Himchan era luz.

Era alegría. Himchan era un despertar con café. Era el sol de primavera o una rosa recién florecida. Era el tacto del terciopelo. Era un ronroneo o el arrullo de un río. Era la brisa entre los árboles, meciendo las hojas a su compás. Himchan era una palmada en la espalda y unas palabras de ánimo. Era el beso casto de una muchacha en la mejilla. Era olor a hierba recién cortada. Una tarde tormentosa a la vera del fuego del hogar. Era susurros adolescentes al oído de promesas de amor eterno. Era una caricia, el abrazo protector de una madre.

Himchan era todo lo positivo que una persona podía llegar a ser.

Himchan era su vida entera.

Y Yongguk no quería que eso cambiase.

Porque él no era nada.

Yongguk no evocaba olor alguno, ni recordaba visiones bucólicas en la imaginación. Yongguk era una sombra, desapareciendo tan pronto como la luz se iba, fundiéndose con su propia oscuridad, celebrando fiestas macabras con los demonios de la soledad y la locura.

Porque eso era él, un demonio perturbado y esquivo.

Hundiéndose en sus depresivas profundidades sin preocuparse de atar un cabo a las superficies de la cordura.

Observando de lejos el Sol y siseando si alguno de sus rayos lo rozaba.

Y en silencio y con cautela, lo admiraba, temiendo que si llegaba a tocarlo podría acabar convirtiéndolo en algo como él, algo vacío, roto, oscuro. Y nunca se lo perdonaría.

Pero como todo en esta vida, las coincidencias ocurren.

Y en el mismo momento en el que el Sol se alza fuerte y vigoroso, ninguna sombra puede esconderse de él. Nada se interpone ante sus objetivos, y si quiere algo, tan solo tiene que alargar uno de sus rayos, una de sus manos, y cogerlo, porque en ese momento le pertenecerá para siempre.

El día era casi tan radiante como la sonrisa que Himchan le dedicó.

Puede que fuese azar, un accidente o incluso un error, pero al fin, unos ojos llenos de vitalidad se cruzaron con unas cuencas vacías, carentes de sentimiento. No fue consciente del instante en el que se hablaron por primera vez. Ni siquiera entendía cómo habían llegado a rozarse. Cómo algo tan perfecto podía soportar su sola presencia. Cómo pasaban los días y las noches con insomnio, esta vez causadas por algo semejante a lo que alguna vez, en lo que parecía otra vida, llamó felicidad. Cómo los músculos de la cara estiraban las comisuras de su boca hacia arriba cuando en su teléfono se reflejaba su nombre. Cómo deseaba estar cerca de él, hablar, escuchar su risa.

Y un pequeño botón activa el mecanismo que produce un movimiento en el pecho hueco de Yongguk. Algo chirría, y los viejos engranajes oxidados vuelven a ponerse en movimiento. Y lo supo.

Porque, después de todo, los polos opuestos coexisten en absoluta armonía.

No existe mal sin bien.

No existe negro sin blanco.

No existe oscuridad sin luz.

Esa era la razón por la que Yongguk era capaz de sentir, de respirar, de vivir. Porque sabía que el yang tiene algo de ying, y que el ying tiene algo de yang. Porque se necesitan para completarse, para ser.

Y cuando veía a Himchan sonreír, caminar, o tan solo respirar, sabía que era su ying, que anhelaba sus miradas porque llenaban ese pequeño hueco en su interior.

Y cuando Himchan lloraba, sabía que él era su yang, porque aunque algo destructivo, era parte de su esencia, parte del apoyo que podía ofrecer. Porque él era todo angustia, y estaba versado en la materia de la que está compuesto el dolor.

Y cada vez que lo acariciaba, comprendía que eso eran ellos; polos atraídos por la autodestrucción y la felicidad, almas errantes en busca de ser completadas.

Y cada vez que lo besaba, sabía lo que era alcanzar el cielo, por muy profundo que fuese el infierno donde habitaba.

Porque eso era Yongguk, el demonio que acababa con los enemigos de su ángel.

Porque eso era Himchan, la estrella que iluminaba su silente oscuridad.