LA VERDAD

Desayuno en Júpiter
 

Miss Wonnacott no parece especialmente enfadada cuando regreso a la biblioteca, esparciendo por el suelo nieve y tierra. De hecho, apenas levanta una ceja. Está en la misma posición que la he dejado, con la diferencia de que ahora hay un libro en sus manos. No tardo en identificarlo, puesto que es mi favorito; es una primera edición en galés de El mirlo de papel, curiosamente el mismo ejemplar en el que encontré la fotografía de Cricket.

Cricket, que ahora tiene un nombre. Trago saliva.

–Así que tú también los ves –comenta sin levantar los ojos de su libro–. Lo intuía.

Vuelvo a tragar saliva. Siento la boca seca y rasposa.

–¿Usted… usted también…?

Miss Wonnacott cierra el libro sobre sus piernas.

–Cariño, Phoebe no era la única rareza de nuestra familia. ¿Continuamos? Lamento tener que recordarte que mi tiempo se agota. Veamos, volvamos al punto donde nos habíamos quedado, estábamos hablando…

–La niña era Bluebell –afirmo; todavía estoy de pie y alejada del teclado–. ¿Y Harlon? ¿De qué lo conoce?

–No quieras llegar al final de una historia antes de tiempo, tiffany young. Un buen narrador jamás desvela demasiado cuando los nudos todavía están atados. ¿Continuamos, pues?

Me siento de nuevo en la silla, suspirando. En la pantalla del Mac veo mi reflejo, y es el de una muchacha enrojecida y sudorosa con el pelo, corto y enloquecido, pegado al cráneo.

–Sí, creo que ya sé –continúa Miss Wonnacott, más para ella que para mí–. Estaban Saul y su niña…

Nephesh.

La voz llega como un secreto susurrado a mi oído, y sé que Miss Wonnacott no puede oírla porque su expresión no se altera lo más mínimo.

Nephesh.

O bien no la oye o bien está muy muy acostumbrada a ella.

Nephesh.

–También he visto a Birdy. El otro día.

Con dos frases cortas, Miss Wonnacott deja caer su libro al suelo y me mira. De pronto parece muy muy muy vieja y cansada.

–¡Oh, Birdy! –exclama, tan alto que me da la sensación de que su pecho podría partirse en dos–. La

guerra le rompió el corazón. Mi hermana solo terminó de hacer el trabajo. –Baja la cabeza–. Pero todavía no hemos llegado a esa parte de la historia, ¿verdad?

Y comienza de nuevo a narrar como si, en realidad, no hubiese pasado nada.

A Phoebe le ardía el silencio de Saul, pero, ante todo, lo que consumía por dentro a mi hermana era otra cosa. No podía comprender cómo Saul (su mellizo; siempre habían estado juntos; siempre habían sido dos) podía preferir la compañía de una niña con la que no compartía nada, ni siquiera la sangre, a la suya.

La niña no era de Saul. Todos lo supimos enseguida, porque, aunque flacucha y desnutrida, aquella era una pequeña de al menos seis años. Y Saul, que se había marchado en la oscura noche, solo había estado alejado de nosotros tres.

Para comprender mejor el modo en el que nuestras vidas se desarrollaron, es preciso

introducir aquí un nuevo personaje. Espero que, como lector, no te moleste. En realidad ya hemos hablado de ella, incluso se ha dejado ver en alguna ocasión, pero nunca le hemos prestado la atención que se merece.

La mujer de mi hermano. Gus, la llamaba él, Gussy cuando se sentía especialmente juguetón. La reconocí enseguida cuando la vi: se trataba, sin duda alguna, de aquella muchacha que nos instó a luchar en la reunión de la Liga Escarlata.

Nada era normal en su presencia. Tenía la poderosa cualidad de alterar las rutinas de los demás. Veía belleza allí donde cualquier otro vería horrores, y sus ojos oscuros brillaban con el fantasma escurridizo del coraje.

Gussy no era norteamericana como habíamos creído. En la oscuridad, en silencio, me gustaba repetirme su nombre: Angustias. «¡Menuda maldición nada más nacer!», solía decir ella, riendo. Pero a mí, a pesar de su significado, me gustaba su nombre, y me gustaba cómo sonaba y cómo se deslizaba, esquivo, por nuestras bocas cuando intentábamos pronunciarlo. Angustias.

