Capítulo XVI
Miedo a perderte (Continuación Experiencia vs Inocencia I)
Cuando llegamos a Atenas casi nos fulmina el calor, lo mismo que ocurrió la primera vez que aterricé allí.
—Tú ya has estado aquí —dijo Sulli—. ¿De dónde sale el avión para Astipalaia?
—Tenemos que atravesar todo el aeropuerto —respondí—. En el otro extremo. —Me estremecí al recordar que en aquel lugar estaba la tienda duty-free en la que Tiffany me había comprado el reloj como pago por los «servicios» que le había prestado en los lavabos del vuelo a Atenas. No eran buenos recuerdos. Sobre todo porque Tiffany había vuelto a sacar a la luz hacía poco el tema del contrato.
Pero no tenía más remedio que hacerme a la idea de que aquel viaje me iba a recordar en todo momento al otro. Todo lo que había pasado entre ambos viajes no tenía nada que ver aquí. Aquél había sido el principio y … ¡No, no, eso no!… Esperaba que el de ahora no fuera el final.
Facturamos en el pequeño avión que iba a Astipalaia y aún nos dio tiempo de tomarnos un café en el aeropuerto.
—¿Cuánto dura el vuelo? —preguntó Sulli.
—No lo sé con exactitud. —Me encogí de hombros—. No puedo acordarme, porque aquél fue un viaje algo accidentado y se me hizo más largo.
—Seguro que viene en el billete —dijo Sulli—. Pero da lo mismo, lo importante es que lleguemos.
—Eso no está garantizado. —Torcí la boca con una mueca.
—¡Vaya con la pesimista! —Sulli se echó a reír—. He volado en tantas ocasiones que se me ha olvidado el número. Mis padres ya me llevaban de niña. Y siempre llegamos a nuestro destino.
—Yo viajé en avión por primera vez el año pasado —dije—. Siendo yo pequeña, mi madre nunca se pudo permitir hacer viajes en avión. Y hoy día tampoco puede.
—Es mucho mejor si, por fin, se utilizan los puntos de vuelo acumulados por mis padres — manifestó Sulli mientras sonreía con gesto irónico. Luego escuchó lo que dijeron a través de la megafonía—. Creo que ése es nuestro vuelo —informó—, a pesar de que no he entendido ni una sola palabra.
Fuimos a pie por la pista en la que nos esperaba el pequeño avión. Como me ocurrió en el anterior viaje, lo miré sin mucha confianza. Sin embargo, me subí en él.
Sulli pensaba que todo aquello era muy emocionante.
—Debo admitir que nunca había volado en un trasto tan pequeño. —Miró por la ventanilla lateral
—. ¿Te alegra ir a Astipalaia?
—Me alegraré cuando hayamos aterrizado —dije—. En este momento me falta un poco de tranquilidad —hice una mueca.
—Pero si aún no hemos despegado… —rió Sulli.
En aquel momento arrancaron los motores, todo el fuselaje del avión se estremeció y nosotras con él.
—Nos vamos —dijo Sulli, abrochándose el cinturón.
Yo ya me lo había abrochado, pero seguía sintiéndome insegura. Miré hacia delante; allí el avión se estrechaba y se podía ver directamente la cabina del piloto. No había puerta. Al alcanzar la velocidad suficiente, el piloto hizo descender una palanca y el avión se elevó. Pero no fue sólo él quien accionó aquella palanca: el copiloto colocó las dos manos sobre la suya y las movieron al unísono. Aquello no incrementó en absoluto el nivel de tranquilidad de mi sangre. —¿Lo has visto? —le pregunté a Sulli.
—¿Qué tenía que ver? —Sulli tenía puesta la vista en la superficie de la tierra, que se alejaba. —Han tenido que hacer despegar el avión entre dos personas. ¿Será que hay algo averiado?
—No lo creo. —Sulli parecía totalmente despreocupada—. Estamos en el aire sin ningún problema.
Me hubiera gustado tener su valor…
El vuelo fue más tranquilo que la primera vez, o al menos eso me pareció. En todo caso, aterrizamos sin daños en Astipalaia, pero la sensación de temor no desapareció del todo de mi estómago hasta que no nos bajamos del avión y nos alejamos de él.
—Bien, ¿dónde está el puerto? —preguntó Sulli y me miró. —¡Humm!… Aquí no —dije, cohibida.
—¿Entonces dónde? —preguntó Sulli y me pareció que escudriñaba con la vista más allá de las alas del avión.
—Tenemos… —carraspeé—. Tenemos que conducir un poco para llegar hasta allí. —¿Conducir? ¿Qué conducimos? —Sulli miró a su alrededor, esta vez en busca de algo que se pudiera conducir. Carraspeé de nuevo.
—Nos recogió un coche. Tiffany lo había organizado todo.
—¿Y no me lo podías haber dicho antes? —Me miró, airada—. Si llego a saber que íbamos a necesitar un coche de alquiler lo hubiera reservado. —Mientras tanto ya habíamos llegado al diminuto edificio del aeropuerto. Sulli dejó vagar la vista por el interior—. ¿Dónde se pueden alquilar coches? —preguntó.
—No tengo ni idea. —Miré por el vestíbulo. No se veía ningún cartel de alquiler de vehículos. —¡Vaya, hombre! ¿No se puede ir a pie hasta el puerto? —preguntó Sulli.
