LA CAZA DE LAS LIEBRES

Desayuno en Júpiter
 

_¿Cómo es tu nueva amiga? –Me pregunta Harlon mientras volvemos a casa.

Estamos cruzando los campos de lilas entre el hospital y nuestro barrio porque Harlon es demasiado excitable para viajar en transporte público tan a menudo y porque, al fin y al cabo, andar es saludable.

Además, quiero ver las liebres.

–Es muy guapa –digo, porque es la mejor manera de describir a taeyeon.

Tiene uno de esos rostros alargados y muy armoniosos que esperarías ver en un retrato del Renacimiento, como la Mona Lisa o El nacimiento de Venus , y sus ojos y su pelo tienen retazos rubios que hacen que parezcan en llamas. Estoy seguro de que todo el mundo, cuando la ve, piensa: «ahí va una chica muy guapa». Aunque no se sientan atraídos hacia ella. Aunque no sea su tipo. Aunque no les guste su cuerpo o su ropa o algo así. Tiene una de esas caras.

¿Y qué más?

–Estoy muy segura de que cree en la teoría de la evolución de Darwin –digo, dando saltitos para revolverle el pelo a Harlon (no es fácil, porque él es muy alto y larguirucho, y yo soy bajita y torpe).

-¡Bah! A mí todo eso me suena a pamplinas. ¿Qué más?

–Veamos… huele muy bien, como este campo, y tiene una voz muy suave y muy agradable, como si siempre hablase en susurros. Creo que no le gusta Miss Wonnacott. –No quiero hablar de ia Wonnacott.

–Vale, sigamos… es un poco rara. Pero no me importa. Me gusta la gente rara. Por eso somos amigas. Harlon se detiene para tirarme a la cara un puñado de tierra, que brilla como polvillo de hadas. Está convencido de que él es la persona más normal del mundo y que son los demás los que hacen cosas raras y difíciles de explicar.

–Tú sí eres rara. ¿Por qué te vistes como un chico?

–Es cómodo.

–Es raro. –Contrae el rostro al pronunciar esa palabra, y su voz se crispa como si se viese obligado a hablar de un tema especialmente escabroso–. ¿Qué te ha dicho hoy el médico?

–No es un médico, es un psicólogo.

–O, en mi idioma, un loquero. ¿Qué te ha dicho?

–No mucho… tengo que mantener las manos ocupadas en algo más que no sea mi cabeza. –Me dejo caer de espaldas sobre las lilas, porque me gusta que me hagan cosquillas en los tobillos, y me gusta ver el cielo malva y rosa desde esta posición–.

Supongo que tendré que empezar a masturbarme como una loca.

¡No digas esa clase de guarradas!

–¿Por qué? ¿Hay otra clase de guarradas que te resulte más conveniente? Dímelo, por favor.

–Cállate –dice él, dándose la vuelta como si yo estuviese persiguiéndolo desnuda por el campo.

Desde donde estoy puedo ver su oreja y su pómulo derechos, y ambos están teñidos de un fuerte carmesí.

–¿Por qué no quieres hablar de guarradas? ¿Nunca has hecho dedos a una chica?

–¡Claro que sí! –Exclama, alzando la voz dos octavas.

Cuando se enfada, su acento galés se vuelve tan denso e impenetrable que apenas soy capaz de entender lo que dice.

–¡He debido de hacérselo a unas cinco o seis chicas, si no se lo he hecho a ninguna! ¿Por qué? ¿Tú nunca lo has hecho?

Me encojo de hombros. Harlon está inclinado sobre mí y me tapa la luz; los rayos del sol se amontonan detrás de él como el halo de un santo católico.

–Nunca se lo he hecho a una chica. Aunque tampoco se puede decir que se lo haya hecho a un chico.

Soy tan virgen como el papa.

Harlon contesta con un «¡Hum!» que da por finalizada la conversación.

Cuando era pequeña, recuerdo haber visto la escena de Titanic en la que Leo DiCaprio (que en realidad es el director, James Cameron, porque el verdadero Leo DiCaprio no es un artista) dibuja a Kate Winslet, y pensar que no podía haber nada más bonito en el mundo que el cuerpo desnudo de una mujer.

De verdad. Me pasé un par de semanas obsesionada con las mujeres desnudas, y mataba el tiempo dibujándolas (aunque tengo tanto de artista como Leo DiCaprio) y mirándome al espejo, preguntándome cuándo me crecerían las tetas y cuándo me cambiarían de forma las caderas, y cuándo me parecería a Kate Winslet desnuda. Me asusté muchísimo, porque pensaba que eso significaba que me gustaban las mujeres, y eso cuando tienes siete años se traduce en no poder ser la mamá cuando juegas a mamás y papás y en convertirte en el bicho raro de la clase que quiere besar a sus amigas en la boca.

Después Leo traía a sus amigos a casa, y me acuerdo de que me quedaba mirándoles las manos (que eran muy morenas y olían a salitre ya verano) y los ojos (brillantes y lo suficientemente pícaros), y se me olvidaban de golpe Kate Winslet, Titanic y todas las mujeres desnudas del mundo, porque lo único que quería era dejar de ser tan fea para poder tener un novio tan guapo como alguno de esos chicos.

