a Agliareth para encontrarme, y Agliareth le encargó el trabajo a Nergal, que me localizó en Madrid y trató de asesinarme a través de Rüdiger, el demonio al que Kai mató al día siguiente de conocernos.
Al fallar este, y al presentarnos nosotros en Berlín para pedirle cuentas a Nergal, Nebiros decidió que el asunto debía quedar en casa, y se lo encomendó a sus propios esbirros, empezando por Alauwanis, que envió a Johann a matarme, y continuando con Valefar, que nos capturó ayer en el Retiro. 
Quizá decidieron que éramos más valiosos vivos al empezar a sospechar que no solo sabíamos demasiado, sino que además no íbamos por libre; que el Grupo de la Recreación, viendo morir a sus hijos a manos de esbirros enviados por un señor demoníaco desconocido, había pasado al contraataque. Sabían que la Recreación no era un hecho aislado, sino que había gente muy importante detrás, gente como Gabriel, y empezaron a temer por la seguridad de su plan. Ya no les bastaba con eliminar a los niños mestizos que nacían del cruce entre ángeles y demonios: tenían que acabar con su segundo líder porque, al igual que el Proyecto Apocalipsis está en manos de un ángel y un demonio poderosos, también había un señor del infierno caminando unto a Gabriel en la aventura de la Recreación.
Y esa ha sido la guerra, una guerra entre ambos grupos, para la cual nosotros hemos sido utilizados como peones.
Nebiros y Uriel conocían la identidad de uno de sus líderes, Gabriel, pero no la de su compañero; por su parte, Astaroth descubrió el Proyecto Apocalipsis gracias a nosotros, que le condujimos directamente hasta Nebiros, pero sospechaba, y no sin razón, que había alguien más detrás, aunque aún no sabe que se trata de Uriel. Probablemente, quien desvele antes los secretos del otro vencerá en esta guerra.
Unos pelean por salvar el planeta con una acción salvaje y desesperada que borre del mapa a toda la humanidad de golpe; otros luchan por salvar a la humanidad, por hacerla retornar a unos orígenes puros, más amables, que nos acerquen al mundo que estamos haciendo desaparecer. Es un plan que llevará mucho tiempo y esfuerzo, y que no garantiza la supervivencia de nuestro planeta. Salvar el planeta o salvar a la humanidad. Ese es el dilema, la encrucijada en la que se encuentran unos y otros.
Y me cuesta asimilar que el resultado final dependa, muy probablemente, de lo que les contemos a Nebiros y a Uriel esta noche… y de si Astaroth viene a rescatarnos, como espera Kai, o prefiere seguir en la sombra y sacrificarnos unto a Gabriel y a su hijo.
Todavía en estado de shock, vuelvo a prestar atención a los dos arcángeles. Gabriel le ha dicho algo a Uriel que no he llegado a escuchar. Él se ríe, con una risa pura y fría, y contesta:
—¿Traidor, yo? ¿Y qué hay de ti? ¿Niegas acaso que esperas el hijo de un demonio?
Gabriel no responde. Le mira, serena y desafiante. Uriel sacude la cabeza.
—Pobre, pobre Gabriel. Te has esforzando tanto… En tiempos pasados condenaste la acción de Azazel y Samael, luchaste unto a Miguel contra todos los demonios que se te ponían por delante… pero después te enamoraste de la humanidad, ¿verdad? Volviste tus bellos ojos hacia estas indignas criaturas y descubriste en ellos algo hermoso… quién sabe qué. Te esforzaste por redimirlos; hablaste con ellos, anunciaste el nacimiento de niños extraordinarios, les
comunicaste, infatigable, mensajes de paz y armonía. Pero los humanos no escucharon, ¿no es cierto?
Gabriel sigue sin responder, pero me parece detectar un brillo de dolor en su mirada.
—No, los humanos nunca escuchan —prosigue Uriel alzando la voz—. Lo dije entonces, cuando debatíamos qué hacer con la nueva especie. Propuse exterminarlos a todos antes de que terminaran con el equilibrio de la creación. Lo dije entonces, pero mis hermanos, igual que los humanos, no me escucharon. ¿Has mirado a tu alrededor, Gabriel? ¿Has visto lo que han hecho tus protegidos con el hermoso jardín que debíamos cuidar? ¿Alguna vez has dirigido tu mirada
hacia un bosque que has estado contemplando durante milenios y has descubierto que, de pronto, ya no estaba allí, que había sido arrasado por completo? ¿Nunca has echado de menos una especie que tardó millones de años en evolucionar, y has averiguado que esa especie ya no existe, que los humanos… siempre ellos… la exterminaron en apenas unas décadas? ¿Alguna vez te has parado a contemplar la agonía de las criaturas bajo su infinita crueldad, que va más allá de la de cualquier demonio? Tú, tan buena, tan noble, tan compasiva… ¿no has llorado nunca al escuchar sus gritos de dolor? Pensé que tú… Gabriel… me comprenderías mejor que ningún otro.
—Los humanos… también forman parte del mundo. Igual que los demonios —murmura ella.
Uriel entorna los ojos.
—Ese es un argumento falso, Gabriel. Podría habértelo pasado por alto hace un tiempo, pero no ahora. Perteneces a esa abominable secta de la Recreación. Conoces, por tanto, el origen de los humanos. Sabes que fue antinatural… como lo que estás haciendo ahora. Todos nuestros hermanos… todos, salvo yo… olvidaron de dónde había nacido la especie humana. Incluso tú. Pero ahora lo sabes. ¿Cómo has conseguido recordarlo? ¿Quién te lo dijo? ¿Qué clase de demonio te contaría que los humanos nacieron de una unión impura y antinatural, sin mencionarte la Tercera Ley de la Compensación?
Gabriel no responde, y nosotros tampoco, a pesar de que conocemos la respuesta. Fue Astaroth quien le refrescó la memoria. Y lo hizo porque, casualmente o no, encontró a Metatrón encerrado en las profundidades de una pirámide.
Uriel suspira, como si gravitase sobre sus hombros una pesada carga. Alarga la mano hacia Gabriel y recorre su mejilla con la yema de su dedo índice, un dedo largo, delicado, perfecto.
—Por qué tú, Gabriel… —murmura, y hay verdadero dolor en sus palabras—. Cómo pudiste traicionar de esta manera al mundo. Tú… que ya lo sobrevolabas, ligera y radiante, hace millones de años, que sabes que nunca fue tan rico, tan hermoso y tan magnífico como antes de que los humanos lo corrompieran con su presencia.
»Tú… que asististe a la primera gran extinción, al auge de los demonios, hace millones de años… cuando casi toda la vida del planeta desapareció. Tú… que tiempo después lloraste, como yo, como todos los ángeles, ante la desaparición de los grandes saurios y del mundo que los había visto evolucionar. Tú… que juraste, como todos los ángeles, que no permitiríamos que volviese a pasar, que los demonios no volverían a ganar la partida… ¿por qué ahora reniegas de
aquella promesa?
—Sigo siendo fiel a mi naturaleza —responde ella—. Al menos, yo he pactado con un demonio para traer vida al mundo. Tú solo vas a regalarle muerte y destrucción.
Uriel alza la cabeza, yergue las alas y replica, encolerizado:
—¡Una muerte que traerá más vida! ¿Sabes cuánto tardará el mundo en recuperarse de las acciones de los humanos? Con ellos todavía irtiéndolo… nunca. Sin ellos, en apenas unos cuantos siglos, los bosques volverán a crecer; unos milenios después, el mar y el aire quedarán limpios de su veneno, las especies se recuperarán… en algunos miles de años. Gabriel, ¿no deseas contemplarlo? ¿No lo echas de menos?
En la mirada de Gabriel descubro un anhelante destello de añoranza. Me encojo de miedo.
Somos demasiado pequeños, demasiado miserables, como para recordar cómo era el mundo hace cientos de miles de años. Pero los ángeles lo vieron, y muchos lo recuerdan y, sí, lo echan de menos. Como Uriel. Como mi padre.
Sin embargo, Gabriel no responde. Uriel suspira de nuevo y se vuelve hacia Nebiros, que contempla la escena con interés.
—No pasará de esta noche —afirma.
—Cada vez estoy más convencido de ello —responde él—. Pero no por Gabriel.
Uriel nos dirige una larga mirada pensativa.
—Puede que tengas razón —comenta solamente—. ¿Me permites?
Nebiros le devuelve una sonrisa socarrona.
