C-11

2 Velas Para el Diablo [KaiSoo]

Estamos de nuevo en el piso de Kai. Floto mientras le observo buscar algo en su ordenador.

«¿Qué estás buscando, si puede saberse?», le pregunto.

Kai no me hace caso. Sigue pendiente del monitor.

Por fin, abre un archivo de texto y la pantalla se llena de palabras sin sentido, escritas en alfabeto latino, pero en un idioma incomprensible para mí. Sin embargo, Kai lee la página atentamente, luego frunce el ceño, cierra el documento y sigue buscando en las carpetas del disco duro. Continúa abriendo y examinando documentos, uno tras otro, todos escritos en ese lenguaje desconocido.

«Tiene sentido para ti, ¿no?», comento, aunque ya sé que es obvio.

—Está escrito en el idioma de los demonios.

«Creía que poseíais vuestro propio código escrito».

—Y es verdad. Pero no se comercializan ordenadores con un juego de caracteres demoníacos —explica con una sonrisa socarrona.

«¿Quieres decir que todo esto lo has escrito tú?».

Asiente sin una palabra. Parece que por fin ha encontrado el documento que buscaba; pero tiene más de setecientas páginas, y sospecho que aún va a tardar un poco en encontrar exactamente lo que le interesa.

«¿Y qué es?», sigo indagando con curiosidad.

La respuesta resulta sorprendente:

—Mis memorias.

Se me ocurren un montón de cosas que preguntarle al respecto, pero prefiero callarme, dejar que trabaje y meditar sobre esto.

Tiene tanto sentido que no sé cómo no se me había ocurrido antes. Angeles y demonios que olvidan su pasado porque son demasiado viejos. Y, con su pasado, olvidan sus vivencias, sus conocimientos, todo aquello que han aprendido y que podría serles útil en un futuro. Visto así, es lógico que pongan por escrito lo que puedan para no perder toda esa información. Pero ¿lo harán así todos los demonios? ¿Y los ángeles? Y si es así, ¿por qué nunca se ha encontrado ningún libro escrito en su idioma? ¿Cuántos misterios contendrá un documento como ese? ¿Cuántos secretos y revelaciones acerca del mundo podrían leerse en el diario de un demonio?

«¿Hace mucho que las escribes?», no puedo evitar preguntar. El volumen de información que está consultando es ingente; aquí debe de haber miles de páginas, quizá cientos de miles.

—No tanto como quisiera —responde Kai con un suspiro de cansancio—. Nunca nos ha gustado poner nuestros conocimientos por escrito; sería demasiado fácil que cayesen en manos inapropiadas. Pero esto —añade señalando el disco duro portátil que reposa sobre la mesa— lo cambia todo. La informática nos permite llevar con nosotros una gran cantidad de información sin necesidad de tener que guardarla en una biblioteca, así que, ante el peligro de olvidar cosas importantes, muchos de nosotros escribimos nuestras memorias y las guardamos en soporte digital.

«¿Y no os preocupan los hackers?», sigo preguntando.

Kai me dedica una de sus aviesas sonrisas.

—La red es nuestra —dice solamente. Lo cual significa, probablemente, que la mayor parte de los mejores piratas informáticos son demonios o trabajan para ellos—. De todos modos—añade—, este ordenador no está conectado a internet. Por si acaso.

«Entiendo», asiento. «¿Y qué estás buscando exactamente? Si se puede preguntar».

Kai calla un momento antes de responder, a media voz:

—«Toda la Tierra ha sido ertida por la ciencia por obra de Azazel, achácale todo pecado» —cita.

Es lo único que hemos podido sonsacarle a Sehun en la prórroga «extraoficial» de nuestra conversación. De lo cual deduzco que Kai lo ha considerado una pista importante y está investigando por ese lado.

Reflexiono. Según el Libro de Enoc, Azazel fue uno de los implicados en la Caída de los ángeles. Por lo visto, no contento con procrear con humanas, enseñó a sus hijos secretos que hasta entonces solo los ángeles conocían. Les enseñó a forjar metales —y, con ello, armas— y a extraer piedras preciosas del subsuelo; así que, de un plumazo, este encantador demonio trajo al mundo las guerras y la codicia.

¿Qué tiene que ver Azazel con mi muerte? ¿Me mataron porque soy una mestizo? Eso implicaría que mi asesinato fue un ataque racista. Pero tenía entendido que los demonios no tienen nada en contra del hecho de procrear con humanos. Llevan haciéndolo a menudo desde los albores de nuestra especie.

Y, sin embargo, estamos casi seguros de que fue Nebiros quien ordenó mi muerte. ¿Qué podía tener ese demonio contra mí? ¿Tuvo algo que ver el hecho de que yo fuese el hijo de un ángel? Y si es así, ¿el qué? ¿Y qué relación tiene todo eso con su plan de exterminar a todos los humanos… si es que existe alguna relación?

Me frustra mucho no poder responder a ninguna de estas incógnitas. Estoy en blanco; no me queda más remedio que consultarlo con Kai.

«¿Por qué crees que Sehun ha mencionado a Azazel?», le pregunto.

—Ni idea —responde él—. Pero me intriga mucho. Si no recuerdo mal, el mito de Enoc señala a Semyaza como jefe de los ángeles que se unieron a los humanos para procrear una raza de gigantes violentos.

Asiento. Así es como lo cuenta la obra, en efecto.

«¿Conoces a alguno de los dos?», pregunto. Quién sabe; en teoría, lo que cuenta el Libro de Enoc sucedió hace cientos de miles de años, pero los demonios son poco menos que inmortales.

—No, y aún hoy no estoy seguro de que existan realmente. El mito de Enoc es solo un mito, nadie recuerda lo que sucedió en aquella época.

«¿Tú tampoco?», pregunto señalando el documento que parpadea en la pantalla.

—Yo ni siquiera había nacido entonces —se ríe—. Pero recuerdo a alguien que me habló de Azazel una vez… con bastante pasión. Alguien que creía firmemente que había sufrido un castigo injusto hace mucho, mucho tiempo. Podía ser un loco o podía haber conocido realmente a Azazel. Pero, loco o no, si existe un grupo de demonios seguidores del mito de Enoc, puede que estén detrás de esto.

No se me escapa que no deja de calificar de «mito» lo que se cuenta en el Libro de Enoc.

«Entonces, ¿no crees en esa historia?», sigo preguntando. Kai sacude la cabeza, como si acabase de decir algo absurdo.

—Claro que no; pero hoy día, con lo que les está pasando a los ángeles y lo poco que sabemos acerca de nuestros orígenes… en fin, no es extraño que haya gente que se crea cualquier cosa. Aja, aquí está —dice de pronto.

Sus dedos recorren el teclado para subrayar un par de párrafos que me resultan tan ininteligibles como todo lo demás.

—Justo; aquí lo tengo: fue hace cerca de trescientos años. Se hacía llamar Ravana en Oriente, aunque hacía tiempo que vivía en Italia. De hecho, nos conocimos en un banquete en Venecia. No sé por qué anoté lo de esa cena… ah, ya veo —añade, y sus labios se curvan en una sonrisa que solo podría definir como malvada—. Qué tiempos aquellos —suspira—; en fin, Ravana hablaba del mito de Enoc con mucha indignación, y mencionó varias veces a Azazel —se encoge de hombros—. Si puedo volver a encontrarlo, tal vez pueda interrogarle a fondo. Si existe una secta basada en el mito de Enoc, quizá estén detrás de todo esto… y quizá también estén relacionados de algún modo con el plan de Nebiros.

«¿Y cómo piensas encontrar a ese tal Ravana después de trescientos años?».

Se encoge de hombros.

—Preguntando, claro. Con un poco de suerte, seguirá en Italia. En tal caso no tendremos que ir demasiado lejos esta vez.

