The unhappy kid of Saturn

El infeliz chico de Saturno

No existe un dios para Jaemin cuando levanta las manos y se arroja a las agitadas olas del mar. Tampoco hay aire, ni ganas de respirar. Sólo un minúsculo sonido de silencio que se extiende en el fondo negro del agua y los rayos azules de la superficie. Es un silencio deseado. Un poco de calma retribuida, por no encajar en este mundo. Algo que siempre quiso a voces apagadas, cuando se refugiaba bajo las cobijas frías de su deplorable cama y escuchaba el bullicio del televisor proveniente de la calurosa sala.

Pero se lo arrebatan: ese deseo, ese anhelo.

Sus débiles orbes negros encuentran las siluetas verdes del bosque. Los oídos húmedos atrapan el sonido del mar. El olor fresco le golpea la nariz. Está irremediablemente vivo, como ayer y antes de ayer y antes de todo. Está tan vivo como la persona que lo mira con firmeza, tristeza y preocupación.

Tan vivo como Lee Jeno. Tan muerto como Na Jaemin.

—No mueras –susurra.

Pero él ya se sentía muerto desde que la vida le obligó a respirar.

***

Es un moribundo sin causa desde que nació y fue forzado a vivir en la espesura asfixiante del planeta Tierra. Encargado a una familia de sonrisas tristes, alientos cansados, ojos apagados. Una familia tan rota como todo lo que es –era y será. Lo llamaron entonces Jaemin, como ese abuelo paterno que murió de un infarto mientras miraba sentado el atardecer y que, por supuesto, nunca conoció más que por fotos en colores sepia. Fue llevado a una escuela que repitió por las incontables faltas. Arrastrado a una secundaria dónde conoció el dolor que provocan los golpes en el rostro, en el estómago y la espalda. Finalmente, abandonado en un instituto que desconoce su presencia dentro de esas aulas que comparten alumnos de risas escandalosas y rostros tétricos. Allí aprendió que es un marginado. Alguien innecesario en esa cadena llamada vida, destino y circunstancia.  Un ser que, definitivamente, no pertenece a este mundo.

—¿De dónde eres, Jaemin?

Entonces no comprende cómo es que un día ese chico de ojos arqueados, labios delgados, piel de porcelana; se da cuenta de su existencia. Jaemin piensa que Lee Jeno podría ser también de otro planeta, probablemente de Júpiter –por la forma en que parece estar soñando constantemente mientras un aura de misticismo se forma alrededor. Quizá por eso, sólo por eso, Jeno puede sonreírle sin la necesidad de que alguno fuerce una conversación en sus paseos cortos del instituto a casa.

—Soy de Saturno –responde.

Aquella vez el cielo se pintaba de gris. Era un día precioso.

—Yo no sé de dónde provenga –medita Jeno, un poco ausente de Jaemin –Quizá de Júpiter.

Lee Jeno no es demasiado diferente, incluso cuando parece ser su contrario. Él le ha contado muchas veces que desea escapar en una nave rumbo al planeta más antiguo del sistema solar, cruzar el cinturón de Orión y mirar los cometas azules. Disfruta de dar contrarias –con ese gracioso acento ronco –cuando todos parecen estar de acuerdo y se esconde en las profundidades de sus pensamientos cuando decide que está agotado del mundo y sus curiosidades. Se parecen, sin ser demasiado iguales.

Su gran diferencia reside en el sencillo hecho de “escapar de este terrible mundo intolerante”. Jeno quiere huir por un tiempo y volver con su enorme sonrisa radiante. Jaemin, en cambio, desea escapar para siempre, enterrarse en los condominios de un misterio más allá de la muerte y esperar con paz calmosa su reencarnación en algún planeta de la galaxia –lejos de todos esos terrícolas que no comprenden sus ideas.

***

Cuando Jeno no está, Jaemin se sume en una profunda depresión que le maravilla de una forma enferma.

Tiene una inocente obsesión por ver como la sangre brota de sus brazos en estrechos riachuelos pegajosos que se secan a la luz de un fuego parpadeante. Se corta la piel cada noche, a escondidas de miradas curiosas, en lo profundo del susurrante bosque. Enciende colillas de cigarro barato, las fuma una por una hasta que su mente divaga en las estrellas lejanas y sueña con saltar cada una de ellas. Se recuesta sobre el suelo, esperando que la lluvia llegue y bañe su decadente cuerpo, mientras el alcohol que le robó a su padre contamina cada mililitro de sangre. Esperará hasta quedar inconsciente, dejará que la brisa gélida congele los pigmentos de su lechosa piel magullada y cederá para que marque sus mejillas con besos escarchados. Y en cuanto despierte, evocará un suspiro resignado, desalentado por su fallida muerte. Por lo tanto, volverá a esa cárcel que llama hogar e ignorará los gritos de su madre o los golpes de su padre. Como ayer, antes de ayer y antes de todo.