—Creo que no. —Alcé los hombros. Me sentía insignificante y tonta—. Fue un recorrido bastante largo.
Sulli lanzó un largo suspiro.
—¡Bueno, me estás resultando un pozo de información! —exclamó.
—Yo… yo…, todo fue tan rápido. —Me disculpé—. Casi no tuve tiempo de pensarlo. —Por ahora disponemos de mucho tiempo para eso —aseguró Sulli.
—¿Quieren ir al puerto? —dijo detrás de nosotras una voz agradable y cálida. M e volví a toda prisa y Sulli agitó la cabeza.
—¿Conoce usted esto? —preguntó—. ¿Dónde podemos alquilar un coche?
—En ningún sitio. —La joven que nos hablaba nos sonrió con sus ojos de color azabache. Su pelo también era negro y su rostro era de un singular tono oliváceo.
—¿En ningún sitio?
Nunca había visto a Sulli tan desconcertada.
—En ningún sitio —repitió la joven—. Aquí no se pueden alquilar coches. Hay dos taxis, pero hay que pedirlos con antelación, ya que no sólo se usan para viajeros. Primero hay que retirarlos de las faenas del campo.
Sí, recordé que el coche que por aquel entonces nos recogió a Tiffany y a mí tenía ese aspecto.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Sulli, algo perpleja—. ¿No podemos pedir uno de esos taxis?
—Sí pueden —dijo la joven—. Siempre que dispongan de una semana para esperar hasta que venga, eso en caso de que venga.
—Menuda mierda —se quejó Sulli. Yo me sentía culpable. La joven dijo:
—Como mucho, les puedo ofrecer mi coche. Yo también voy para el puerto. La cara de Sulli se iluminó.
—¿Y nos puede llevar?
—Sí, siempre que no tengan mucho equipaje —respondió la joven—. Mi coche no es demasiado grande.
—Esto es todo el equipaje que llevamos. —Sulli tenía su bolsa en la mano y señaló hacia la mía —. No tenemos más.
—Entonces no hay problema —dijo la joven.
—Ah, perdón. No nos hemos presentado —Sulli se dio un leve golpe en la frente. Dijo su nombre y estrechó la mano de la desconocida. Yo hice lo mismo.
—Victoria —dijo la desconocida, con un leve acento extranjero.
—Bonito nombre —comentó Sulli y, de repente, su voz cambió de tono.
Yo estaba atenta y la miré. Si no me equivocaba, la tal Victoria la había impresionado. Tuve que hacer una mueca.
Dimos la vuelta al edificio acompañadas de Victoria. Comparado con el aeropuerto de Atenas, aquello no era muy grande y sólo tardamos un minuto en llegar a un dos caballos. A pesar de los cuarenta años que debía de tener, el coche estaba muy bien conservado.
Después de subirnos las tres, la carrocería descendió, como es normal en este tipo de coches, y casi llegó al suelo. Por un segundo, tuve la sensación de que se repetía mi viaje anterior: Sulli, sin vacilar, se sentó en el asiento delantero y yo me quedé atrás. Igual que aquella vez.
La diferencia era que ahora se hablaba en mi idioma, lo que me dio opción a participar en la conversación.
—¿Está de vacaciones aquí? —preguntó Sulli.
—Tutéame —propuso Victoria—. Por esta zona ya nadie usa eso del usted. No, no estoy de vacaciones. Vivo aquí —continuó—. He regresado hace un par de años.
—¿Regresado? —Sulli parecía muy interesada en la vida de Victoria.
—Mis padres se trasladaron a trabajar a Alemania cuando yo aún era una niña —dijo Victoria—, y allí crecí. Pero hace un par de años ellos regresaron a Astipalaia y al curso siguiente, al acabar los estudios, me volví. Ahora trabajo aquí como traductora —sonrió a Sulli—, a veces como guía de viajes… ¡y conductora! —Se echó a reír.
Sulli parecía tan fascinada por aquella sonrisa tan simpática que casi no podía dejar de mirar el rostro de Victoria.
—Seguro que la mayoría de las personas que llegan se habrán ocupado de conseguir un medio de transporte previamente —dijo Sulli—. Nosotras hemos sido un poco ingenuas. Yo nunca había estado aquí.
—¿En Astipalaia o en Grecia? —preguntó Victoria.
—Hasta ayer no sabía ni que existiera Astipalaia. —Sulli me dirigió una mirada a través del diminuto retrovisor interior, que estaba lleno de polvo—. La verdad es que tampoco había estado en Grecia. No sé hablar griego.
—Oh, bueno, aquí cualquiera se hace entender sin que sea necesario conocer el idioma —dijo Victoria con una sonrisa—. En la isla nadie habla idiomas, pero se apañan con ayuda de manos y pies. La gente es muy paciente y tiene tiempo.
—Muy distinto a lo que pasa en nuestro país —replicó Sulli.
—Sí, es totalmente distinto —dijo Victoria—. Cuando regresé, tuve que acostumbrarme a eso. No tenía problemas con el idioma pero, si has crecido en Alemania, todo lo de aquí te llega a parecer demasiado calmoso. En Astipalaia no se trata de conseguir algo hoy o mañana, sino la semana que viene, el mes que viene o el año que viene. Hay ocasi
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