Suspiro con resignación.

«Sabes, no me gusta esto de ir de demonio en demonio. Ya deberías saber que no confío en vosotros. Preferiría mil veces volver a contactar con los ángeles, si no es molestia. Quién sabe…quizá sepan algo importante, y después de todo yo no me siento cómodo encendiendo una velita demoníaca tras otra», concluyo refiriéndome al refrán que Kai mencionó en cierta ocasión, al poco de conocernos.

—Se dice «poner dos velas para el diablo» —me corrige.

«Eso».

—Comprendo tu aprensión, Soo, pero debes entender que tienes a un demonio como enlace. No pretenderás que vaya a presentarle mis respetos al arcángel Miguel.

«Bueno, a Miguel precisamente no, pero…».

—¿Quieres averiguar quién mató a tu padre, sí o no?

«Sí, pero…».

—Pues este es el medio más rápido. Aunque no te lo parezca.

Suspiro, resignado.

«Si tú lo dices…».

Kai se echa hacia atrás recostándose sobre el respaldo de la silla, se estira cuan largo es, bosteza ruidosamente y se frota un ojo.

«No me digas que tienes sueño», me burlo.

—No… —murmura—. Pero… estoy algo cansado.

«Tonterías; eres un demonio, no puedes cansarte».

—Ya —responde, y ese «ya» está lleno de incertidumbre… y hasta me parece detectar un timbre de temor en su voz.

Lo observo con aire crítico.

«Oye, ¿en serio estás bien?», le pregunto, preocupado. «No es normal que estés cansado, y lo sabes».

Suspira, sacude la cabeza y se pone en pie.

—Me pasa a veces. Tranquilo, no es grave, y además, no soy el único al que… —se calla de pronto, pero ya ha dicho más de lo que debía, y ato cabos con velocidad.

La pérdida de memoria… la imposibilidad de retornar al estado inmaterial… y molestias físicas… de cualquier tipo… Ningún demonio ha muerto a causa de la Plaga…

… todavía.

Pero están comenzando a experimentar los mismos síntomas que empezaron a sufrir los ángeles hace varios siglos. .. Primeros síntomas de una enfermedad que hoy día los está abocando a la extinción.

«¿Por qué?», pregunto, perplejo. «¿Por qué os pasa a vosotros también?».

De pronto, Kai se enfurece.

—No nos pasa nada, ¿queda claro? ¡Nada! Es solo que pasamos demasiado tiempo en estado material, pero eso es todo, ¿de acuerdo? ¡Y no se te ocurra insinuar lo contrario!

Nunca lo había visto así. No es como cuando se enfadó en Shanghai; su rabia no va dirigida contra mí, y ni siquiera estoy seguro de que sea rabia lo que siente. Sus ojos arden como brasas, y sus alas, erguidas a su espalda, tiemblan… ¿de miedo, tal vez?

No importa cuántas veces trate de negarlo, yo sé la verdad. Los demonios están comenzando a enfermar. Y quizá… solo quizá… la Plaga terminará por llevárselos a ellos también.

Oh, no sucederá durante los próximos cien años ni, probablemente, durante los próximos trescientos… pero acabará sucediendo. Y lo peor es que, si bien a los ángeles les pilló desprevenidos, los demonios ya saben lo que les espera. El presente de los ángeles es su futuro.

Lo saben, aunque no quieran reconocerlo.

Y quizá por eso hay algo más que compasión en su forma de tratar a sus agotados enemigos.

Miedo.

«Estás asustado», murmuro.

Me da la espalda con brusquedad. Sus alas forman una impenetrable capa de oscuridad que me impide verle el rostro.

«Kai…», empiezo, pero me callo de pronto.

Vale, él tiene miedo, pero yo también estoy experimentando algo que no me gusta un pelo. ¿Compasión? ¿Por un demonio? Venga ya.

De todos modos, es un tema delicado e incómodo para los dos, así que lo mejor es hablar de otra cosa.

«Bueno, entonces, ¿cómo vas a encontrar a Ravana? Y si es verdad que existe una… una secta jenoquiana o lo que sea… ¿cómo vas a conseguir que te lo cuente?». Kai se vuelve hacia mí, dubitativo.

—Buena pregunta —admite, y me da la sensación de que está aliviado porque haya cambiado de tema.

«Me temo que se te han acabado las espadas para negociar», señalo.

—Cierto —reconoce—. Aun en el caso de que pudiera utilizar la espada de tu padre para regatear sin que me chillases en la cabeza durante el resto de mi existencia, no creo que encontrase a muchos demonios dispuestos a quedársela.

«¿Por qué son tan importantes las espadas?», pregunto. «Entendería que hubiese demonios que coleccionaran trofeos del enemigo, pero… ¿espadas demoníacas?».

Esto es algo que me tiene muy intrigado desde hace un tiempo, lo reconozco. Kai duda si revelármelo o no. Por fin se encoge de hombros y dice:

—Recuerdas la Ley de la Compensación, ¿no? Me refiero a la primera.

«Sí: nace un nuevo ángel o demonio por cada uno de ellos que muere en Combate».

—Exacto. Desde el principio de los tiempos ha sido así. Cuando uno de los nuestros moría bajo la espada de un ángel, en alguna otra parte una pareja de demonios sentía el impulso de pasar al estado material y engendrar una nueva vida… Así que todos los demonios hemos nacido alguna vez. Y fuimos criaturas de carne y hueso hasta que crecimos lo suficiente como para pasar al estado inmaterial de forma espontánea.

Me imagino de pronto un bebé demoníaco de ojos rojos. No es una visión agradable.

«¿Y?», pregunto, sin entender adonde quiere ir a parar.

Kai suspira con impaciencia.

—¿Es que no lo entiendes? No nacemos con la espada bajo el brazo.

Eso quiere decir que… ah. Vaya. Ya comprendo.

—Exacto —asiente él, al ver mi expresión—. Cuando un joven demonio llega a lo que llamamos la edad de combate, necesita una espada… y el demonio que pueda ofrecérsela creará un vínculo de lealtad entre los dos. De modo que, cuantas más espadas demoníacas acumules, más jóvenes demonios tendrás a tus órdenes, y más poderoso te volverás.

«¿Y no valen para eso las espadas angélicas?», pregunto con curiosidad.

—No de la misma manera. Las espadas angélicas son luz en esencia, y las demoníacas, oscuridad. La espada de un demonio muerto en Combate sirve solo si dicho demonio ha caído bajo una espada angélica… luz contra oscuridad, eso es lo que genera un nuevo ser. Si lo mata otro demonio, como ya te expliqué una vez, no habrá ningún otro que lo reemplace. Pero, en realidad, no tiene que ver con el asesino, sino con el arma. Si yo utilizo mi espada para matar a otros demonios, no nacerán nuevos demonios. Si utilizo la espada de tu padre, una espada angélica, sí. Y lo mismo a la inversa. Si uso mi espada para matar ángeles, nacerán nuevos ángeles; pero no lo harán si uso la de tu padre.

«Razón de más para usar espadas angélicas contra los ángeles, ¿no?», argumento.

—Al principio, las cosas sí funcionan así… pero sucede que si un demonio utiliza a menudo la espada de un ángel, esta se invierte… su esencia deja de ser luz para transformarse en oscuridad… y se convierte en una espada demoníaca. Lo mismo ocurre al contrario. Y una espada demoníaca recién invertida, una espada que no hace mucho que fue angélica, no es una buena arma. Resulta inestable, y no es una buena idea dársela a un joven demonio. El demonio que se la entregara tendría que domarla primero, y la mayor parte de nosotros ya estamos demasiado acostumbrados a nuestra propia espada como para querer empezar con una diferente. Por eso las espadas angélicas ya no sirven como moneda de cambio.