—Por favor —lo invita—. Verte en acción resulta de lo más estimulante.
Uriel le responde con una mirada repleta de fría indiferencia. Después, en un gesto raudo y elegante, desenvaina su espada y la planta ante Kai.
—A ti, joven demonio, te da igual —le dice—. Cuando los humanos desaparezcan, tú seguirás aquí. También te da lo mismo servir a un señor que a otro. Fiel a tu naturaleza, a lo largo de tu existencia debes de haber obedecido a distintos amos. Puede que, incluso, alguno de esos amos fuera, antes o después, tu propio sirviente. Así que no perderás nada delatando a aquel que te ha enviado.
—Puede —responde Kai cautelosamente—. Pero tampoco gano nada. Voy a morir de todas formas.
—Pero puedes elegir el modo —hace una pausa y lo contempla, pensativo—. Me han dicho que te haces llamar Kai. ¿Es cierto?
Él se encoge de hombros con despreocupación, pero no responde. Uriel sigue observándolo, tratando, tal vez, de leer en el interior de su mirada.
—Notable —comenta por fin—. Bien; si emulas a los ángeles en algo más que en el nombre, quizá logremos entendernos. Sabes que a nosotros, cuando hemos de castigar a alguien, nos basta con una corrección rápida, eficaz y sin dolor. No somos partidarios de torturas ni de suplicios. Si es necesario, sabemos ser despiadados, como ha de serlo a veces la usticia, pero nunca crueles. No nos regodeamos en el sufrimiento ajeno. De hecho, nuestro pequeño «experimento» —añade cruzando una mirada con Nebiros— proporcionará a la humanidad una muerte fulminante; sin
tiempo para sufrir. He insistido especialmente en ello, y Nebiros ha tenido el detalle de complacerme, pese a que los demonios sí disfrutan con el dolor y la agonía de los demás. Por todo esto, me siento más inclinado que él a concederte una muerte rápida y digna. Y si eres capaz de valorar mi oferta como se merece, entonces sabrás que te conviene aceptarla. Porque en ciertas circunstancias, incluso los ángeles más compasivos son capaces de infligir dolor. Mucho
dolor. Y existe un dicho entre nosotros: nunca sientas compasión por un demonio, por mucho que esté sufriendo. Porque seguro que se lo merece.
—No puedo negar que es cierto —añade Nebiros con una sonrisa.
Kai suspira y cierra los ojos un momento. Yo sigo callado, intimidado, preocupado, flotando muy cerca de él. No hay nada que pueda hacer en estas circunstancias, y eso no contribuye precisamente a hacer que me sienta mejor.
—Les habéis hablado de esto a los otros ángeles, ¿no es así? —pregunta Uriel, muy serio.
—Se lo hemos contado a uno de ellos, sí —responde Kai.
El arcángel alza las cejas.
—Eso ha sido una mala idea. Puedes compensarlo revelándonos el nombre de tu amo.
—Eso sí que sería una mala idea —contesta él, impasible—. Porque resulta que, a pesar de mi nombre, soy un demonio. Y, por tanto, soy cobarde y rastrero, y me aferró a la vida como una sanguijuela. Así que demoraré todo lo posible el momento de mi ejecución, aunque tenga que sufrir por el camino. Qué le vamos a hacer —añade encogiéndose de hombros—. Las muertes honorables no van conmigo.
El rostro de Uriel se ensombrece.
—Muy bien. Tú lo has querido.
Desliza la espada por debajo de la camiseta de Kai y la rasga con un suave gesto, dejando su pecho al descubierto.
Él se estremece y retrocede un poco ante la cercanía del arma del arcángel. Sus pupilas se dilatan, su corazón se acelera y empieza a respirar con dificultad. Tiene miedo.
—¿El nombre de tu amo? —pregunta Uriel, casi cortésmente.
—Me matarás en cuanto te lo diga —murmura Kai.
—Puede que te mate antes, si me haces perder la paciencia. Puede que me lo diga Gabriel.
—Ella no hablará. Lo sabes. Y yo tampoco… mientras pueda aguantar.
Uriel suspira.
—Bien; intentaremos que ese momento llegue lo antes posible.
Y coloca su espada con suavidad, casi con ternura, sobre el pecho desnudo de Kai. La esencia angélica del arma corroe la piel de Kai como si fuera ácido, arrancándole un alarido de dolor. Un repugnante humo envuelve la herida. Kai grita otra vez, mientras Uriel desliza su espada por su piel, desfigurándola.
«¡Kai!», grito, angustiado. Daría lo que fuera por poder ayudarle, por abrazarle, por apartar a Uriel de un empujón. Pero solo… solo soy un fantasma.
De todos modos, no puedo seguir manteniéndome al margen. Me coloco entre ambos y le ruego a Uriel:
«Basta, por favor».
El arcángel sonríe.
—Mira a quién tenemos aquí. ¿Suplicas por la vida de este demonio?
«Soy hijo de un ángel», respondo. «Siempre he creído en vosotros. Siempre he deseado luchar a vuestro lado. Pero él me ha ayudado y me ha acompañado cuando nadie más lo hizo. Sí, suplico por su vida. Está aquí solo porque quiso ayudarme a averiguar quién estaba detrás de la muerte de mi padre. No se merece…».
—Pequeño humano —me corta Uriel—, los de tu especie estáis limitados por vuestras cortas vidas y hay muchas cosas que nunca sabréis. Entre ellas, que, aunque un demonio muestre signos de compasión o simpatía, ha vivido mucho, muchísimo tiempo… y ha causado mucho más daño y destrucción del que jamás podréis llegar a imaginar. Así que lamento contradecirte, pero… un demonio siempre se merece todo lo malo que pueda pasarle.
Me vuelvo hacia Kai, que, entre las nieblas de su dolor, me dirige una sonrisa cansada, con un indudable punto socarrón.
«Yo no quiero verle sufrir», murmuro en voz baja.
—¿Y crees que el destino del mundo puede depender de tus caprichos? Ese es otro de los defectos de vuestra especie: vuestro enfermizo egocentrismo.
Antes de que pueda responder, Uriel vuelve a alzar la espada. Me atraviesa con ella, como si no fuese más que una cortina de humo, y vuelve a dejarla caer sobre la piel de Kai, en esta ocasión sobre su cuello. De nuevo, él grita y se retuerce de dolor, y al hacerlo, las esposas que le ha puesto Valefar le queman las muñecas y le obligan a gritar otra vez.
—Duele, ¿verdad? —murmura Uriel—. Puede llegar a ser mucho peor… Está en tu mano ponerle fin.
—Solo hablaré si me garantizas que me dejarás vivo después —responde Kai entre jadeos.
—¿Después de todos los problemas que nos has causado? —Uriel niega con la cabeza—. Me temo que eso no puedo concedértelo.
—Entonces, me temo que yo tampoco puedo concederte otra cosa que no sea mi silencio.
Uriel suspira.
—Lástima. —Se vuelve hacia Nebiros—. Lo siento, pero no voy a seguir con esto. No puedo soportar ver sufrir a esta criatura. Tendremos que averiguar el nombre de nuestro enemigo por otros medios.
—Como quieras —responde Nebiros—. Tampoco yo lo necesito vivo. Si está aquí es a causa del error de un incompetente.
—Me alegra que lo comprendas —sonríe Uriel, y alza la espada para descargar sobre Kai un golpe mortal.
«¡No!», grito sin pensar. «¡Es Astaroth! ¡Estamos aquí por su culpa!».
De pronto, parece que el tiempo se congela. La espada de Uriel se detiene en el aire y todos me miran: Gabriel y Kai, en un horrorizado silencio; los otros dos, con una sonrisa triunfal.
Entonces, Uriel baja la espada, mientras Nebiros estalla en estruendosas carcajadas.
—Soo, ¿qué has hecho? —murmura Kai.
«Iba… ¡iba a matarte!», balbuceo.
—No, no iba a hacerlo —responde él con una sonrisa cansada—, pero ahora sí lo hará.
Uriel nos dirige una mirada de lástima.
—Otro de los innumerables defectos de tu especie —me dice— es que sois asombrosamente débiles y estúpidos.
Y entonces comprendo, aterrorizado, que toda esta pantomima estaba solo dirigida a mí. Que soy el único que se ha tragado eso de que Kai era prescindible.
—De modo que Astaroth —comenta Nebiros con lentitud—. Es lo que sospechábamos desde el principio, ¿no es verdad? Llevamos tiempo siguiéndole la pista, pero sabe esconder muy bien sus huellas. Lo prepararé todo para su llegada —añade levantándose—. Ocúpate de ellos, Uriel. Yo me encargaré del visitante.