—¿Sabes que deseo hacer ahora, Jaemin? –pregunta Jeno.

Es un día caluroso. Jaemin está tumbado sobre la arena húmeda, con los pies descalzos palpando el agua salada, las manos protegiendo su rostro y la cabeza hundida en una almohada mojada. Jeno está a un lado, esparciendo los granitos finos entre los dedos para ofrecerlos a la suave brisa.

—¿Tú sabes que deseo hacer ahora, Jeno? –Jaemin se queja.

Está cansado de los misterios que le depara una conversación con ese inquieto chico de cautivadores ojos sonrientes. Los días calurosos, siempre hacen que se fatigue por todo.

—Irte –responde Jeno. Su sombra se posa sobre el sudoroso rostro de Jaemin antes de desvanecerse segundos después.

Las olas golpean en el intervalo del silencio extendido. La existencia de Lee Jeno se esfuma como el cáncer que sale por su boca en forma de nube blanca y se cuela en el aire imperceptible. Na Jaemin está por primera vez asustado, rebuscando en el oleaje que sacude cada porción de mar y en las enormes rocas que acarician la orilla.

—¡JENO! –grita en su desesperación. Pero nadie responde, ni siquiera el mismísimo oleaje salvaje.

Na Jaemin tiene miedo.

Su miedo trata sobre la ausencia de Lee Jeno: que él haya decidido marcharse abandonándolo a su suerte en ese mundo que no lo comprende. Teme que haya huido junto a la vetusta muerte.

Así que se entrega a las agitadas aguas. Se hunde como un pez en las profundidades y nada con los ojos atentos a la aparición de esa silueta que acostumbró ver cada día de su aburrida vida. Jeno es como un príncipe –recuerda Jaemin –tan alto y fornido como un hermoso roble, con los rectos hombros anchos, las piernas largas y los brazos fuertes. También tiene esa expresión amable, sobre todo cuando sonríe sin motivo alguno y extiende los suaves labios rosados en un mohín gracioso que le arrugan las mejillas en delgadas líneas y convierten sus ojos en lunas sonrientes. Entonces sus achinados orbes brillan, dejándose ocultar tras los negros mechones rebeldes que caen por su frente. Y es, esa misma expresión suave, la que encuentra metros más allá de la orilla. Observándole con diversión culposa, mientras el agua se escurre lentamente por su pequeña frente.

Cuando está con Jeno, las palabras no son necesarias. Basta con un contacto físico para que ambos se lean la mente y se entreguen a las ideas que sucumben tan descabelladamente. En ese momento, cubiertos con el agua salada del mar, la propuesta es bastante sencilla: deben desnudarse.

Por segunda vez –en aquella tarde calurosa –su corazón palpita agitadamente, golpeando su pecho con violencia hasta hacerle doler los huesos. Se quita los shorts primero y siente la extraña caricia de la corriente contra la entrepierna. Desprende de su cuerpo la única playera favorita que tiene y la deja ir junto a las agobiadas olas. Está tan desnudo como en su primer minuto de vida, sólo que ahora está frente a Lee Jeno –quien toma sus manos con cierta desesperada delicada violencia.

—Hoy estás naciendo de nuevo –murmura Jeno como si temiese romper el momento con la ronca voz que posee –Esto es lo que quería hacer. Quería que nacieras de nuevo, a mi lado.

Jaemin nunca antes besó a una chica, mucho menos a un chico; tampoco sintió atracción por alguien. Siempre creyó que su único y verdadero amor, se refugiaba en las estrellas, alejado de la contaminación terrestre, escabulléndose como un hada o saltando sobre las estrellas fugases que encontrara. Pero, de alguna manera, Jeno se siente de esa manera, como ese amor perfecto y místico que es capaz de agitar cada entraña. Sin embargo, no es suficiente. Para Na Jaemin, nunca existió suficiente razón para seguir en este mundo.

Lee Jeno, es sólo un consuelo.

No obstante, nada de eso importa ahora. No mientras se besan y las olas golpean sus cuerpos excitados. Por el momento, sólo bajo esas circunstancias, está bien desear vivir un poco más y suplicar todo el aire que la otra boca le pueda entregar.

***

Jaemin también le entrega una primera vez a Jeno.

Le enseña sobre el dolor.