«Pero tú estás utilizando la espada de mi padre», protesto.

—Sí, claro, porque ahora me estoy enfrentando a individuos de mi propia especie, y yo no creo en la Segunda Ley de la Compensación. Si tengo que matar a un demonio, prefiero que nazca otro en su lugar a eliminar a uno de los nuestros para siempre. Además, usar una espada que no es la mía supone una buena manera de borrar mi rastro. Y, por último, resulta que la espada de un demonio caído en Combate bajo una espada angélica es mucho más poderosa que la de un demonio asesinado por otra espada demoníaca. De modo que si venzo en un combate contra otro demonio y me llevo su espada como trofeo, será un arma más valiosa si lo he matado con una espada angélica que si ha muerto bajo mi propia espada demoníaca. Es el choque entre la luz y la oscuridad, entre esencias contrarias, lo que genera el poder…

«… y la vida», añado, recordando que de esa manera nacen nuevos ángeles y demonios.

—Sí, bueno, es uno de los grandes misterios de nuestro mundo —sonríe Kai; parece que se le ha pasado del todo el enfado.

Reflexiono sobre lo que acaba de decirme. Es enrevesado, pero muy simple en el fondo. Sigue basándose en el principio fundamental de la lucha entre dos fuerzas esencialmente diferentes.

Tan sencillo como eso.

«No me haría gracia que la espada de mi padre se invirtiera, ¿sabes? », comento. «Prefiero que siga manteniendo su esencia. Que sea una espada angélica, y no demoníaca».

—Me gustaría complacerte —replica él con una mueca—, pero resulta que en mi lista de prioridades está antes mi seguridad personal que la memoria de tu padre. Así que seguiré usando esa espada si lo considero necesario para borrar mi rastro. Y a ti debería importarte también—añade antes de que pueda protestar—, porque si yo muero y te quedas sin enlace, estarás totalmente perdido y habrás desperdiciado cualquier oportunidad que te quede de irte por el túnel de luz. Un fantasma sin enlace es poco más que un cero a la izquierda. ¿Queda claro?

«Clarísimo», refunfuño. No se me ha olvidado el dolor y la desesperación de los fantasmas perdidos, y no tengo la menor intención de convertirme en uno de ellos.

«También me ha quedado claro que ya no tienes nada con que negociar, y ya he comprobado que, sin espadas que vender, tú también eres poco más que un cero a la izquierda, así que ya me dirás qué piensas hacer ahora».

—En eso te equivocas —sonríe Kai—. Sí tengo algo con lo que negociar: información. Y sé de alguien que la intercambia gustosamente.

«¿Ah, sí?», pregunto, intrigado. «Ah», digo, en cuanto caigo en la cuenta. «Oh. Oh, no. Otra vez no».

Kai sonríe de nuevo. Me temo que nos aguarda otra visita al Sony Center.

Afortunadamente, como estoy muerto, mis nervios pueden soportar la idea de toparme otra vez con Nergal. Pero mi memoria sigue ahí, intacta, y resulta difícil pasar por alto lo que sucedió la última vez que me encontré con él en vida. No estoy de humor para mirarle a la cara otra vez, de modo que me quedo flotando por la plaza, un poco más alejada, mientras Nergal y Kai hacen tratos.

«¿Y bien?», le pregunto, intrigado, cuando se reúne conmigo y Nergal se aleja entre la multitud.

Kai suspira.

—Ravana está muerto —anuncia—. Lo abatió Abdiel hace ya más de ciento cincuenta años.

«Tío, en serio, deberíais tener un censo», comento. «No puede ser que quieras contar con alguien y te enteres de que lleva siglos muerto. No puede ser bueno para tu vida social».

—Los ángeles sí tienen un censo, o algo parecido, aunque solo lo usen para tachar más y más nombres de la lista año tras año. Pero eso no va con nosotros.

«Demasiado control para vuestro gusto, ¿eh? Bueno, pues has de saber que si alguien guardara registro de todos los demonios que existen, no estarías ahora rompiéndote la cabeza tratando de averiguar si Azazel existe o no».

—No he necesitado romperme la cabeza —replica Kai con una sonrisa de triunfo—. Tal como yo sospechaba, existe una secta en torno al mito de Enoc, y precisamente en Italia. Pero no en Venecia, donde conocí a Ravana, sino en Florencia. Por lo que sé, creen, en efecto, que Azazel y los suyos fueron castigados por algo que hicieron en un pasado remoto. Hay un culto en torno a esos demonios caídos en desgracia.

«¿Y eso te lo ha contado Nergal?», pregunto, sorprendido. «¿A cambio de qué?».

—De la información que he traído de Shanghai. Nebiros, el virus, todo eso.

«¿¡Qué!?», me escandalizo. «¿Se lo has contado todo a ese espía de tres al cuarto? »

—¿Y por qué no? ¿A mí qué más me da que lo sepa o no? Lo que Nergal haga con esa información es cosa suya. He venido a averiguar quién mató a tu padre para ver si así te largas de una vez… no a salvar al mundo. Y quedé con Sehun en que le contaría lo que averiguase para saldar mi deuda con su señor. Ese era el trato, pero en ningún momento me comprometí a no revelarlo a nadie más.

Le miro, asqueado.

«No tienes principios, Kai».

—No tengo principios —admite él—, pero tengo una pista. Que es mucho más de lo que tendría si nos limitásemos a hacer las cosas a tu manera.

«Touchée », suspiro. Y, tras un momento de silencio, añado: «Así que Florencia, ¿eh?».

Florencia… por lo menos, está más cerca que Shanghai. Algo es algo.

Lo cierto es que, comparado con el viaje a China, este se me ha hecho muy corto. Ha sido subir al avión y, poco después, ya estábamos bajando. Vuelo directo a Florencia, cortesía de Air Berlin.

Lo demás también ha sido rápido. Taxi, llegada al hotel, acomodo y vuelta a las calles. Ni Kai ni yo necesitamos en realidad un hotel, ni una cama donde dormir. Después de todo, él es un demonio y yo soy un fantasma. Pero he comprobado que mi enlace se siente mucho más cómodo si tiene un espacio propio al que pueda considerar su base de operaciones… por llamarlo de alguna manera.

Me cuenta que vivió en Florencia hace un tiempo, pero que no llegó a conservar su casa aquí. Pese a ello, avanza por la ciudad con bastante soltura. No sé cuánto habrá cambiado este lugar desde que Kai estuvo aquí; pero conserva un montón de monumentos antiguos, iglesias, conventos, palazzi y casas-torre, y, por supuesto, la gran catedral con la inmensa cúpula que se ve desde casi cualquier punto del centro. Aunque estemos en pleno siglo XXI, algunos rincones de Florencia conservan todavía un cierto sabor medieval.

Eso quizá explique que Kai haya podido orientarse con tanta facilidad. Tiene una gran cantidad de puntos de referencia, y sin embargo, algo me dice que no se había pasado por aquí en varios siglos.

Mis sospechas se confirman cuando un rato después se detiene, desconcertado, ante un palazzo que tiene toda la pinta de llevar décadas abandonado.

Es una casa de tres plantas que hace esquina. Está situada en una zona privilegiada, cerca del centro y del río, pero retirada del bullicio de la zona turística. La observo con aire crítico. Un letrero plantado ante la fachada informa de que es un edificio del siglo XIV, lo cual no es tan raro tratándose de Florencia, cuyas calles están salpicadas de casas similares. La mayor parte de ellas están restauradas o muy bien conservadas, incluso hay comunidades de vecinos viviendo en ellas, o sirven como museos, o tienen comercios en los bajos… pero este palazzo está abandonado del todo. Nadie se preocupa por limpiar los grafitis de las paredes, y las ventanas, protegidas por rejas cruzadas, no parecen haberse abierto en años.

