EN EL INVERNADERO

Desayuno en Júpiter

Todavía pienso en tiffany y Júpiter apareciendo y desapareciendo rojo en el cielo y en el beso lo suficientemente cerca de las comisuras mientras viajo en tranvía (sola) a casa de ia Wonnacott.

Un beso en la mejilla no es gran cosa. Un gesto completamente rutinario y natural. Le habrá dado cientos a Leo, y a sus padres también, y puede que también a Esther Loewy y al resto de sus amigos.

Comparados con ellos, yo he recibido muchos menos besos de tiffany. Las amigas, a fin de cuentas, se besan todo el tiempo, y sin embargo ese gesto que para ella es rutinario y natural para mí ha sido como un fogonazo de luz en la oscuridad.

Cuando llego a casa de ia Wonnacott, me siento ante mi escritorio y comienzo a pasar cartas a limpio y a contestar llamadas de teléfono y (esta es una nueva tarea) a contestar emails.

El ruido en casa de ia Wonnacott es constante y puede dividirse en distintas capas. Por orden de aparición:

1. Risas de niños, probablemente del pueblo.

2. Retazos de conversaciones (¿de Eliza?).

3. La silla de ia Wonnacott.

4. Golpeteos y silbidos (siempre van de la mano).

No creo en fantasmas ni en ningún tipo de aparición paranormal, pero creo en tiffany, y si tiffany me dicho que ha visto a Birdy Williams (que está muerto) es porque ha visto a Birdy Williams (aunque esté muerto).

Estoy pensando en esto cuando oigo un quinto ruido, tan familiar y común que al principio no le doy la más mínima importancia, pero entonces recuerdo un pequeño detalle: tiffany no está aquí. Si tiffany no está, no debería oír las teclas de un ordenador siendo pulsadas.

Al levantar la cabeza ahí lo veo, tan claro y real como mi propia mano o como la nieve que se amontona en la repisa de la ventana o como el fuego que arde en la chimenea. Seis palabras escritas en el cuerpo de un nuevo correo electrónico sin asunto ni remitente.

John Michael Wiliams es mi nombre

Veo cómo las teclas del portátil descienden, una a una, vacilantes, y cómo bajo esas seis palabras aparece otra más. Una sola, repetida cientos de veces. Una palabra que no está en inglés ni en galés y que yo no comprendo.

Nephesh

Nephesh

Nephesh

Nephesh

Nephesh

Nephesh

Nephesh

Nephesh

Nephesh

Nephesh

Nephesh

Cierro la tapa del portátil antes de que esa única palabra siga multiplicándose, pienso

una excusa lo suficientemente buena y voy a buscar a Miss Wonnacott.

La encuentro en la parte de atrás, en el invernadero, cuidando las flores. A pesar de que está confinada a la silla de ruedas y a pesar de que sus movimientos son torpes e imprecisos, Miss Wonnacott atiende su jardín. Las flores. Las plantas. Del resto (del trabajo duro) debe de ocuparse un jardinero, aunque jamás lo he visto.

–Quieres saber cómo es el final –sentencia sin darse la vuelta. Ha debido de oír la puerta de cristal crujir cuando he entrado–. Esto es parte del final, taeyeon. Las flores crecen y se marchitan. No somos mejores que ellas.

Podría hablarle de John Michael Williams (su Cricket) y de los ruidos y de Birdy Williams perdido en un parque de la avenida principal y de las teclas de su portátil bajando y de una sola palabra repetida millares de veces en un correo sin asunto ni remitente. Ya estoy formulando en mi cabeza cómo abordar el asunto, cuando de mis labios sale algo muy distinto. Algo que no había planeado.

–¿Cómo fue... en el hospital?

Hace girar la silla en mi dirección. En la distancia, con su largo pelo plateado y rodeada de rosas y orquídeas, Miss Wonnacott parece una reina Titania avejentada.

–Muy limpio. A ti te gustaría. Ordenado. Las medicinas, a una hora; los ejercicios, a otra. A mí también me gustaba. Conoces a enfermos con tu misma dolencia. Unos viven y otros mueren.

No sé qué lee ia Wonnacott en mi rostro, pero el suyo se contrae cuando agrega:

–Todos nos morimos, niña. No nos gusta pensar en ello, pero cientos, miles de cosas pueden acabar con nosotros. Somos animales frágiles. Cada día muere gente. Enfermedades, accidentes, pasiones. No pertenecemos a este lugar. A fin de cuentas, no se nos concede el lujo de decidir no irnos, ¿verdad?