Uriel no responde. Sigue mirándonos, y tampoco reacciona cuando Nebiros sale de la habitación.
«Lo siento», murmuro sintiéndome muy miserable.
Kai cierra los ojos.
—Ya es tarde —responde—; estamos perdidos.
«Yo… lo siento», repito. «No quería… no podía verte morir. No si podía evitarlo».
Cuánto odio ser un fantasma y no tener lágrimas. Cuánto detesto que no me salgan las palabras. Uriel sigue paseando la mirada de uno a otro.
—Seré magnánimo —dice—. Me habéis dicho lo que quería saber y, por tanto, voy a dejarle a Kai unos momentos más de vida. Para que el chico tenga una última oportunidad para marcharse por el túnel de luz. Y para que os despidáis —añade con una plácida sonrisa—, naturalmente.
Se aparta de nosotros y se dirige a Gabriel, que ha contemplado la escena sin intervenir, con gesto preocupado, pero que ahora recompone su expresión para devolverle una mirada de desprecio.
—De modo que Astaroth —comenta Uriel—. Gabriel, ¿cómo has podido?
Ella no dice nada.
Trato de no prestarles atención, y miro a Kai, que sigue de rodillas sobre la moqueta, esposado, con el pecho marcado por horribles heridas que no sanan. Tiene la cabeza gacha y tiembla como un flan. Lo van a matar en menos de cinco minutos, y entonces yo me convertiré en un fantasma perdido para toda la eternidad, pero eso no me importa, y tampoco me preocupa el que mi estúpido error haya acabado con la última esperanza de salvación de la especie humana.
«Nunca podrás perdonarme», susurro henchido de pena. Esto es lo único que me angustia, lo único en lo que puedo pensar.
Kai mueve la cabeza.
—No importa —responde—. Sé por qué lo has hecho.
Y yo lo sé también.
—Debería haber contado con ello —prosigue—, pero supongo que subestimé la fuerza de tus sentimientos. Ya sabes —añade con una débil sonrisa—, otro de los terribles defectos de tu especie.
Que todavía tenga ganas de hacer chistes a costa de Uriel, me da un poco de ánimo.
«No quiero que mueras», le digo. «No me importa irme por el túnel de luz y dejarte atrás, a ti, al mundo, a la vida y a todo lo demás, pero solo si sé que vas a estar bien. No quiero que mueras», repito con creciente angustia. «¿No hay nada que pueda hacer?».
—No mucho —responde él entre dientes—. Astaroth nos ha fallado. No esperé que tardara tanto en venir a buscar a Gabriel. Y ahora saben quién es, de modo que lo estarán esperando. Siempre es más sencillo capturar a un demonio si conoces su identidad.
«¡De modo que todo esto era una trampa desde el principio!», comprendo horrorizado.
—Sí, y caímos en ella… todos nosotros. La conversación que escuchaste aquí entre Nebiros y Valefar…, probablemente sabían que los estabas espiando. Te hicieron creer que había sido un error traernos aquí, que no nos esperaban. Nos hicieron concebir falsas esperanzas. Imaginar, por un instante, que teníamos alguna posibilidad. Pero lo hicieron a propósito, para conducir a Astaroth a una ratonera. Y tenía que ser aquí, y no en otro lugar: si nos hubiesen encerrado a todos en un sitio abandonado, o en una base lejos del lugar donde están trabajando en su proyecto, Astaroth sospecharía y entraría con más cautela. Piensa que ha introducido un caballo de Troya en el corazón del enemigo, pero son ellos los que le están invitando a entrar en la boca del lobo.
Guardo silencio, anonadado.
«Lo siento», murmuro por fin.
—Ya me has pedido perdón…
«No, no solo por esto. Siento haberte metido en esto… cuando entré en el pub y te puse en el pecho la espada de mi padre. Nunca imaginé que acabaríamos así».
Kai sonríe.
—No lo hice porque me amenazaras. Y tampoco porque me cayeras especialmente bien, ni porque temiera por tu seguridad, ni nada por el estilo.
«¿Entonces?».
Se encoge de hombros y, aun a punto de morir, aun débil a causa de la tortura, me dedica la primera sonrisa franca y auténtica que le veo desde que nos conocemos:
—Lo hice porque me aburría —confiesa.
No me lo puedo creer. No sé si enfadarme, reírme o llorar. Estoy a punto de responder, cuando un grito de angustia nos interrumpe. Nos volvemos hacia los arcángeles, para descubrir a Gabriel doblada sobre sí misma, temblando, debatiéndose, tratando de alejarse de Uriel mientras soporta heroicamente el dolor de la cadena… y a Uriel, que ha colocado la mano sobre el vientre de ella, una mano blanca y perfecta que, sin embargo, brilla con una luz siniestra.
—Es por tu bien —le dice—. No sabes lo que has hecho. Algún día me lo agradecerás.
—No… ¡NO! —chilla Gabriel—. ¡Déjame en paz! ¡Deja en paz a mi hijo!
Uriel la suelta para colocar una mano sobre su frente. Ella queda inmóvil de pronto, como si la hubiesen sedado. Y entonces, con suavidad, Uriel deja caer, de nuevo, la mano libre sobre su vientre.
«¡Para!», trato de intervenir. «¿Qué le estás haciendo?».
Uriel alza la cabeza y me mira. En una primera impresión me parece que es una mirada fría, inhumana, pero descubro, sorprendido, que hay tras ella un profundo dolor, un dolor indescriptible, que se ha acumulado en su alma durante miles de años. Uriel, quién lo hubiera dicho, es una criatura que sufre. No le gusta hacer daño a Gabriel, no le gusta exterminar humanos, probablemente ni siquiera disfrute matando demonios. Solo desea cuidar del hermoso
mundo que se le encomendó, y siente que ya ha soportado demasiado, que no puede continuar así.

Uriel hace todo lo que hace porque cree que no tiene más remedio. Porque piensa que es necesario, que es su deber. Aunque no le guste.
Basta, basta, no quiero seguir mirándole. No quiero comprenderlo, y mucho menos compadecerlo. Es mucho más sencillo creer que lo hace por pura maldad, porque nos odia. Más fácil, y menos perturbador, que pensar que tiene sobrados motivos para odiarnos.
Por eso me quedo paralizado mientras Uriel retira delicadamente la mano del abdomen de Gabriel. Con horror, veo cómo este disminuye de volumen, como si la vida que albergaba en su interior se estuviese desinflando, desvaneciéndose lentamente. Por fin, cuando el bebé de Gabriel ya no existe, Uriel la suelta y ella se desliza hasta el suelo. Lo mira, aturdida, y después palpa su vientre, incrédula y horrorizada. Cuando descubre que ha perdido a su hijo lanza un chillido de angustia, un grito que me conmueve en lo más hondo, se encoge sobre sí misma y, sin fuerzas
para nada más, se echa a llorar por fin. Ella, que ha soportado un largo cautiverio, que ha resistido largos interrogatorios, que ha hecho frente a Nebiros y a Uriel sin alterarse, no puede ahora contener las lágrimas.
No sé si alguna vez habéis visto llorar a un ángel. Sí no es así, es una experiencia que no os recomiendo.
Las lágrimas de un ángel son mucho más perturbadoras que la risa de un demonio.
 
Lo siento tanto… Gabriel…

Pero no tengo tiempo de decírselo. De pronto, la puerta se abre y regresan Nebiros y Valefar.
Traen a un demonio encadenado de pies a cabeza. Un demonio que, si quisiera, podría destruirnos a todos con un mero pensamiento, pero que no osará hacerlo, no porque las cadenas, forjadas con el único material que puede matarlo, lo inmovilizan y hacen que cada movimiento sea un auténtico tormento, sino, sobre todo, porque ha visto a Gabriel, hundida, derrotada a los pies de Uriel.
Por fin, Astaroth ha venido a rescatarnos a todos.
Pero me temo que el plan no ha salido como esperábamos.
Gabriel alza hacia él su rostro bañado en lágrimas. Se entienden sin necesidad de palabras. A pesar de las cadenas, a pesar del dolor, Astaroth se abalanza hacia ella y nadie se ve capaz de detenerlo. Lo vemos inclinarse junto al ángel, envolverla en un abrazo consolador, compartir su dolor. Por si nos quedaban dudas, aquí lo tenemos: el propio Astaroth era el padre del hijo que esperaba Gabriel.