«Er… ¿qué hacemos aquí?», interrogo cuando me canso de esperar.

Kai sacude la cabeza.

—Habría jurado que era esta casa —murmura—. Aquí vive… o vivía… madonna Constanza, una dama diablesa que estaba al tanto de todo lo que sucedía en la ciudad. Nadie movía un dedo sin que ella lo supiera. Nadie emprendía un proyecto importante sin pedirle permiso.

«Ya. ¿Y eso cuándo fue, exactamente?», pregunto con sorna.

—No hace tanto —se defiende él—. Bueno… —reconoce, pensativo—, la verdad es que unos quinientos años como mínimo sí que habrán pasado…

Resoplo con impaciencia.

«¿Lo ves? Tienes un concepto distorsionado del tiempo. En medio milenio, chaval, pueden pasar muchas cosas, y una diablesa puede cambiar de residencia o, quién sabe, tal vez haberla palmado en Combate contra un ángel».

—Quinientos años no es nada en comparación con lo que yo he vivido —replica con cierta arrogancia.

«Bueno, pues es muchísimo en comparación con lo que he vivido yo», le espeto. «Y ahora, espabila y haz lo que tengas que hacer. A ser posible, antes de que se acabe el mundo».

Kai se encoge de hombros y llama a la puerta. Los aldabones tienen forma de pequeños diablillos que sostienen los aros entre los dientes. Si Kai está en lo cierto, desde luego era una forma muy sutil de avisar que se trataba de la casa de un demonio.

Sinceramente, no creo que conteste nadie. Aguardamos unos minutos… pero, en efecto, la puerta no se abre.

«Voy a curiosear», anuncio, y antes de que Kai pueda impedírmelo, atravieso la puerta —¡las ventajas de ser un ectoplasma!— y me cuelo en la casa.

Voy a parar a un pasillo oscuro de techo abovedado que desemboca en un patio interior algo desangelado. Las paredes están desnudas y muestran manchas de humedad. Las columnas que sostienen los arcos del patio tienen ya algunas grietas. Las ventanas parecen totalmente selladas.

Recorro las habitaciones, pero en todas ellas existe la misma sensación de abandono. Las de la planta baja, además, están especialmente estropeadas. El olor a humedad y a cerrado es mucho más intenso allí.

No hay muebles, ni cuadros, nada. Si una diablesa vivió aquí alguna vez, desde luego hace tiempo que se buscó otro lugar de residencia.

Salgo de nuevo a la calle y me reúno con Kai. Le cuento brevemente lo que he visto y le pregunto:

«¿Qué vamos a hacer ahora?».

—Dar una vuelta por la ciudad —responde él—, a ver si encontramos a alguien que nos pueda informar.

Me imagino que me va a llevar de visita a los garitos más siniestros, pero, para mi sorpresa, opta por deambular por el centro histórico como un turista más, observándolo todo con interés. Se fija más en el paisaje que en la gente. No parece muy preocupado por encontrar «a alguien que nos pueda informar». Supongo que se debe a que, en efecto, los demonios tienen una concepción del tiempo distinta a la nuestra.

Cosas de la inmortalidad.

«¿Cómo era Florencia cuando vivías aquí?», le pregunto con curiosidad.

—Diferente, supongo. Bulliciosa y activa, como la mayor parte de las ciudades italianas del momento. En aquella época, los lugares como este nos atraían como a moscas. Especialmente Venecia y Florencia. Venecia tenía más acción, pero Florencia poseía más encanto.

«¿En qué sentido?».

—Bueno, Venecia era un hervidero de demonios, eso no lo puedo negar. Pero Florencia estaba también llena de ángeles. Venían aquí por los artistas, ¿sabes?

«¿Por los artistas?», repito sin entender.

—Los ángeles adoran el arte. Les fascina la capacidad del ser humano de crear cosas bellas. Algunos la consideran casi divina. Y en aquel tiempo, en Florencia se respiraba arte por los cuatro costados. Había centenares de pintores, músicos, escultores, arquitectos…, incluso inventores. Parecía haber más creatividad por metro cuadrado que en cualquier otra parte del mundo. Los ángeles frecuentaban los talleres de los artistas, se mezclaban con ellos, los contemplaban, los admiraban. Y los artistas… bueno, ellos tenían un instinto especial para detectar a los ángeles. Aunque fuera inconscientemente. Los retrataban en sus cuadros, ¿sabes?

«Venga ya», me asombro.

—Bueno, no es que lo hicieran deliberadamente. No es que tuvieran modo de saber que eran ángeles. Pero si un artista tenía que pintar una anunciación y disponía de dos muchachas para hacer de modelos, invariablemente elegía a la humana para ponerle su rostro a la Virgen, y al ángel para representar a Gabriel. No falla.

«Vaya», murmuro, dubitativo. Kai me mira de reojo.

—¿No te lo crees? Te lo voy a demostrar.

Todavía no sé qué hacemos aquí. Deberíamos estar buscando a los de la secta de Enoc, los adoradores de Azazel o a madonna Constanza, incluso, pero Kai sigue dando vueltas por una sucesión de salas que parecen no acabarse nunca.

—Ese —dice—, y ese también. Y aquel de allá, el de la esquina. Ese otro, no.

Estamos en un museo. La Gallería degli Uffizi. Estamos contemplando cuadros que se remontan al Renacimiento, y Kai tiene razón: están plagados de ángeles. Angeles anunciadores, ángeles músicos, ángeles guerreros, ángeles juguetones, ángeles sonrientes y ángeles tristes.

Multitud de criaturas aladas nos contemplan desde sus lienzos, en escenas religiosas o paganas, da igual. El caso es que hay docenas de ellos, tal vez cientos. Kai señala los que a su juicio son ángeles de verdad. La mayoría.

«Les gustaba posar, ¿eh?», comento, perplejo. Sigo sin estar del todo segura de lo que dice.

Jamás me habría imaginado a mi padre posar ante Giotto, Fray Angélico, Raffaelo o incluso Leonardo da Vinci para que le retratase en un cuadro. Aunque, después de todo, mi padre vivió mucho tiempo. Como vea su rostro en alguno de estos cuadros, tocando un laúd, con túnica dorada y unas enormes alas a la espalda, me voy a dar un buen susto, en serio.

—Anda —dice de pronto Kai, y se para en seco—. Juraría que…

Se inclina hacia delante para estudiarlo con atención. Le sigo, intrigada, y desciendo un poco para leer la etiqueta: Aparición de la Virgen a San Bernardo, Fray Bartolomeo (1507-1509). Pero Kai no se ha fijado en la Virgen, ni en el santo, sino en el grupo de ángeles retratados al fondo.

—Mira ese —me indica señalando uno en concreto que asoma por detrás; viste de rojo, lleva el pelo largo y mira hacia el frente. Por un momento, es como si los ojos de ambos, los del ángel de la pintura y los del demonio de carne y hueso, se encontraran—. Lo conocí —añade Kai—. Y debió de ser aquí, en Florencia. Si es el tipo aquel del puente… podría no serlo, claro, pero se le parece mucho.

«¿Y qué pasó?».

—Nada, que luchamos —responde él como si fuera algo sin importancia—. Nos encontramos de frente, él venía de un lado del río y yo del otro, nos vimos y…

«¿Y…?».

—Pues que lo maté. Obvio, ¿no?

«¡No es tan obvio!», protesto, y empiezo a mirar al pobre ángel del cuadro con otros ojos.

—Sí que lo es. De lo contrario, yo no estaría aquí ahora, ¿no te parece?

«¿Y tenéis que pelearos siempre que os encontráis? ¿Así porque sí, sin motivo concreto? ¿Tanto os odiáis?».