Con su rostro alargado y caballuno, sus labios demasiado finos, sus dientes grandes y su espalda corva, nadie podía afirmar que era una mujer hermosa. De hecho, todos teníamos que admitir (algunos con bastante pena) que se trataba de una persona excepcionalmente fea. Pero Gus, que lo sabía, llevaba su fealdad como una corona.

Cualquiera que la observase diría que se sentía orgullosa de su cara y de la asimetría que la caracterizaba, y habría estado en lo cierto. La fealdad de Gus era la fuerza de Gus, su estandarte.

Viéndola pasar, con su largo pelo pajizo recogido en un moño prieto y ni un ápice de maquillaje, con sus pantalones masculinos y su mirada combatiente, lo comprendí.

¡Demonios! ¿Y quién necesita ser guapa? ¿De qué me servía a mí la belleza, que con los años se marchita y muere? Yo quería ser como Gus, con su fuego y su inteligencia y su gran corazón.

La adoré de inmediato.

Me enamoré de ella, aunque fuese una mujer (y, para más inri, la de mi hermano). Pero, en realidad, creo que todos estábamos un poco enamorados de ella.

Cricket solía quedarse ensimismado cuando ella pasaba. Si estábamos en la pista de vuelo del señor Brown (por ejemplo, poniendo a punto uno de los aviones de la RAF) y daba la casualidad de que Gus venía a traernos la comida, a Cricket se le caían las herramientas al suelo. Su rostro ardía, rojo. Su lengua, aturdida por la sorpresa, se enredaba y resultaba imposible entender nada de lo que decía.

Sentí celos, sí, pero también comprensión. Aquel era el efecto que Gus, inevitablemente, tenía sobre mí.

Y fue una noche muy clara, tras un largo día de vuelo, en la que le conté a Cricket la verdad. Sobre Saul. Sobre Gus. Y sobre la niña.

Estábamos tumbados sobre la hierba húmeda, mirando las nubes (que en la oscuridad parecían humo) moviéndose y tapando las estrellas. Solo nos quedaba un cigarrillo, de modo que nos turnábamos para darle caladas. Ahí estaba, incluso en la guerra podía haber paz.

–Gus no es norteamericana –le dije.

Cricket se volvió para mirarme.

–Me lo imaginaba. –Dio una calada–. Yo no conozco a muchos norteamericanos, pero el acento de Gus no es como el acento de los artistas de Hollywood. Es distinto.

–No es norteamericana –repetí–. Y… y… –me mordí el labio inferior– y Saul nunca vivió en Delaware. Ni siquiera cruzó el océano.

Todo el rostro de Cricket se contrajo y se relajó, pero no añadió nada. Solo me pasó el cigarrillo en el más fantasmal de los silencios.

–Y la niña no es hija de Saul.

–Entonces, Gus es… ya sabes –bajó la voz–, madre soltera.

–No. La niña tampoco es suya.

Y comencé a relatarle la historia tal como Saul primero y Gus después me la habían contado.

Saul nunca había pisado América. Él lo sabía y mi padre lo sabía y Phoebe, de una manera natural e instintiva, lo intuía. Saul se marchó en 1936. Saul, que había

intercambiado sus libros por los periódicos diarios. Saul, que estaba al tanto de lo que pasaba en el mundo. Saul, mi hermano mayor, aquel que en una época hablaba con los muertos a la luz de una vela, fue voluntario a España.

Mi padre no quiso saber nada del asunto. Saul dejó de ser su hijo en el momento en el que comenzó a pensar por sí mismo. ¿Por qué no podía ser un buen muchacho británico? A fin de cuentas, todos esos voluntarios eran o bien una panda de comunistas o bien una panda de exaltados (o, en el peor de los casos, ambas cosas). ¿Por qué Saul, su primogénito, no podía encontrar un buen trabajo, casarse con una buena mujer y criar hijos

fuertes como toros que llevasen el apellido Wonnacott? Después de todo, era su único hijo

varón. El apellido se perdería con Phoebe y con Ginnie. Saul tenía que dar ejemplo, tenía que ser un hombre, olvidarse de sus idealismos y continuar con el legado familiar. Papá le prohibió ir, pero Saul, que era mayor de edad, se negó. Papá lo desheredó, pero Saul se encogió de hombros. Finalmente, cansado y desesperado, papá le prohibió volver a vernos. Nadie podría saber jamás que Saul Horace Wonnacott, el intelectual

afable que se sonrojaba en los bailes, combatía voluntario en el bando republicano de una guerra que a todos se les hacía foránea. De modo que papá se inventó una historia y

Saul, a su manera, contribuyó a esa historia. Puesto que papá no recibiría cartas desde el frente, Saul mandaba todo lo que escribía a un buen amigo suyo de Delaware, que a su vez metía las palabras de Saul en un sobre nuevo que era el que llegaba a nuestra casa. Por eso las cartas eran tan escasas. Y por eso, de algún modo incomprensible, Phoebe nunca quiso leerlas.