—Pagaréis por esto —gruñe entre dientes.
Nebiros lo mira con indiferencia.
—Protegemos nuestros intereses, lord Astaroth. Igual que vos protegeríais los vuestros. Ha sido así desde que el mundo es mundo.
Astaroth entorna los ojos, convirtiéndolos en dos finas rendijas rojas.
—Vais a pagar por esto. Los dos —añade lanzando una aviesa mirada a Uriel.
El arcángel, que se ha quedado quieto contemplando a Gabriel en brazos de Astaroth, reacciona y le responde con suavidad:
—Es una cuestión de perspectiva. Nosotros, ángeles y demonios, hemos de tener las miras más amplias. El mundo no fue creado para los humanos. Ya existía mucho antes de que estos apareciesen, y ha subsistido sin ellos, y los sobrevivirá. No son tan importantes como creen. Son, en realidad, demasiado insignificantes como para apreciar la grandeza de la creación.
«No somos tan insignificantes», intervengo sin poder evitarlo. «De lo contrario, no habrías organizado todo esto, solo por nosotros. Tanta gente importante… ángeles, demonios, criaturas poderosas que llevan millones de años existiendo en el mundo… peleándose por el destino de nuestra especie».
Uriel se ríe, con esa risa tan fría y tan musical, que embelesa y al mismo tiempo pone la piel de gallina.
—Sí lo sois, pequeño mortal —responde—. Y ya que mencionas nuestra existencia, vamos a hablar de la vuestra. Hablemos de números; a los humanos os gustan los números, las cifras, las estadísticas. ¿Sabes que la vida apareció en este planeta hace casi cuatro mil millones de años? ¿Y sabes cuándo nacieron tus primeros antepasados? Hace menos de dos millones de años. Eso significa que vosotros solo habéis asistido a un 0,05% de la historia de la vida en este planeta.
¿Cómo osáis… cómo habéis osado en algún momento imaginaros siquiera como los reyes de la Creación?
Abro la boca para responder, pero no soy capaz de decir nada. Uriel sigue hablando:
—Pero sigamos hablando de números. Quizá he sido demasiado generoso poniendo como fechas de referencia la aparición de la vida y el nacimiento de tus ancestros. Ajustemos un poco más y hablemos de historia: la de este planeta se remonta a cuatro mil quinientos millones de años de antigüedad. Y de todo ese lapso de tiempo, vuestra historia, la historia de la civilización humana, todos sus logros, sus grandezas y sus miserias… solo ocupa un ridículo 0,0001%. ¿Qué te hace pensar que sois tan importantes? ¿Qué te hace pensar que este mundo os necesita?
—No debería ser una decisión unilateral —le replica entonces Gabriel.
Se ha incorporado. Mira a Uriel con gesto firme, valiente, y parece serena y segura de sí misma, aunque sus manos todavía se cruzan sobre el vientre donde hasta hace pocos momentos aún existía su bebé. Astaroth permanece muy cerca de ella, confortándola, apoyándola.
—No eres tú quien debe decidir si el mundo necesita o no a los humanos —prosigue Gabriel—. Y lo sabes. De lo contrario, no estarías haciendo esto a escondidas, como un criminal.
—¡Porque nadie más lo hacía! —replica Uriel y, de nuevo, detecto en sus ojos un sufrimiento que va mucho más allá de la comprensión humana—. ¡Porque estabais permitiendo que estas criaturas continuaran destruyendo el mundo, provocando una aniquilación mucho, muchísimo mayor, en proporción, que todos los demonios en toda su historia! ¡Porque Miguel seguía combatiendo contra los demonios y protegiendo a los humanos, mientras el mundo muere… y
nosotros con él!
—Todos lo veíamos, Uriel —responde Gabriel, severa—. Todos, incluso yo. ¿Crees que no nos duele? ¿Crees que no nos importa? Pero existen otros medios… tal vez otra salida…
Uriel le devuelve una mirada inexpresiva.
—¿Cuál? ¿Procrear con demonios? Aunque hubiera alguna remota posibilidad de que eso funcionase, ya es demasiado tarde, Gabriel. No hay tiempo para experimentos. Quizá de haberlo intentado hace mil o dos mil años… aún habríamos tenido tiempo de hacer algo. Pero hemos llegado a un punto en el que ya no hay vuelta atrás. Lo que estáis haciendo tú y los tuyos no servirá de nada. Lo sabes, ¿verdad? Para cuando vuestros hijos hayan alcanzado la edad adulta, para cuando sean lo bastante numerosos como para hacer algo al respecto, ya no quedará ningún mundo que salvar.
—Pero si existe la mínima posibilidad de que funcione, debemos intentarlo, Uriel —insiste ella—. Somos ángeles; no podemos iniciar una extinción. Sé que los humanos han provocado, y siguen haciéndolo, el exterminio de miles de especies, pero nosotros debemos, siempre, buscar otra vía, aun cuando sea para protegerlos. La tarea de destruir es obra de los demonios. No es propia de nosotros.
—Por eso no pudiste hacerlo solo; por eso recurriste a uno de los nuestros —murmura Astaroth, y vuelve la mirada hacia Nebiros—. ¿Por qué, Nebiros? La extinción de los humanos solo beneficia a los ángeles. Pocos demonios estarán de acuerdo con lo que estás planeando. 
Nebiros se encoge de hombros.
—Tenía la posibilidad de superarme a mí mismo —responde—. La tecnología humana ha llegado a un punto que me permite crear algo mucho más perfecto que mis experimentos anteriores. La propuesta de Uriel me pareció interesante, un reto científico, si queréis llamarlo así. Nada más que eso.
—Sabes lo que te hará Lucifer si se entera de esto, ¿verdad?
Una sonrisa de suficiencia asoma a los labios de Nebiros.
—Si es que se entera —responde—. Cuando los humanos desaparezcan, muchos demonios perderán poder, y Lucifer estará demasiado ocupado reorganizando su imperio como para tomar represalias. El nuevo orden pertenecerá a aquellos que estén preparados para él. Nuestra pequeña criatura está casi a punto. En muy poco tiempo estaremos listos para lanzarla al mundo, y en menos de tres semanas, ya no quedarán humanos sobre él. Pero vos, lord Astaroth, no viviréis para verlo.
Astaroth responde solo con una sonrisa de triunfo que desconcierta momentáneamente a Nebiros. Y entonces, de pronto, todos notamos una presencia extraordinaria en la habitación; hace mucho más calor del que debería. Algo no va bien; no se trata solo de que estemos atrapados en la guarida de Nebiros, de que no tengamos ninguna oportunidad de escapar… es mucho, mucho peor. Si es que eso es posible.
Todo mi ectoplasma se estremece de puro terror. ¿Qué está pasando? Tengo la sensación de que estamos en peligro, de que algo nos acecha desde la oscuridad, algo mucho más grandioso y terrible que todos los demonios untos.
—Muy interesante —retumba una voz que parece venir de todas partes y de ninguna.
Nebiros palidece. Casi puedo oler su miedo, su desconcierto. Incluso Uriel parece perder, por primera vez, algo de la aplastante seguridad en sí mismo que ha mostrado en todo momento.
Gabriel titubea y dirige a su compañero una mirada llena de incertidumbre.
—Astaroth… —susurra.
La sonrisa de él se hace más amplia, hasta convertirse en una mueca feroz. Cargado de cadenas como está, se arroja al suelo y se postra ante algo… o alguien… que parece estar al fondo de la habitación.
—Bienvenido seáis, mi señor —lo saluda.

Nebiros retrocede con un grito ahogado. Todo su poder, toda su fuerza y su arrogancia parecen menguar ante el ser que se materializa de pronto ante nosotros, una criatura alta y pálida, de rasgos angulosos y ojos rojos como el corazón del infierno. Una mata de cabello negro, liso y brillante, le cae sobre la espalda, entre las dos enormes alas negras, dos alas materiales, de verdad, que despliega tras de sí. De su frente nacen dos pequeños cuernos retorcidos.
Está claro que este demonio no renuncia al placer de los pequeños detalles clásicos, porque no ha elegido una forma humana para encarnarse. No necesita ocultarse ni fingir que es uno de nosotros. Cualquiera, sea humano, ángel o demonio, se sentiría empequeñecido ante la fuerza de su mirada. Porque, pese a que su elegante túnica roja y negra envuelve un cuerpo esbelto y aparentemente delicado, su aura de poder es tan intensa que, antes de que podamos darnos
cuenta, todos, incluido Uriel, estamos temblando de puro terror.