Kai suspira.

—No es una cuestión de odio… Es… a ver cómo te lo explico… Imagina que tienes un jardín. Y sientes un deseo irrefrenable de mantener ese jardín, de cuidarlo, para que las plantas crezcan sanas y vigorosas, y echen flores, y lo cubran todo de verde.

«Aja», asiento. Eso lo puedo entender. Mi padre experimentaba un sentimiento parecido y trató de transmitírmelo, pero me temo que yo nunca lo viví de la misma forma que él.

—Bueno, y ahora imagina que llego yo, echo un vistazo a tu jardín y siento un deseo irrefrenable de destruirlo, de arrancar todas las plantas hasta que no quede ninguna.

«Pues vaya», refunfuño.

—Pero es así. Yo necesito destruir tu jardín y, aunque en principio no tengo nada en contra tuya, si tú me impides destruir el jardín, lucharé contra ti. Quizá la primera vez no quiera tomarme tantas molestias y opte por burlar tu vigilancia y atacar tu jardín cuando tú no estés mirando. Quizá la primera vez consideres que es más urgente reparar el jardín que vengarte de mí. Pero cuando la escena se repita, una y otra vez, a través de los siglos, de los milenios… cada vez que me veas me atacarás sin mediar palabra. Para defender tu jardín. Y yo, cada vez que te vea, lucharé contra ti… para que no me impidas destruirlo.

Guardo silencio.

—¿Lo has entendido? —pregunta Kai.

«Demasiado bien», gruño. «A los demonios os gusta destruir cosas. Disfrutáis con ello. Habéis nacido para ello, es vocacional».

Se ríe.

—No creo que te haya contado nada que no supieras ya.

«¿Así que para eso vinisteis los demonios a Florencia? ¿Para destruir el jardín de los ángeles?».

—Bueno, no exactamente; a ellos les atraía el arte, ya te lo he dicho. A nosotros, en cambio, nos llamaba el dinero. Y el poder. Y con los Medici hubo bastante de ambas cosas, créeme. No es que esté muy puesta en historia, pero de los Medici sí que he oído hablar. Una familia poderosa que dominó los destinos de Florencia durante mucho tiempo.

—Los Medici eran una familia de banqueros —me explica Kai—. Buenos negociantes y gente respetable, al menos al principio. Pero se hicieron demasiado poderosos y… en fin, era una oportunidad demasiado buena como para desaprovecharla. Muchos demonios llegaron aquí atraídos por la naciente riqueza de Florencia y se la encontraron llena de ángeles. Las peleas fueron inevitables, claro. Pero reconozco que yo llegué tarde, cuando las familias más poderosas de la ciudad ya estaban bajo influencia angélica o demoníaca. Así que, cuando pasó todo aquel asunto de los Pazzi, solo me dejaron mirar —sacude la cabeza, disgustado—. Una lástima, porque fue muy sonado.

«¿Los Pazzi?», pregunto.

Kai ladea la cabeza y su mirada se pierde otra vez, recordando.

—Sucedió en tiempos de Lorenzo de Medici, que se hacía llamar «el Magnífico». Un tipo que se encontró con más poder del que podía manejar y ni la mitad de talento, inteligencia o decencia que tenía su abuelo, a quien realmente debía su fortuna. Según tengo entendido, los Medici habían sido hasta entonces una familia neutral, pero Lorenzo frecuentaba en secreto a madonna Constanza y los ángeles temían que terminaría sucumbiendo a su influjo demoníaco. De modo que, cuando los líderes de los Pazzi, una familia rival, tramaron una conspiración para asesinar a Lorenzo, los ángeles se limitaron a mirar… o, mejor dicho, se limitaron a impedir que llegara a oídos de madonna Constanza. Aunque hay quien dice que ella ya lo sabía y que no hizo nada por impedir el atentado, porque se había cansado de Lorenzo o porque ya no le parecía una presa interesante… no lo sé. El caso es que los Pazzi atacaron a traición a Lorenzo y a su hermano una mañana, a la salida de la catedral.

«¿Y qué pasó?», pregunto, intrigado.

—Pues… que no va con los ángeles eso de limitarse a mirar, claro. Hubo uno que, desobedeciendo las órdenes de sus superiores, intervino en la refriega y le salvó la vida a Lorenzo. Se habrá arrepentido el resto de su existencia, supongo.

«¿Por qué?».

—Pues porque salvó la vida de Lorenzo, pero no pudo evitar que los Pazzi asesinaran a su hermano, Giuliano. Roto de dolor, Lorenzo fue una presa fácil para madonna Constanza. Le convenció de que vengara la muerte de su hermano y hubo un gran baño de sangre. —Hizo una pausa—. Si el ángel no hubiese salvado a Lorenzo, quizá muchas cosas habrían sido diferentes en Florencia. Si los ángeles, por el contrario, hubiesen hecho algo por impedir el atentado de los Pazzi, estos se habrían ahorrado la venganza de Lorenzo y la desgracia que cayó sobre su familia. ¿Y sabes lo más divertido? Aún hoy se cree que, en el fondo, madonna Constanza estaba enterada de todo y fue quien promovió, desde la sombra, tanto la conjura de los Pazzi como la venganza posterior de los Medici. Los libros de historia no la mencionan, los árboles genealógicos no la incluyen, porque ella no pertenecía a ninguna familia importante y siempre actuó en secreto. Sin embargo, ella siempre estuvo aquí, en Florencia, y se dice que no hubo guerra o crimen tras los cuales no se adivinara su mano.

«Menuda mala pécora», comento impresionada.

Kai me lanza una breve mirada.

—No creas —comenta—, porque no fue tan cruel con los seres humanos como lo han sido otros demonios. De hecho, dentro de lo que cabe, Florencia prosperó bastante bajo su mandato. Ya hace quinientos años se murmuraba a sus espaldas que era demasiado benevolente con los seres humanos. Y su actitud para con los ángeles era bastante particular. Toleraba a los ángeles menores, pero detestaba intensamente a los poderosos. Recuerdo que llegó a destruir con rabia un cuadro de Botticelli solo porque había representado al arcángel Miguel. Y eso que ni siquiera se le parecía. Eso sí —añade—, se decía también que odiaba profundamente a Lucifer y que no tardaría en rebelarse contra él. Cosa que, según tengo entendido, no llegó a hacer nunca.

«Vaya», murmuro. «Debe de ser todo un carácter. Si es cierto todo lo que se cuenta de ella, claro».

Kai se encoge de hombros.

—Se non é vero, é ben trovato —responde sin más.

Empiezo a lamentar que hayamos encontrado el palazzo abandonado. Me pregunto dónde se encontrará ahora esa tal madonna Constanza.

—Mira, hablando de Botticelli… —comenta Kai.

Acabamos de llegar a la sala donde se exponen sus célebres obras La primavera y el Nacimiento de Venus , que están, cómo no, ocultas tras una nutrida nube de turistas. Pero Kai se ha acercado a otro cuadro, no tan popular pero igualmente bello.

Es una anunciación.

«¿Es suyo también?», pregunto

Kai asiente. Contempla el cuadro con una enigmática sonrisa, pero no me explica qué tiene de especial, así que lo observo con atención.

Como de costumbre, no me fijo en la Virgen, sino en el ángel, Gabriel, que, una vez más, se inclina ante María. Este Gabriel es curiosamente andrógino. Juraría que tiene nuez, pero viste ropajes que parecen femeninos, y su rostro es dulce, sereno y delicado como el de una mujer…Sus cabellos castaños se rizan en las puntas y le caen por la espalda, ocultando el nacimiento de unas alas de plumas blancas y azules. Lleva una flor en la mano, como casi todos los Gabrieles anunciadores del mundo. En cierta ocasión, mi padre me contó qué flor es esa y cuál es su significado, pero me temo que no estaba prestando atención ese día.