Todavía no he salido con ninguno de los amigos de Leo, porque ahora la mayoría de ellos están casados, y de todos modos Leo, aunque bromeaba respecto a las amputaciones, dice que una chica de dieciocho años no puede salir con un hombre de treinta, porque eso es prácticamente pederastia y roza la ilegalidad.

Leo me lleva doce años. El plan era que era hijo único, pero entonces a mis padres los invitaron a una boda, y su relación ya estaba haciendo aguas, porque se emborracharon muchísimo, lo hicieron sin ningún tipo de protección (para ser honestos, mi madre ya pensaba que biológicamente no podría volver a quedarse embarazada) y… ¡pum! Se les vino encima un bebé cuando ya casi tenían criado a su hijo preadolescente.

A Leo sigue gustándole más la otra versión de la historia, que es que encontraron un huevo extraterrestre en el parking de un supermercado y que de él nací yo.

A mí también me gusta más esa historia.

–Vamos a cazar liebres –dice Harlon, cuyo récord de tiempo sin que nadie le haga caso son seis minutos y medio.

Harlon en realidad no caza liebres; las hechiza, como esos tipos hindúes que hechizan a las serpientes y las hacen bailar para quitarles el dinero a los turistas norteamericanos.

No sé cómo lo hace, pero se acuclilla entre la hierba alta y se queda muy quieto, cubierto de verde y violeta. Entonces algo se remueve entre el brezo, como si una mano invisible removiese la tierra, y si te concentras lo suficiente puedes ver primero un par de orejas marrones y peludas, y después unos diminutos ojos negros como los de Miss Lark, y finalmente unos bigotitos blancos y muy largos haciéndole cosquillas a Harlon en la mejilla.

–Eres un encantador de liebres, Harlon Brae –le digo, extendiendo un brazo para acariciar a una de las dos liebres que le han saltado al regazo–. Sí, eso es lo que eres, un encantador de liebres de categoría.

Harlon se encoge de hombros. Su cara adopta de nuevo el color de los pomelos.

–Mi madre también podía hacerlo. Y mi abuelo. Y creo que un primo mío de Swansea también…

¡Presumido! –Harlon odia categóricamente a toda la gente de Swansea, ya cualquier persona que viva en una ciudad de más de veinte mil habitantes–. Puedo enseñarte, si quieres.

–Si tú puedes, yo también –digo, y Harlon deposita sobre mis manos a la liebre que estaba acariciando y que ahora está tan tranquila como un cachorrillo de perro.

No se parece en absoluto a esas liebres que pasan rapidísimo a tu lado y se encuentran en una mancha castaña antes de que puedas reaccionar.

–Es fácil –dice, y luego agrega–: Creo que no le gusto a tu padre. Esta mañana lo he oído quejarse.

Dice que lo dejo todo revuelto y que ojalá tu abuela estaba aquí, porque sabría lidiar con la situación.

–Yo sé lidiar con la situación –respondo suavemente.

Harlon mira al suelo y no a mí, y parece muy interesado en las uñas de su mano izquierda. Encaja muy mal el rechazo.

–Es mi habitación, por Cristo crucificado. –Me observa con los ojos entornados–. Yavé. Niego con la cabeza.

–No decimos su nombre. Sé que es tu habitación, pero la casa es nuestra. Mía y de papá. Venga, ya hemos hablado de esto.

Harlon no dice nada, pero deja escapar a la liebre que tenía entre los brazos.

–Te contaré un cotilleo interesante –le aseguro–. Señorita Wonnacott ...

–No quiero hablar de ia Wonnacott.

–Miss Wonnacott –insisto– quiere que trabaje para ella. Va a abandonar el hospital. La doctora DeMeis ha encontrado dos enfermeras cualificadas que cuidarán de ella, pero aun así Miss Wonnacott quiere que trabaje en su casa. Quiere que escriba su primera biografía autorizada.

Harlon me mira de arriba abajo. La aleta derecha de su nariz tiembla.

–No eres escritora –dice.

–Podría serlo –replico–. Podría ser mi propósito en el mundo.

La aleta izquierda de la nariz de Harlon empieza a temblar también.

–Tienes dieciocho.

–¿Y qué? ia Wonnacott tenía dieciocho cuando empezó a escribir la Trilogía de la Guerra.

–ia Wonnacott es una vieja bruja –barbota Harlon, y en eso no podríamos estar más de acuerdo–.

Anda, vamos a casa. Es jueves. Es noche de Expediente X en Netflix.

–De acuerdo –concedo, poniéndome en pie–. Pero prométeme que por lo menos harás menos ruido. Y arreglarás tu cama un poco.

–Prometido. –Harlon masca la palabra como un niño al que obligan a comer brócoli–.

Pero prométeme tú a mí que no te pondrás en plan fan obsesionada con ia Wonnacott, ¿de acuerdo?

–De acuerdo. ¡Ven, te echo una carrera!

 

Y echamos a correr a través de los campos de lilas, sin mencionar una vez más la habitación de Harlon, mi abuela, taeyeon kim o mi nuevo trabajo como biógrafa de ia Wonnacott.

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Comments

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LlamaAmerica #1
Chapter 52: D: asi termina????
Shizuma #2
Chapter 25: Me encanta esta historia, por favor continúa!
Saludosss