Sé quién es. Sé quien es y, sin embargo, su nombre se resiste a aparecer en mi mente, porque la posibilidad de que él esté aquí es demasiado terrorífica como para tenerla en cuenta siquiera.
Y, sin embargo, es él.
Nebiros no puede más. Se arroja a los pies del recién llegado.
—Mi señor Lucifer —susurra pronunciando el nombre que yo amás me habría atrevido a mencionar en su presencia—. Vuestro siervo os saluda.
Lucifer. 
El Emperador del Infierno. 
El Señor de Todos los Demonios. 
El protagonista de innumerables leyendas y relatos de terror. 
Confieso que, pese a todo lo que sé, pese a ser hijo de un ángel y haber caminado entre demonios, en el fondo nunca llegué a pensar que podría toparme con él algún día. Me parecía una criatura mítica, irreal.
Y, sin embargo, está aquí. En el cuartel general de Nebiros. Observándonos con esos ojos rojos, fríos y ardientes al mismo tiempo, si es que eso es posible. Su rostro permanece impasible mientras contempla a Nebiros, pero su mirada refleja disgusto y desagrado.
Y yo sigo temblando de puro terror. Por primera vez, de forma absurda e irracional, me alegro de estar muerto, de ser un fantasma. Porque es lo único que me salvará de su ira: el hecho de que ya no puede hacerme daño.
Porque no puede hacerme daño, ¿verdad?
—Un siervo que conspira a mis espaldas —observa él.
No ha levantado la voz, pero no es necesario: hemos escuchado con claridad todas y cada una de sus palabras. Tiene un tono magnético y al mismo tiempo autoritario; cuando le escuchas hablar, algo en tu interior desea fervientemente obedecer hasta el más insignificante de sus caprichos, porque tienes la sensación irracional de que te sucederán cosas muy desagradables y muy dolorosas si no lo haces.
También Kai se ha postrado ante él, pero Lucifer, el Señor del Infierno, el Rey de los  Demonios, no le presta atención, ni a mí tampoco. Observa con cierto disgusto a Nebiros, que sigue arrodillado ante él, pasa por alto a Astaroth y se dirige a los dos arcángeles. Saluda a Gabriel con un cortés gesto de frío respeto, y ella le corresponde, aunque hay un brillo de desconfianza en su mirada.
—Lucifer… —murmura Uriel—. ¿Por qué has venido?
Él le mira de arriba abajo, como evaluándolo.
—He estado aquí todo el tiempo. Ha sido un espectáculo muy… interesante.
Ahogo una exclamación consternada. ¿Ha estado aquí todo el tiempo? ¿Cuánto tiempo, exactamente? ¿Quiere decir eso que…?
—Astaroth tuvo la deferencia de informarme de sus planes antes de venir —añade Lucifer, y su voz sigue siendo gélida—. Decidí acompañarle para ver qué estaba sucediendo aquí. He comprobado dos cosas: que no me mentía y que vosotros no me esperabais. —Se vuelve de nuevo hacia Nebiros, que sigue temblando a sus pies—: ¿De modo que has pactado con un arcángel para exterminar a los seres humanos… sin consultarme?
Por su actitud, se diría que el hecho de no haber sido informado le molesta todavía más que el tema de la confabulación con el enemigo y del exterminio de la humanidad.
—Mis disculpas, mi señor…
—Cállate —interrumpe Lucifer, y Nebiros enmudece—. Pondré fin a esto inmediatamente. Y tú serás castigado en consecuencia. Severamente castigado —añade—. En cuanto a ti, Astaroth… tampoco me informaste de tus planes… ni de tus… buenas relaciones con los ángeles—concluye mirando a Gabriel—. Como tuviste el detalle de recordarme, hace tiempo castigué a Azazel por el mismo error que has cometido tú.
—Mi señor —responde Astaroth; se ha erguido y se enfrenta a él con valentía y serenidad—, al principio no fue más que un experimento. No pensábamos que fuese a salir bien, y no creí que fuera necesario molestaros con el tema. Había un precedente, cierto… pero Azazel fue condenada por crear una nueva especie, y hoy, dos millones de años después, los humanos ya no son una nueva especie. No había nada de particular en que nosotros engendrásemos unos cuantos
más. Por otro lado, en tiempos de Azazel, los ángeles eran realmente un enemigo temible. Pero ahora, diezmados, cansados y al borde de la extinción, no suponen un peligro para nosotros. Mantener buenas relaciones con ellos no tiene las mismas connotaciones que antes.
»No obstante —continúa—, en ningún momento pensamos que nuestro experimento iría tan lejos. Solo cuando nuestros hijos comenzaron a ser asesinados, nos dimos cuenta de lo importantes que eran. Envié a este joven demonio —añade señalando a Kai— a investigar el porqué de los ataques, porque casualmente había conocido a Soo, el primero de nuestros hijos, asesinado por los servidores de Nebiros, y sus investigaciones nos condujeron hasta aquí y hasta el plan de aniquilación de los seres humanos. Fue entonces, mi señor, cuando opté por informaros. Me pareció que era algo serio y que debíais tener conocimiento de ello.
Lucifer alza una de sus cejas, perfectamente arqueadas.
—¿Eres consciente de que esto podría significar el fin de tu pequeño experimento?
—Soy consciente, mi señor. Pero había que detenerlos. Había que…
No termina la frase, pero creo leer lo que sigue en su mirada.
Había que salvar a Gabriel.
Astaroth no era tan ingenuo como Nebiros y Uriel parecían pensar. Entró en la boca del lobo, sí, pero no lo hizo solo. Y Lucifer, Señor de los Demonios, el más poderoso de todos ellos, es perfectamente capaz de infiltrarse en un lugar sin ser detectado, tal vez como una sombra invisible, quizá como un simple pensamiento. Puede que por eso lleve tantísimo tiempo siendo quien es. Quizá por esta razón sea imposible engañarle o conspirar contra él. Porque puede
escucharte sin que sospeches siquiera que lo está haciendo.
—Hablaremos de esto —concluye Lucifer—. En cuanto a vosotros… —añade dirigiéndose a los ángeles.
—No soy uno de los tuyos —replica Uriel, altivo—. No tienes poder sobre mí.
Los ojos de Lucifer relampaguean, y el arcángel retrocede un paso, pero no aparta la mirada. El demonio sonríe brevemente.
—Aun así, te mataré —afirma, y desenvaina su espada, casi al mismo tiempo que Uriel.
—Basta —interviene una voz, serena y autoritaria—. ¿Con qué derecho levantas tu espada contra un arcángel, Príncipe de las Tinieblas?
Obnubilados por la presencia de Lucifer, ninguno de nosotros se ha dado cuenta de que la puerta del despacho se ha abierto a nuestras espaldas. En ella hay tres ángeles severos y resplandecientes, dos varones y una joven. Los tres llevan las alas enhiestas y las espadas desenvainadas y cubiertas de sangre. Por lo que parece, se han cargado ellos solos a toda la seguridad demoníaca del edificio.
—Os saludo, arcángeles —responde Lucifer con frialdad—. Debo confesar que hace ya rato que os esperaba. No en vano, estoy tratando de desentrañar una conspiración de proporciones planetarias en la que están involucrados dos de los vuestros. Ya tardabais en aparecer.
Gabriel los contempla, perpleja:
—¡Miguel! ¡Rafael! ¡Remeiel! ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
El más alto de todos, un ángel rubio e imponente, alza la cabeza con orgullo y dirige una breve mirada a Astaroth, que se encoge de hombros.
—¿Por qué crees que he tardado tanto en venir a buscarte? —responde el demonio.
No me lo puedo creer. Astaroth no solo ha venido con Lucifer, sino que además se ha tomado la molestia de avisar a los ángeles… a los arcángeles, mejor dicho, con Miguel a la cabeza.
—Pero ¿por qué? —murmura Gabriel.
Eso es lo que nos estamos preguntando todos, incluyendo Lucifer, supongo yo, porque tiene los ojos clavados en Miguel y ha fruncido los labios en una expresión que no presagia nada bueno.
No parece que haya sido una gran idea untar aquí a estos dos. ¿Sospecharía ya Astaroth que Uriel estaba detrás de todo esto, y decidió informar a los ángeles para que se ocupasen del asunto?
Sin embargo, la explicación resulta ser mucho más obvia y sencilla:
—Porque llevaban meses buscándote —responde—. Yo solo les dije que sabía dónde encontrarte. Han venido aquí por ti.