Y, de todos modos, es lo que menos importa ahora.

No puedo dejar de mirar a Gabriel. Su expresión es seria, muy seria, como corresponde al importante mensaje que está transmitiendo. Pero ese mensaje —el del futuro nacimiento del hijo de Dios— debería ser una noticia alegre, un acontecimiento feliz. ¿Por qué tengo la sensación de que los ojos de Gabriel están preñados de tristeza y melancolía?

«¿Qué es lo que tengo que ver aquí?», le pregunto a Kai.

Pero no me contesta y, cuando me vuelvo hacia él, descubro por qué.

Se ha quedado observando fijamente a una joven que le devuelve una mirada cautelosa y desafiante al mismo tiempo.

Una mirada repleta de luz angélica.

«Kai…», murmuro, pero mi demonio no me escucha.

Se acaba de topar con un ángel amante del arte que también ha venido hasta aquí para contemplar el Gabriel de Botticelli. Y este no parece un ángel desmemoriado o debilitado. Es un joven alto y fuerte, de cabello negro y penetrantes ojos oscuros. Mantiene sus alas luminosas erguidas, alerta, y se ha llevado la mano a la espalda, dispuesto a desenvainar su espada.

Un combatiente.

Kai también mantiene en alto las alas, que ahora parecen chorros de oscuridad pulsante, vibrante, como la cola de un escorpión a punto de atacar. Es una locura que se enzarcen en una pelea justamente aquí y justamente ahora, pero comprendo, consternado, que es una lucha que llevan repitiendo desde el principio de los tiempos y que, después de todo, probablemente ni se les pase por la cabeza que puedan llegar a actuar de otra forma.

Entonces, contra todo pronóstico, el ángel baja la mano un poco, con cuidado.

—Aquí no —dice en italiano.

Kai asiente brevemente y sonríe.

Y, de pronto, los dos se esfuman. Así, por las buenas. No tengo tiempo ni de sorprenderme por su repentina desaparición. De pronto, algo tira de mí con fuerza y me veo volando a través de las salas del museo a tal velocidad que los turistas se convierten en manchas borrosas. De nuevo, Kai corre a la velocidad de los demonios, y el maldito vínculo que mantenemos me arrastra tras él.

Aun en esta situación, mi mente no deja de hacer asociaciones extrañas. Se me acaba de ocurrir que el ángel con el que nos acabamos de topar también sabe moverse a la velocidad del rayo, lo cual significa que eso no es prerrogativa de los demonios. ¿Podía hacerlo también mi padre? Si es así, desde luego perdió mucho tiempo arrastrándome consigo por media Europa y parte de Asia. Siempre fui consciente de que yo lo retrasaba en su viaje, pero no imaginaba hasta qué punto.

Salgo del museo, remolcado por la fuerza que me ata a Kai, y recorro calles a una velocidad de vértigo, tras él y el ángel. Y súbitamente, me freno en seco. Es porque ellos se han detenido también. Han encontrado una pequeña plaza, umbría y desierta, y ahora están plantados frente a frente, espada en mano. Se van a pelear. En serio. Y ni siquiera se conocen ni han cruzado más de dos palabras.

Floto hasta Kai.

«Oye, déjalo, ¿quieres?», le digo. «Tenemos cosas más importantes que hacer».

Él, por toda respuesta, agita la mano para apartarme como si no fuese más que una mosca inoportuna. Abro la boca para protestar, pero no tengo tiempo de pronunciar una sola palabra, porque el ángel ya se abalanza sobre él, raudo con un relámpago, y Kai responde con su propia espada. Alarmado, floto por encima de ellos, pero manteniéndome a distancia. Luz y oscuridad, orden y caos… son totalmente antagónicos y, sin embargo, mientras luchan tengo la sensación de que forman un único ser. ¿Es eso posible? De cualquier modo, no puedo intervenir.

Tengo miedo de romper su concentración si los distraigo y que ocurra una desgracia. Pero ¿cuál sería la desgracia? ¿Quién prefiero que venza en esta contienda? Mi corazón reza por el ángel; pero no quiero ver morir a Kai, entre otras cosas porque no estoy dispuesto a perder a mi único enlace con el mundo de los vivos. Si lo hago, probablemente me veré obligada a flotar para siempre en esta especie de limbo del no-ser, y me convertiré en un pobre espectro atormentado y balbuceante, como aquel fantasma que me preguntaba por Marie. Y lo siento mucho, pero paso.

Sin embargo, esta vez, a diferencia de la contienda con Alauwanis, no me siento con ánimos para intervenir. ¿Qué clase de persona sería si ayudase a Kai a asesinar a un ángel? ¿Con qué cara miraría a mi padre después, si llegara a encontrármelo al otro lado del túnel de luz?

Ajenos a mis dudas y mi angustia, ellos siguen luchando con entusiasmo, descargando un golpe tras otro, esforzándose por alcanzar al contrario, por matarle.

Es difícil decir quién va a vencer. Están demasiado igualados.

Y entonces, de pronto, una tercera figura surge de entre las sombras. Corre tan rápido que apenas se puede distinguir su contorno, y se une a la pelea con total naturalidad. Es uno de ellos, pero ¿de qué bando? No tardo en obtener la respuesta. Vencido por la superioridad numérica de sus contrarios, el ángel cae finalmente a sus pies, atravesado por la espada de Kai, que sonríe, satisfecho, disfrutando del momento. Le miro con rabia, con asco, con impotencia. Junto a él se alza una mujer alta, de larga y ondulada cabellera negra y ojos que, más allá del brillo rojizo propio de los de su especie, parecen de un intenso color verde. Lleva vaqueros ceñidos y descoloridos, y una blusa blanca estampada con flores rojas. Creería que se trata de una joven inofensiva, y hasta frágil, si no la hubiese visto manejar una espada demoníaca con letal habilidad. Además, puede que sea capaz de esbozar la más inocente de las sonrisas cuando la mira un humano incauto, pero ahora mismo su gesto es travieso, casi malévolo… y, por supuesto, como fantasma no puedo dejar de notar que de su espalda aflora un par de alas de la más negra oscuridad.

Ambos cruzan una mirada de complicidad, y la diablesa envaina su espada, en un gesto deliberadamente lento.

—Gracias —dice Kai.

Ella se encoge de hombros y le devuelve una sonrisa picara.

—No hay de qué; me apetecía un poco de acción.

«No ha sido una pelea justa», murmuro, enfurruñada¡o, pero ninguno de los dos me hace caso.

—No eres de por aquí, ¿verdad? —pregunta la diablesa.

—Viví en Florencia hace mucho tiempo. Demasiado, me temo. La ciudad está muy cambiada.

Ella sacude su melena negra con afectación.

—Sé lo que quieres decir. Pero es un cambio solo aparente. Algunas cosas, en el fondo, siguen como siempre. Me llamo Lisabetta —añade tras una pausa.

—Kai —responde él—. Precisamente andaba buscando a alguien que llevara aquí el tiempo suficiente como para orientarme un poco.

Lisabetta alza las cejas, divertida.

—Ya te he ayudado con el ángel, ¿qué más quieres? ¿De verdad crees que te voy a echar una mano a cambio de nada?

—Puedes quedarte con su espada —ofrece Kai—. Quizá quieras conservarla, aunque sé que las espadas angélicas ya no están de moda.

Ella la observa, pensativa.

—Pero madonna Constanza todavía las colecciona. Está bien —acepta agachándose con desenvoltura para robar impunemente el arma del ángel caído—, me la quedo. ¿En qué más puedo ayudarte?

—Justamente buscaba a madonna Constanza, si es que sigue en la ciudad. Fui a su palazzo, pero está abandonado.