Saul era soldado con una convicción febril y casi religiosa, pero Saul no era un buen soldado. Solo había que ver sus manos. Tan cuidadas, sin un callo, sin un rasguño, tan suaves como las de un niño. Lo único que aquellas manos habían acariciado eran los lomos de sus novelas y las páginas de los periódicos. Saul había leído mucho sobre la guerra. Cientos de voces del pasado le habían susurrado al oído, a través de sus libros,

los secretos de las batallas y cómo el miedo podía agarrotarte los músculos. Pero una cosa es el conocimiento y otra muy distinta es la experiencia. Y lo que Saul experimentó en España fue la variedad más cruda y profunda del miedo.

A la guerra moderna la habían despojado del honor dorado que portaba, como una capa, en la Antigua Grecia de los libros que Saul tanto adoraba. Los soldados ahora no iban a batallar descansados, con el estómago lleno y con la promesa de ser convertidos en héroes al volver a casa. Los soldados ahora se despertaban en la madrugada fría con el rugido de las ametralladoras, y sus estómagos gruñían y se plegaban sobre sí mismos

por el hambre, y solo podían ser héroes aquellos que morían, puesto que ningún soldado regresaba a casa entero, y un soldado que no regresaba entero era un soldado que nada podía aportar a la sociedad.

Lo que ahora se denomina síndrome de estrés postraumático antes era conocido como fatiga de combate. Los veteranos de la Gran Guerra lo llamaban shock de las trincheras; en esencia, es lo mismo. Nuestros cuerpos no han sido diseñados para soportar el ruido y

la falta de sueño y el hambre, y ante todo no han sido diseñados para verle el rostro a la muerte todos los días, tan claro que cada rasgo te arañaba el cerebro por las noches.

La fatiga de combate no era bienvenida entre los civiles, pero sí entre los combatientes.

La veían. La conocían. Eran casi amigos. Todos aquellos que no estaban locos antes de la guerra sucumbirían ante ella tarde o temprano.

Cuando Gus encontró a Saul, este llevaba siete meses en el frente. Siete meses o, lo

que es lo mismo, doscientos diez días. Más tarde, durante la guerra de Europa, los generales y los psicólogos determinaron que a los noventa días de combate un soldado deja de ser útil. El ruido y el hambre y el sueño y el miedo pueden con él. Cuando Gus encontró a Saul, este sufría de una condición denominada ceguera nerviosa. Sus ojos seguían siendo dorados y sanos, pero algo en su cerebro (un diseño defectuoso) le impedía ver.

Gus había sido rica, como él. Y Gus había sido una intelectual, como él. Y Gus era una

idealista, como él. Y Gus, que con tanta dedicación cuidó de Saul en las trincheras, era soldado.

Angustias Velázquez era miliciana. Tras un año combatiendo (y sufriendo el escepticismo de sus camaradas hombres), se había endurecido. Pasaba miedo y frío y hambre y sueño, como Saul, pero no podía permitirse el lujo de que ellos acabasen con ella. Necesitaba su fuerza y necesitaba su cordura para sobrevivir a la guerra. Con el tiempo, Saul y Gus se hicieron amigos. Los dos tenían una cosa más en común: eran los rechazados; él como extranjero y ella como mujer.

Y, con el tiempo, descubrieron que tenían una última cosa en común, la más preciada: el modo en el que ambos amaban estaba prohibido. No sé si lo decidieron entonces o

cuando encontraron a la huérfana, pero al terminar la guerra Saul se trajo a Gus a Gales y

se casó con ella. Presentaron a la niña, que había perdido a sus padres en un bombardeo,

como suya. Gus, que no podía volver a su patria, retomó sus actividades políticas en la Liga Escarlata. Saul retomó sus estudios y sus antiguas amistades.

Aquella era la verdad.

 

taeyeon

 

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Comments

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LlamaAmerica #1
Chapter 52: D: asi termina????
Shizuma #2
Chapter 25: Me encanta esta historia, por favor continúa!
Saludosss