Corta la piel de porcelana con paciencia, observando detalladamente como las ajenas cejas se contraen y los labios delgados se aprietan entre los blancos dientes hasta expulsar pequeñas gotas de sangre que brotan como pequeños cerezos. A Jaemin le causa cierta ternura esa expresión adolorida, por lo que besa los inflamados labios carmines. Y se entregan, por segunda vez, a la luz de una luna azulina que contempla cada quejido que escapa desde lo profundo de sus almas y se evapora en murmullos que pronuncian el nombre de cada uno. Entonces amanecen, por vez primera, en la frialdad de una madrugada que acaricia sus pieles adormecidas y maltratadas con la suave escarcha.

Después de eso, hay otros días que comparten su tiempo y espacio. Se escabullen entre las angostas calles de la pequeña ciudad, huyendo de las sirenas rojas que suenan cada vez más aturdidas por su rebeldía. Cargan consigo bolsas de cerveza, cigarros, comida y CD’s que tomaron prestados de una tienda de música. Sus risas son ecos pasajeros que nadie puede comprender cuando las escuchan y sus gritos, se entre mezclan con el sonido de las ramas del bosque.

En otras ocasiones, también corren desnudos por las orillas de la playa. Llevan el cigarro entre los dedos y se arrojan sobre la arena fría que congeló la noche. Entonces se miran, agitados, acariciando sus cuerpos sin matices de vergüenza, listos para entregar sus almas al placer que surge consecuente de dos seres inconexos del mundo.

Quizá pueda que sea suficiente, piensa cierta vez Jaemin, cuando ve a Jeno recostado sobre la cama, cantando –o intentando cantar –una canción vieja que desconoce, moviendo los pies en busca del compás y entregando las manos a un baile con el humo que produce la boca entreabierta. Si todos los días fueran así, vuelve a pensar Jaemin, quizá sería más sencillo soportar su existencia en el planeta. Podría levantarse todas las mañanas admirando ese pequeño rostro ajeno de expresivos ojos ámbar, cejas pobladas, pestañas risadas. Besaría los labios magullados y abrazaría el cuerpo con mucha fuerza. Los días serían felices, con muchas maravillas a la vuelta de la esquina, esperando ser descubiertas por ellos.

Podría ser feliz. Pero sólo es un momento de ensueño –como muchas otras veces –y sólo basta un fragmento del tiempo, sólo un segundo dentro de muchos minutos y horas, para que Jaemin vea que el mundo realmente no vale la pena.

Y se entrega al mar, sin pensar en nadie más que él mismo.

***

—Quiero un poco de tranquilidad –confiesa a medio llanto. Jeno le está secando el cuerpo y parece estar sufriendo en un silencio aislado –¿Por qué no me dejas tenerlo?

El chico de ojos bonitos le mira. Hay lágrimas que resbalan por sus mejillas exponiendo esos sentimientos que suelen estar enjaulados en el misterio de una mediana sonrisa o un suspiro secreto. Se muestra con tal fragilidad abrumadora que hace a Jaemin sentirse mal, pero no completamente arrepentido de sus actos.

—No debes morir –murmura –Ahora no. Quédate por mientras… -la ronca voz se descompone, rompiéndose en diminutos quejidos que se apagan con un prolongado suspiro –Dame un tiempo antes de decirte adiós.

El tiempo es demasiado corto para Lee Jeno, demasiado largo para Na Jaemin.

Los días pasan agonizando cada segundo, antes de que Jaemin vea su estado demacrado en el espejo. El espacio en su piel se ha llenado de cicatrices, moretones y rasguños. Ya no se reconoce y Jeno tampoco lo hace cuando lo sostiene entre los brazos, sollozando por razones que Jaemin no comprende completamente. Sabe que es hora de irse, de volar lejos y llegar al espacio para acariciar esa tan ansiada libertad que tanto buscaba.

—Quizá en otro mundo no sea tan malo –dice apenas, con voz agonizante.

Jeno lo apretuja contra su pecho. Las lágrimas se resbalan y siente que el aire le falta.

Al final del túnel no hay luz, como todos le dijeron que habría; hay oscuridad. Una tranquila y acogedora oscuridad que le da la bienvenida cuando siente el efecto del veneno recorriendo cada centímetro de todo su cuerpo.

—Gracias –Jeno lo besa con ternura deseando tantas cosas que no podrán ser cumplidas.

Entonces, la brisa acaricia el melancólico cadáver.

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Jurocoo
Tomé inspiración de la canción de Dream Koala, Saturn boy~
Aunque es triste, me gusta mucho esta historia. Gracias por el apoyo~

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