Lisabetta se ríe, mostrando unos dientes blanquísimos que contrastan con su piel morena.

—En efecto, ella ya no vive allí, pero no se fue muy lejos. Puedo llevarte hasta ella. Sin embargo, primero debo consultarle. ¿Qué quieres que le diga de ti?

—Utilizo el mismo nombre que entonces, y también tengo el mismo aspecto, pero no creo que me recuerde. De todos modos, solo quiero presentarle mis respetos y hacerle una consulta. He venido solo y no supongo un peligro para ella —sonríe.

Me siento ignorado. Kai no solo ha tenido la desfachatez de asesinar a un ángel en mi presencia sin dirigirme siquiera una mirada de disculpa, sino que encima ahora resulta que ha venido «solo». Por no hablar del hecho de que coquetea con esta mujer de una forma patéticamente obvia. Tendríais que ver las miraditas que cruzan estos dos.

No es que me importe, no os vayáis a pensar. Pero me ofenden dos cosas:

1) Que solo por el hecho de estar muerto, la gente actúe como si yo no existiera.

2) Que se pongan a ligar cuando el cadáver del ángel aún está caliente.

Desde luego, no tienen el más mínimo respeto por los muertos.

—Hablaré con ella —promete Lisabetta, y vuelve a mirar a Kai por debajo de sus largas pestañas—. Pero, de todos modos, aún es demasiado pronto para molestarla. No suele recibir a nadie antes de la caída del sol. Mientras tanto —añade sonriendo con descaro—, se me ocurren un par de cosas que podríamos hacer para pasar el tiempo.

Kai alza las cejas y la mira de arriba abajo, evaluándola. Ah, por favor. Si aún tuviese estómago, vomitaría de asco.

—No tengo nada mejor que hacer —acepta—. Mi hotel no está lejos…

«Eh, eh, tiempo muerto», intervengo, malhumorado. «¿Qué se supone que estás haciendo?».

Kai pone los ojos en blanco.

—¿Qué se supone que estás haciendo tú? Acéptalo de una vez: estás muerto. Así que actúa como tal y cierra la boca de una vez.

«Yo estaré muerto, pero no ciego, ni sordo, ¿sabes?», replico. «Mi idea de la existencia después de la muerte no consiste en tener que ver cómo te lo montas con tu amiguita, cosa que no me interesa ni me apetece lo más mínimo. Por desgracia, no tengo más opción que estar pegado a ti, y paso de escenitas, ¿queda claro?».

Chasquea la lengua con disgusto.

—El que tú ya no tengas vida no implica que los demás no podamos tenerla —me restriega por la cara—. Asúmelo y déjame en paz, ¿quieres?

Lisabetta, entre tanto, ha estrechado los ojos y nos mira con suspicacia. Parece ser consciente de mi presencia por primera vez.

—¿Tienes un fantasma vinculado a ti?

«Sí, señorita Vamos-A-Hacer-Un-Par-De-Cosas», le replico, mosqueado. «Y, para tu información, Kai es mi enlace, lo cual quiere decir que es mi demonio, me guste o no, y mientras yo esté atado a este mundo y tenga que seguirlo a todas partes, no habrá diversión que valga, ¿estamos? Porque supongo que estarás de acuerdo conmigo en que tres son multitud, y aquí el amigo Angelo viene con un regalito que, por desgracia, ya está atado a él».

Lisabetta se ríe de mí en mi cara.

—¡Estás celoso! —me suelta con todo el descaro del mundo—. ¡Esto sí que es divertido!

Siento que la ira crece en mi interior. No es esa rabia incontrolable que me sacudía a veces, cuando estaba vivo, y que tenía mucho que ver con un estado hormonal adolescente que ya no me afecta lo más mínimo. Es… otra cosa. Es un sentimiento que viene de dentro, del corazón, de todo el dolor que me he estado guardando, que he intentado ignorar, pero que no ha desaparecido en ningún momento.

«¡No estoy celoso, y no tiene nada de divertido!», estallo, y proyecto este pensamiento con todas mis fuerzas, provocando que los dos demonios se lleven las manos a la cabeza con un gesto de irritación. «¿Qué tiene de gracioso estar muerto, eh? ¿Crees que me dan ganas de reírme cuando veo a otras personas paseándose por la calle, disfrutando del sol, del aire, del contacto humano? ¿Te parece que puedes venir aquí a restregarme que estás viva, y que lo estarás probablemente durante toda la eternidad, que puedes divertirte, que puedes echar una cana al aire delante del pobre fantasma que desde su muerte no ha podido disfrutar ni de un mísero abrazo de consuelo? ¡Pues no te lo consiento! No tienes derecho… ¡ningún derecho a burlarte de mí! ¡Y en cuanto a ti…!», añado volviéndome hacia Kai. Me topo con la mirada de sus ojos grises, veteados de rojo brillante, y ya no siento rabia. Solo un cansancio pesado y profundo, un cansancio que no tiene nada que ver con lo físico: es como si mi alma, de pronto, estuviese hecha de plomo. «Haz lo que te dé la gana», concluyo con frialdad. «Seguro que puedo irme lo bastante lejos como para no tener que aguantar que me restriegues por las narices lo vivo que estás. Aunque para eso no necesitas a otra persona. Ya lo haces constantemente, todos los días».

Me callo, humillado. Qué patético ha sonado eso. Todo este tiempo me he esforzado por no lloriquear, por no autocompadecerme, por no mostrar debilidad delante de este maldito demonio que me ha tocado por enlace… y, ahora que he caído tan bajo, no solo lo he hecho ante él, sino delante de la frívola diablesa que se lo va a llevar a la cama.

Pues muy bien, que les aproveche. He intentado sobrellevar mi pequeña tragedia con toda la dignidad de la que he sido capaz, pero así no se puede. De verdad que no.

«Adiós», murmuro, y dejo que mi esencia levite cada vez más alto, dejándolos atrás.

Y floto por encima de los tejados de Florencia sin volverme a mirarlos ni una sola vez. Me alejo todo lo que puedo, sabiendo que llegará un momento en que tenga que detenerme, porque mí vínculo con Kai me impide apartarme demasiado de él, para desgracia mía. Pero mientras pueda… todo lo que pueda…

No tardo en sentir en mi esencia ese tirón que me es tan familiar. Como sospechaba, no he podido ir muy lejos. Como un vulgar chucho atado a su amo por una correa, no tengo más remedio que detenerme, porque ya no puedo seguir avanzando. Una sensación angustiosa oprime mi espíritu, como si mi misma esencia fuera a desgarrarse si se me ocurre alejarme más.

Alicaído, desciendo hasta flotar por encima del aluvión de turistas que recorre el Ponte Vecchio.

Me retiro hasta sentarme en el pretil del puente, con mis fantasmagóricos pies colgando sobre el agua. Nadie detecta mi presencia. Una turista americana está haciendo fotos del paisaje a través de mí, como si yo no existiera. No creo que la tecnología digital sea capaz de detectar un ectoplasma como el mío, pero sería interesante ver si en esas fotos aparece algo, una neblina, una luz… algo, lo que sea, que delate mi presencia.

Para qué engañarnos. Le van a salir estupendas, seguro. Ni ella ni su cámara son capaces de verme. Solo los ángeles y los demonios, y todos ellos pasan de mí. Después de todo, estoy muerto.

Cierro los ojos y dejo, por fin, que el dolor que me ha estado persiguiendo desde la tarde de mi muerte me alcance y se apodere de mí.

No es tan fácil aceptar tu propia muerte. Intentas fingir que no te importa, bromeas con ello incluso, pero cuando te detienes un solo momento a pensar, la añoranza te atraviesa como mil puñales de fuego. Y ves a las personas reír, hablar, tocarse… disfrutar de cosas que a ti te están ya vedadas.