Remeiel, la chica, le sonríe.
—Saludos, hermana. Nos alegramos de encontrarte sana y salva. Y saludos, Uriel. También a ti te echábamos de menos.
—No lo hagas —replica entonces Gabriel, con una nota de ira contenida en su voz—. Es un traidor. Pactó con ese demonio para exterminar a todos los seres humanos del planeta.
Hasta Miguel, que se había llevado la mano a la espada, dispuesto a abalanzarse sobre Lucifer, se vuelve hacia ella.
—Nos han llegado rumores —murmura—. Un ángel fue alertado por un humano acerca de un plan semejante… Pero no se nos dijo que uno de los nuestros pudiera estar implicado. Si eso es verdad, se trata de una acusación muy grave. ¿Estás segura de lo que dices, Gabriel?
No lo puedo creer. ¡Jeiazel habló con los demás ángeles, después de todo! Sin embargo, ahora comprendo por qué me dio largas y por qué dudaba que Miguel fuera a hacerme caso. El y los suyos estaban ocupados buscando a Gabriel, que llevaba meses desaparecida.
—Una enfermedad letal —asiente ella en voz baja—, que solo afectaría a los humanos. A todos ellos. En menos de un mes desde la ejecución de su plan, ya no quedará ningún ser humano sobre la Tierra.
Los arcángeles callan, horrorizados. Rafael, que parece el mayor de los tres, el más juicioso tal vez, mira a Uriel, muy serio.
—¿Es eso cierto?
Los dos cruzan una larga, larga mirada. Finalmente, Uriel se derrumba. Se deja caer al suelo con la suavidad de una hoja que se desprende de un árbol y, de rodillas ante sus hermanos, susurra:
—Lo hice para salvarnos… para salvarnos a todos… la creación… nuestro hermoso mundo…
Su voz se apaga y nadie dice nada, por el momento. Contemplo a los arcángeles y me conmueve contemplar en sus rostros huellas del intenso dolor que aflige a Uriel, y que le ha llevado a esta situación. Me siento malvada y miserable.
Cuánto daño hemos hecho a estas criaturas, y a tantas otras, por ignorancia, por egoísmo o por pura mezquindad.
Miguel alza la cabeza lentamente. Sus ojos dorados, nobles y serenos, se cruzan con la mirada roja de Lucifer.
—Tú te ocupas de los tuyos —dice a media voz—, y yo de los míos. Como de costumbre.
Lucifer yergue las alas. Sus finos labios se curvan en una maliciosa sonrisa.
—Estoy de acuerdo —asiente—. Pero ¿qué hay de ellos? —pregunta lanzando una mirada hacia Astaroth y Gabriel—. ¿Estás al tanto de su pequeño… proyecto?
—Estoy al tanto —responde Miguel—. Astaroth ha tenido a bien informarme de ello. Debo confesar —añade contemplándola con un cierto gesto de repugnancia— que no le creí. Pensé que trataba de calumniarte, y solo Rafael fue capaz de impedir que le atravesara con mi espada allí mismo. ¿Es cierto eso, Gabriel? —Ella asiente, sin una palabra, y Miguel sacude la cabeza, desconcertado—. ¿Cómo has podido?
—Pero es parte de la esencia del mundo —responde ella con suavidad—. Y dime, hermano… ¿me espera por ello el mismo castigo que a Samael?
Miguel la contempla, dividido entre su afecto hacia ella y el dolor que le inspira el hecho de verla unto a Astaroth. El demonio, sin embargo, observa la escena sin intervenir.
Por fin, Miguel se vuelve hacia los otros arcángeles. Parece cansado e indeciso.
—Raguel la habría ejecutado por esto —murmura.
Rafael se encoge de hombros.
—Eran otros tiempos —responde—. Entonces éramos muchos más, y el mundo rebosaba vida. Hoy no podemos permitírnoslo. Nadie debería ser castigado por traer más vida al mundo. Nunca.
Miguel y Remeiel asienten. Parecen aliviados. Y yo sonrío porque, por lo visto, Gabriel se ha salvado. Su relación… su amor por Astaroth no va a ser recompensado con la muerte. Sin embargo, aún queda algo por resolver.
Uriel se ha levantado con dificultad. Parece terriblemente cansado.
—Recuerdo… cómo era el mundo antes —se limita a decir, y más que palabras, son un grito de dolor, un lamento, una pregunta sin respuesta.
—Yo también —responde Miguel a media voz.
—Yo… lo echaba de menos.
—Lo sé. También yo —y después añade—: Te comprendo.
Por el rostro puro de Uriel se derrama una beatífica sonrisa.
—Gracias —susurra solamente, y es entonces cuando nos damos cuenta de que, en un movimiento tan rápido que nos ha pasado desapercibido, Miguel le ha atravesado con su espada.
—Lo siento tanto, hermano… —susurra Miguel—. Descansa en paz.
—Gracias —repite Uriel, y ese es su último aliento. Por fin, el ángel que no podía soportar el intenso sufrimiento del mundo, que trató de aliviarlo eliminando a su peor pesadilla, muere en brazos de los arcángeles, que sostienen su cuerpo, conmovidos.
Miguel se yergue entonces para encarar a Lucifer, desafiante.
—Ya hemos cumplido con nuestra parte —anuncia; se le quiebra la voz en las últimas palabras, cargadas de dolor por el recuerdo de Uriel. Sin embargo, se recupera para añadir, con cierta dureza—: Esperamos que tú hagas usticia entre los tuyos.
—¿Justicia? —los labios de Lucifer se curvan en una sonrisa burlona—. Haré lo que tenga que hacer, arcángel. Pero convendría que esto no terminase aquí.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Rafael frunciendo el ceño.
Lucifer señala con un gesto a Gabriel y a Astaroth.
—Deberíamos estudiarlo —explica—. A todos nos conviene que el equilibrio del mundo permanezca intacto. Incluso a los humanos, aunque ellos no lo sepan.
Miguel sonríe.
—Me sorprendes, Lucifer. Tanta voluntad de conciliación no es propia de ti.
Lucifer se encoge de hombros.
—No he llegado a donde estoy ignorando las señales y los augurios. Los demonios están empezando a enfermar. Si el mundo muere, moriremos con él. Y a vosotros —añade volviéndose hacia Gabriel y su compañero— os conviene que vuestro experimento funcione porque, de lo contrario, quizá en un futuro me proponga yo mismo acabar lo que Nebiros empezó. ¿Me he explicado bien?

Cristalino.
Lucifer nos da una última oportunidad, al Grupo de la Recreación, a los humanos.
Quizá el hecho de que hayamos perfeccionado hasta la maestría el arte demoníaco de la destrucción le produzca sentimientos encontrados. Por un lado, se siente orgulloso de nosotros. Por otro, hemos jubilado a los demonios demasiado pronto, y ellos quieren asegurarse no solo de tener en el futuro un mundo en el que puedan seguir ejerciendo sus instintos destructivos, sino también, y esto es lo más importante, un mundo en el que continuar subsistiendo como especie.
Si esperaba una lucha a muerte entre Lucifer y Miguel, me he llevado un chasco. Parece que estos dos están más acostumbrados a conversaciones tensas, a amenazas veladas, a una especie de guerra fría, que a combates directos. Puede que se deba a que los ángeles están perdiendo la guerra y no quieren arriesgarse inútilmente. O tal vez Lucifer haya decidido que ya no son una amenaza y ni se moleste en pelear contra ellos. O quizá lo que suceda es, simple y llanamente, que unos y otros son ya demasiado viejos y están demasiado cansados. Puede que, después de todo, necesiten la jubilación.
La mirada de los ángeles va de Lucifer a Gabriel y Astaroth, y viceversa. Como de costumbre, a Kai y a mí nadie nos presta atención.
—Hablaremos del asunto —promete finalmente Miguel—, pero antes necesitamos estudiar la situación. Y eso va a requerir toda la ayuda que Gabriel pueda prestarnos.
Alza la espada y, en un gesto tan rápido y eficaz como el que ha matado a Uriel, rompe las cadenas que la aprisionan, dejándola libre. Ella respira hondo, aliviada. Remeiel avanza hacia ella y le tiende otra espada.
—Toma —le dice—, es la tuya. La hemos encontrado en una sala de trofeos, no lejos de aquí.
Gabriel recupera su espada y la empuña, y por momentos parece recobrar algo del esplendor perdido. Sin vacilar, la utiliza para liberar a Astaroth y —¡por fin!— para romper las esposas de Kai. Me acerco a él, preocupado.