Se baja las gafas de media luna. Su pecho silba y bufa.

–Pero siempre se nos olvida un pequeño detalle: siempre podemos decidir cuándo nos vamos. No nos gusta pensar en ello, naturalmente. La muerte es una cosa desagradable y putrefacta. O, al menos, eso es lo que dicen de ella. Para mí, y para todos los que vivieron en mi época, la muerte era una sombra conocida, casi amiga, que esperaba en los umbrales de las puertas. He visto muchas muertes, taeyeon kim, y déjame que te diga que la muerte puede venir a por ti si la llamas. Todas las mañanas, todos los días, tomamos la decisión más valiente de todas: elegimos vivir.

»No me compadezcas. Y, ante todo, no compadezcas a tu hermano. Podríamos elegir morir si quisiéramos; hay muchas maneras. Pero elegimos estar aquí.

–Que tengamos la elección de morir no quita que no sea injusto que a unos les quede tan poco tiempo cuando a otros se les ha dado tanto.

Mi voz es débil; se dobla como una espiga bajo el viento. Sin embargo, el efecto de mis palabras en ia Wonnacott es notable. Primero parpadea, atónita, y luego, muy lentamente, entre temblores, sonríe.

–Todo se compensa –afirma secamente, volviendo la vista a sus rosas–. Yo vi a mi hermano morir a los treinta y siete años. Vi otras muertes, también. Vi cómo un amigo desaparecía en el fuego. Muchas vidas anónimas perdidas en la guerra. Vi cómo moría un muchachito no mucho mayor que tú, y vi cómo, a pesar de sus piernas temblorosas y sus ojos llorosos, saludó a la muerte como quien saluda a un viejo conocido. Tienes razón, todas esas muertes fueron injustas, pero hay un pequeño consuelo para todos los que nos quedamos aquí: es posible vivir con dolor, y es posible encontrar la felicidad en medio del dolor. Si no me crees, mírame: llevo más de setenta años dándome de bruces con ella en los lugares más insospechados. Mientras bajo la calle, veo a Ofelia en la puerta de mi casa. Bueno, para ser más precisos, sale de ella, y mi madre sonríe y les dice adiós a ella y a Leo, que tiene un pie en la calzada y otro en la carretera.

–¿Quieres ir a tomar un gofre? –dice Lisandro cuando mi madre cierra la puerta.

tiffany, que hace equilibrismo en el pequeño muro que rodea los jardines de mi calle, responde:

–¿Eso es kósher?

A lo que Leo replica:

–¿Y tú eres kósher?

–Papá es kósher.

–Papá es kósher por recochineo. Es como si le dijese a mamá: «Mírame, me he quedado con mi religión judía y mis dos hijos judíos».

–Hijo y tres cuartos. –Hijo y tres cuartos.

Me llevo dos dedos a la boca y silbo cuando tiffany ya ha bajado del muro y no puede caerse.

–¿Qué haces por aquí? –le pregunto.

Ella se lleva las manos a los bolsillos de su peto vaquero.

–¿Y por qué no iba a venir por aquí? Estoy de vacaciones. He venido a ver a Tayo y a Jimmy. Y a tus padres, claro. Me caen bien.

–¿Has vuelto a ver a Harlon?

–No... –musita, y de pronto parece muy interesada en las gastadas puntas de sus zapatos tipo Oxford.

No me gusta verla así, y que todo lo que es en ella amarillo y vibrante y luminoso palidezca, de modo que pregunto:

–¿Os quedaréis a cenar?

Leo responde por ella.

–Segunda noche de Janucá.

–Ah, ya veo. Podéis quedaros un día a comer.

tiffany  sonríe. Se está enroscando un mechón del flequillo en el índice.

–Un día a comer suena fantástico. Hablamos, ¿vale?

–Claro –digo, y meto mi llave en la cerradura.

Antes de entrar oigo a Leo y tiffany  gritar:

–¡Feliz Navidad!

Y mientras los veo bajar la calle (los dos con peto vaquero, los dos con gruesos jerséis de lana, los dos con abrigos de paño) pienso que, desde esta distancia, parecen los dos hijos de una familia normal y sin fisuras.

tiffany

 

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Comments

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LlamaAmerica #1
Chapter 52: D: asi termina????
Shizuma #2
Chapter 25: Me encanta esta historia, por favor continúa!
Saludosss