Desde que aparecí flotando en el apartamento de Kai y fui consciente de lo que me había pasado, me muero por un abrazo. Sueño con que me abracen, sí, y sueño con poder llorar amargas lágrimas, por mí, por mi padre, por todo lo que he perdido. Pero no soy más que un estúpido fantasma, y todo eso se acabó para mí.

No voy a rebajarme a pedirle a un demonio que me consuele, que sea un poco amable conmigo, que trate de aliviar mi tristeza. No lo he hecho en ningún momento, y no tenía la menor intención de hacerlo ahora. Pero duele, oh, duele tanto… Me siento horriblemente solo. Y a la única persona con la que podría compartir todo esto no le importa lo más mínimo.

¿Por qué tras mi muerte no me vincularía a un ángel? ¿Alguien un poquito más compasivo? ¿Alguien un pelín más empático?

Pero no hay más. Al otro lado del lazo solo hay un demonio, y eso es lo más terrible de todo. Me gustaría poder cortar ese lazo y flotar libre, pero eso solo significaría perderme para siempre, como aquellos pobres fantasmas que flotan eternamente, abandonados en los retazos de sus propios recuerdos, olvidados en un dolor y una añoranza inimaginables. Y no quiero ese destino para mí. Sin embargo, mientras no encuentre una manera de marcharme por el túnel de luz, mi única esperanza es seguir vinculada a un enlace vivo. Pero ¿por qué, de entre todos los enlaces posibles, me ha ido a tocar un demonio?

Me siento como un náufrago rescatado por un tiburón. Sabes que, mientras sigas prendido a su aleta, no te ahogarás, pero en cualquier momento puede darse la vuelta y darte una dentellada… y temes y odias al tiburón, porque dependes de él, porque no puedes abandonarlo, pero lo siento, amigo, no había amables delfines cerca para salvarte. Esto es todo lo que hay. Muerte y dolor.

Y hablando del tiburón…

—¿Estás bien? —me pregunta Kai.

No me molesto en mirarlo. Se acoda sobre el pretil de piedra y dirige una larga mirada al paisaje que se extiende más allá.

«¿A ti qué más te da?», murmuro.

—No sabía que fuera tan duro. Lo de estar muerto, quiero decir.

«Ya, claro».

Que no me venga ahora de amiguito, que lo veo venir. Cuando el tiburón sonríe, enseña todos los dientes.

—Bueno, espero que comprendas que yo no tengo la culpa de que te hayas vinculado a mí. Estoy tratando de ayudarte, pero no puedes pedirme que esté pendiente a todas horas de tus sentimientos y tus necesidades.

¿Qué os decía?

«Déjalo ya, ¿quieres? No eres más que un demonio, eso ya lo sé. Es verdad: es demasiado pedir que sepas cómo tratar a la gente».

Me mira. De mala gana, me vuelvo hacia él y sostengo su mirada.

«¿Por qué no estás con Lisabetta?», le pregunto con una mezcla de curiosidad y rencor. «Yo ya me he quitado de en medio».

—Me temo que tu dramática intervención nos ha cortado el rollo.

«Cuánto lo siento», murmuro, sarcástico.

—La buena noticia es que no vamos a tener que esperar. Parece haber cambiado de opinión al verte; nos va a llevar a ver a madonna Constanza esta misma tarde. He venido para decírtelo.

«Ya me extrañaba a mí que vinieses solamente a ver cómo estoy».

Suspira, exasperado.

—Oye, te estoy ayudando, ¿vale? Hemos venido hasta aquí para averiguar más cosas sobre la muerte de tu padre, un asunto que a mí no me afecta lo más mínimo. Estoy haciendo todo esto por ti…

«… para librarte de mí», corrijo.

—¿Y qué diferencia hay? ¿No es eso lo que quieres tú también, marcharte por el túnel de luz?

«Sí que hay una diferencia, pero eres demasiado egoísta y mezquino como para poder verla. No es lo mismo el motivo que el objetivo; puede que nuestros objetivos sean los mismos, pero tus motivos no son generosos, y eso es lo que me duele. Aunque sé que no puedo esperar otra cosa de un demonio».

—Cierto —asiente Kai—. La generosidad, la bondad, la compasión y todas esas cosas cayeron del lado de los ángeles el día de la creación. Qué le vamos a hacer.

Sonrío a mi pesar.

«Quizá vosotros fuisteis ángeles alguna vez, y lo hayáis olvidado».

—No —me contradice—. Porque, si fuera así, de la unión de dos demonios nacerían ángeles. La esencia demoníaca está grabada en lo más profundo de nuestro ser, es el legado que transmitimos a nuestros hijos.

«También el pecado original se transmite a los hijos, según cierta religión».

—Ah, sí, esa es otra de las cosas que se han inventado los ángeles para justificar su teoría de que nosotros fuimos como ellos una vez. Nadie tiene por qué cargar con las culpas de pecados cometidos por unos antepasados a los que amás llegó a conocer.

«¿Por qué querrían ellos creer que vosotros sois ángeles caídos?».

—Porque no nos entienden, Soo. No pueden creer que seamos destructores por naturaleza, que siempre hayamos sido así. Son demasiado compasivos. Están convencidos de que en el pasado debimos de cometer algún terrible error, al igual que los humanos. Les parece demasiado horrible que seamos así por naturaleza. Les parece inconcebible que Dios, si es que existe, pudiera haber creado algo tan malvado como nosotros. Pero si Dios no nos ha creado, si no ha creado a Lucifer, ¿de dónde salió? Comprendes su dilema, ¿no? Si formamos parte de la creación de Dios, entonces él no es pura bondad, y si no somos responsabilidad suya, entonces no es omnipotente. De modo que la teoría angélica de la Caída de Lucifer es solo un intento más por acercarse a nosotros, por comprendernos. No se les puede negar que se esfuerzan, desde luego—añade con un suspiro.

Por fin le hago la pregunta que me está quemando en la garganta.

«¿Y sois de verdad… tan malos?».

Me mira largamente.

—Sí —responde—. Lo siento.

No se disculpa por él, sino por mí. No puede avergonzarse de ser como es, porque el caos y la destrucción están en su propia esencia. Pero lo siente por mí. Entiendo, de pronto, que es consciente de que no es el mejor enlace que podría haberme tocado. Sabe que me hará daño, que no va a poder evitarlo, y lo lamenta.

«Puede que no toda la bondad cayera del lado de los ángeles. Por lo menos eres capaz de compadecerte de mí, aunque sea solo un poquito».

Se encoge de hombros.

—Cuando uno convive tanto con los humanos, acaba por cogerles cierto cariño. Y he de admitir que, a pesar de todo, tú me caes mejor que la mayoría de los humanos que he conocido. Te siento más cercano, más real.

«Será porque estoy al tanto de muchas más cosas acerca de vosotros que el resto de los humanos», comento.

—Eso será.

Cierro los ojos. Parece que mi tiburón ha decidido esconder los dientes hoy. Pero no te engañes, Soo. Aunque pueda parecer en ocasiones amistoso como un delfín, no lo es.

No lo es.

Like this story? Give it an Upvote!
Thank you!

Comments

You must be logged in to comment
yuhiyuhi
#1
Chapter 15: TnT eso le hace mal a mi corazon... - solloza- parezo una loca llorando... Que pasa con kai?.. Quiero saber si se ven... Ay diooooo - llora como huérfana-
Hysterietize
#2
Magnifico fan fic he encontrado hoy.
Te agradezco por adaptarle, está demasiado bueno.
Además de que madonna Constanza posee mi mismo nombre, me ha encantado mucho más.
lleeann #3
Muy bien un fic en español :) le dare una leida y te comento ;)