«¿Te encuentras bien?», le pregunto.
—He tenido momentos mejores —responde él—, pero estoy vivo, y es lo que cuenta.
«Claro», respondo, alicaído, recordando de pronto que yo ya no lo estoy.
Lucifer ni siquiera se molesta en mirarnos. Aferra por la nuca a Nebiros, que aulla de dolor, y lo arrastra tras de sí.
—Volveremos a vernos, Miguel —dice—. Entretanto, ten por seguro que Nebiros será convenientemente castigado. Rafael, Gabriel, Remeiel… lord Astaroth —añade finalmente—, ha sido un placer hablar con vosotros. Quizá la próxima vez nos encontremos en circunstancias más favorables para todos… o tal vez no.

Y desaparece llevándose consigo a Nebiros, que sigue gritando y suplicando clemencia. Pero, sospechamos todos, no le va a servir de nada. Si Lucifer cumple su promesa, y nada nos hace dudar que la cumplirá, Nebiros estará experimentando los más horribles tormentos durante los próximos setenta y siete mil años… por lo menos.
Cuando el último aullido desesperado de Nebiros se apaga, la estancia queda en silencio, un silencio sepulcral. Aquí estamos todos: cuatro ángeles, dos demonios y un fantasma. Parece que aquellos que amenazaban con exterminar a la especie humana no volverán a intentarlo, al menos por el momento. Y, sin embargo, tengo la sensación de que esto no acaba aquí.
Por fin, Astaroth rompe el silencio:
—Salid todos de aquí —nos dice—. Aún hay algo que debo hacer.
Miguel se vuelve para mirarlo, con los ojos entornados, tratando de adivinar sus intenciones. Es evidente que aún no confía del todo en él, y no le culpo: ángeles y demonios llevan millones de años luchando entre ellos, y seguro que Miguel y Astaroth han cruzado sus espadas más de una vez. Sin embargo, finalmente el arcángel parece entender lo que quiere decir, porque sonríe torvamente y asiente.
—Permíteme que colabore.
—Cómo no —sonríe el demonio a su vez.
De modo que salimos del edificio, dejándolos atrás. Remeiel ayuda a Gabriel a caminar, porque aún está débil; por su parte, Rafael sostiene a Kai, mientras yo revoloteo a su alrededor, todavía aturdido y sin ser capaz de asimilar todo lo que acaba de suceder.
Escapamos por fin y emergemos al aire libre. Es una noche hermosa, fresca y agradable, pero los ángeles no se detienen a contemplarla. Caminamos todavía más lejos, más allá del jardín, más allá de la valla. Parece que vamos a detenernos en los aparcamientos, pero los ángeles miran los coches con un gesto de repugnancia y nos guían un poco más lejos, hasta el pequeño bosquecillo que se extiende más allá de la carretera. Después, nos volvemos todos atrás y esperamos.
«¿Qué va a pasar ahora?», susurro, preocupado.
—Lo que tiene que pasar —responde Gabriel enigmáticamente.
Y, de pronto, se oye un silbido y algo surca el cielo, raudo, trazando un elegante arco luminoso.
El sonido se hace más y más fuerte, y la luz, más intensa. Ya sé qué es. Se trata de un meteorito no muy grande, tal vez tan solo un pedrusco, que cruza el firmamento y parece que va a caernos justo encima. Grito de miedo, pero la voz de Kai me tranquiliza:
—Calma, Soo. Espera y observa.
«¡Pero…!».
—Calma —repite él.
Todos parecen saber muy bien lo que sucede… todos, salvo yo. De modo que, aún intranquilo, contemplo cómo la roca celeste se hace cada vez más y más grande, hasta que de pronto cae, con impecable puntería, encima de la sede de Edén Pharmacorp, haciéndola estallar en millones de pedazos.
Grito de miedo y me cubro el rostro con las manos para protegerme de los escombros, antes de recordar que soy un fantasma y no pueden hacerme daño. La temperatura del aire ha subido considerablemente, el ruido es ensordecedor y los cascotes arrojados por la onda expansiva amenazan con golpearnos… pero entonces Rafael alza la mano y algo parecido a una pantalla invisible detiene los escombros en el aire, protegiéndonos a todos.
—No ha estado mal —reconoce Remeiel, y entonces descubro que Miguel y Astaroth ya han regresado, y que están a nuestro lado, sonriendo, satisfechos.
—No creo que quede nada que puedan usar —dice el demonio—, pero mi gente y yo nos encargaremos de investigar acerca de los negocios de Nebiros y eliminaremos cualquier rastro que pueda haber dejado tras de sí.
—Nada de muertes innecesarias —le advierte Gabriel.
—Solo las muertes estrictamente necesarias —le promete él, y sonríe de forma que nos hace pensar que va a considerar imprescindible la muerte de unos cuantos individuos más.
Los ángeles contemplan a la pareja con preocupación. Ahora que están untos, sin cadenas y sin un emperador demoníaco que los observe con fría cólera, es más evidente que nunca lo que hay entre ellos. Se sostienen mutuamente, están en contacto por voluntad propia. El brazo de Astaroth reposa con delicadeza sobre los hombros de Gabriel, y ella abraza la cintura del demonio. Es obvio, es mucho más que un experimento. De alguna forma sorprendente, teniendo
en cuenta que ella es un ángel radiante y compasivo, y él un sanguinario señor de los demonios, estos dos se han enamorado, se respetan y han optado por llevar adelante una relación que hasta hace nada iba a dar un fruto humano.
—¿Estás segura de lo que haces, Gabriel? —pregunta Miguel, inquieto.
—Sé lo que hago —responde ella—. Y muy pronto, muchos otros ángeles y demonios lo sabrán también.
Los ángeles callan, incómodos. No saben qué decir.
—Espero que sea para bien —murmura entonces Remeiel, a media voz.
—Yo también lo espero. Pero no depende solo de nosotros —añade dirigiéndome una mirada elocuente.
No, depende también de los humanos, ya lo sé. Pero estoy muerto, y no hay mucho que pueda hacer al respecto.
Sin embargo, opto por callar. Hace ya un buen rato que me siento un mero espectador de todo lo que ha sucedido. Tampoco podría haber colaborado demasiado, ni siquiera estando vivo. Y muerto he servido de menos todavía. Por poco consigo que maten a Kai. Todavía no puedo creer que siga vivo.
Miguel estudia a Astaroth de arriba abajo. El demonio soporta el examen, imperturbable.
—Eres un demonio —dice el arcángel por fin—. Un demonio antiguo y poderoso. Has hecho un daño incalculable al mundo desde que existes. Y, no obstante, nos avisaste de lo que estaba sucediendo aquí, has colaborado para desmontar el plan de Uriel y Nebiros y has venido a rescatar a Gabriel. La has salvado. Porque… pese a ser un demonio, la amas. Tu relación con ella va mucho más allá de un simple experimento. No encuentro otra explicación.
Astaroth no responde, pero su silencio habla por sí solo.
—Cuídala bien —dice entonces Miguel—. Volveremos a vernos. Id en paz. Todos vosotros —añade, abarcando con la mirada a Kai y Astaroth.
Gabriel sonríe. Los demonios inclinan la cabeza en señal de despedida.
Y después, Miguel y Rafael desaparecen en la noche. Así, sin más.
Querría haberles dicho muchas cosas, querría haber hablado con ellos, pero no he tenido ocasión.
Aún estoy mirando a mi alrededor, por si los veo alejarse, cuando Gabriel se acerca a nosotros.
—Gracias a los dos —nos dice—. Muchas gracias, Soo y Kai. Os debo mucho más que la vida.
Recuerdo los dramáticos instantes que hemos vivido, ante Uriel y Nebiros.
«Pero… perdiste a tu bebé», balbuceo, apenado. «Lo siento muchísimo».
Una sombra de dolor cruza los bellos ojos del arcángel.
—El próximo vivirá —le promete Astaroth, y ella asiente y sonríe—. Kai —añade, y mi enlace levanta la cabeza, atento—, me has servido bien. Mejor de lo que debías, en realidad. Por mi parte, no solo considero saldada tu deuda, sino que además me siento en deuda contigo. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
—Una o dos cosas —sonríe él—, pero de momento me conformo con vuestra gratitud.
«Hay algo que sí querría que hicieseis, si no es molestia», intervengo yo con timidez. Me sorprendo de mi propia osadía, pero ya están todos mirándome y tengo que seguir hablando, de modo que reúno valor y continúo. «Es acerca de… el niño al que mi madre secuestró porque sus enviados le confundieron conmigo. Me gustaría que volviera a casa».
Todos me miran, asombrados.
—Naturalmente —asiente entonces Gabriel, y mira a Astaroth, que sonríe y comenta:
—Creo que madonna Constanza va a tener el placer de volver a verme mucho antes de lo que desearía.
Me siento muy aliviado. Me sentía culpable de la situación de ese pobre niño. Y aunque sé que no debo confiar en la promesa de un demonio, por lo menos estoy convencida de que Gabriel sí se encargará de recordárselo.
—Pero tú, joven espíritu —interviene entonces la voz de Remeiel—, no deberías estar aquí.
Me había olvidado por completo de ella. No se ha marchado con los otros dos arcángeles, y ahora creo comprender por qué.
Remeiel es un ángel de frente despejada, largo cabello negro y profundos ojos de color violeta.
Según la angelología, es la encargada de guiar a las almas de aquellos que mueren.
Y me entra el pánico. Porque entiendo que ha llegado el momento, que voy a tener que marcharme por fin. Y odio las despedidas. Con toda mi alma.
—No te resistas —dice Remeiel—. Estás preparado para partir. Hace mucho que lo estás.
Y entonces, por fin, se abre ante mí el túnel de luz. Es hermoso, deslumbrante, y tira de mí con una irresistible fuerza de atracción. Noto que comienzo a flotar.
«Kai…», lo llamo, asustado. No quiero irme todavía, no quiero marcharme… no sin él…
Lo miro, implorante, pero solo sonríe y dice:
—Ve. Vuela. Sé libre, Soo.
No respondo, pero me siento un tanto decepcionado. ¿Eso es todo?
Cuando me vuelvo para mirarlo, él ya no está. Me trago mi rabia y mi dolor, y me dispongo a internarme por el túnel de luz… por fin, y porque no me queda más remedio.
¿Comprendéis ahora por qué no me gustan las despedidas? Porque siempre son mucho más cortas de lo que uno desearía. Humillantemente cortas algunas veces. Como en este caso.
Pero entonces, súbitamente, una sombra me tapa la luz. Una sombra sinuosa, de brillantes ojos rojos y enormes alas hechas de la más negra oscuridad. Trato de reprimir mi pánico y retrocedo, pero la sombra está en todas partes, rodeándome, persiguiéndome, y no hay forma de escapar.
«Te pedí que no te marcharas sin despedirte, Soo», me reprocha, y hay algo en esa voz que resuena en mi mente que me resulta muy, muy familiar.
«¿Kai?», pregunto, incrédulo.
Juraría que la sombra sonríe, pero, claro, no puedo estar muy seguro.
«También te dije que podía pasar al estado espiritual si lo deseaba», dice él. «No a menudo, claro, porque no estoy tan en forma como en el pasado, y esto requiere mucho esfuerzo y unas energías que ya no me sobran. Pero se da el caso de que esta vez lo deseaba de verdad».
«¿Por qué?», me atrevo a preguntar.
«Para poder hacer esto», responde Kai, y me abraza de pronto envolviéndome con sus alas, casi con toda su figura. Reprimo una exclamación de sorpresa. Lo noto, lo siento, y es mucho más intenso de lo que había imaginado. Nunca pensé que diría esto, pero es el mejor regalo que me han hecho nunca. Cierro los ojos y me dejo acunar por la esencia de Kai, demoníaca, de acuerdo, pero su esencia al fin y al cabo. No hace mucho pensé que me moría por un abrazo. Es
como si me hubiese leído la mente. Porque se trata, probablemente, del último abrazo que recibiré en mi corta existencia. Del abrazo que llevaba tanto tiempo necesitando y que nadie había sido capaz de darme. Y se lo debo a él.
«Gracias», murmuro.
«¿Por qué?», me pregunta. «No lo he hecho por ti. Lo he hecho porque me apetecía. Soy yo quien tiene que darte las gracias».
Esta vez me toca a mí preguntar la razón.
«Por mi culpa te han capturado, disparado, torturado, amenazado y por poco te matan. No me debes nada».
«Te debo más de lo que imaginas», responde él, ante mi sorpresa. «Hacía siglos que no había vivido unos días tan interesantes. Hacía siglos que nada estimulaba mi imaginación, que no hablaba así con nadie. Para seres como nosotros, Soo, el aburrimiento es el peor de los males. Y tú, conscientemente o no, me rescataste de él cuando entraste esa noche en ese pub y me pusiste tu espada en el pecho. Por eso… te deseo todo lo mejor. Por eso creo… sé que te voy a echar de menos. Aunque seas humano».
Me quedo sin habla, porque no estaba preparado para oír eso de él. No sé si es el momento adecuado, no sé siquiera si vale la pena hacerlo, pero tengo que decírselo… tengo que decirle lo que siento ahora, porque no habrá ninguna otra ocasión… nunca más. Y aunque a él no le importe, aunque no sirva de nada, necesito hacerlo… antes de desaparecer para siempre de este mundo.
Y lo intento, pero, desde luego, no es que mis primeras palabras al respecto sean un prodigio de elocuencia.
«Pero yo… pero tú… tú sabes que yo…», balbuceo.
No soy capaz de seguir. Sin embargo, Kai parece entender porque alza la mano, una mano que parece hecha de la más oscura tiniebla, y acaricia con ella mi rostro fantasmal, depositando un beso en mi frente, con una delicadeza inpropia de un demonio, haciéndome así callar por un instante.
«Lo sé, y lo acepto», responde. «Lo sé, y lo comparto. En cierto modo. No de la misma manera que tú, claro, porque somos diferentes, y te llevo cerca de un millón y medio de años de ventaja».
Tampoco estaba preparado para que me dijese su edad. No se lo he preguntado, y en el fondo no quería saberlo, porque es una cifra demasiado abrumadora, demasiado impresionante. Y eso que es de los jóvenes…
«Pero lo comparto», prosigue, «y por eso quiero desearte un buen viaje y hacerte una promesa. Y ten por seguro que la cumpliré».
«¿De qué se trata?», pregunto, pero el túnel de luz tira de mí y me arranca de los brazos inmateriales de Kai. Sé que abajo están Remeiel, Gabriel y Astaroth despidiéndose de mí, pero ahora mismo solo tengo ojos para Kai. En lugar del rostro que sé que jamás olvidaré, ahora me muestra solo un contorno, una sombra. En lugar de esos ojos grises como un cielo tormentoso, ahora no veo más que dos finas rendijas rojas. Pero es él, lo sé. Su verdadera esencia. Y tenía razón: la temo, y una parte de mí la odia. Pero es parte de mi ser. Es parte de la naturaleza del mundo, y por eso también, en cierto modo, la amo.
Y por este motivo, comprendo de pronto, se me hace tan difícil partir.
«¿De qué se trata?», insisto mientras la fuerza del túnel de luz se esfuerza en separarnos, mientras nuestras manos permanecen enlazadas por última vez.
Pero Kai sonríe.
«¡Kai!», grito sin obtener respuesta.
Y solo cuando nos soltamos por fin, y mi mano fantasmal se desliza fuera de la suya… solo cuando le doy la espalda para encarar el túnel de luz, cuando estoy a punto de ser tragado por él, resuena su promesa en lo más profundo de mi mente y de mi corazón:
«Te esperaré».
¿Que me esperarás? ¿Dónde? ¿Cuándo?, trato de preguntarle, pero ya no hay tiempo.

Mi esencia es absorbida por el túnel de luz, y abandono por fin el mundo que me vio nacer, con la esperanza de que las nuevas generaciones lo conviertan en un hogar mejor para todos, algo que yo ya no podré ver, algo que no podré vivir.

Sin embargo, y a pesar de mi añoranza y mis buenos deseos, mi último pensamiento es, inevitablemente, para él.

Kai
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Comments

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yuhiyuhi
#1
Chapter 15: TnT eso le hace mal a mi corazon... - solloza- parezo una loca llorando... Que pasa con kai?.. Quiero saber si se ven... Ay diooooo - llora como huérfana-
Hysterietize
#2
Magnifico fan fic he encontrado hoy.
Te agradezco por adaptarle, está demasiado bueno.
Además de que madonna Constanza posee mi mismo nombre, me ha encantado mucho más.
lleeann #3
Muy bien un fic en español :) le dare una leida y te comento ;)