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2 Velas Para el Diablo [KaiSoo]

Lo primero que hago al llegar a Madrid es buscar alojamiento. Pregunto en varios hostales hasta que encuentro uno que me parece bastante barato. El nivel de cutrez es inversamente proporcional al precio del alojamiento; pero, después de todo, el dinero con el que voy a pagar no es mío. La habitación no está mal del todo, he tenido suerte. El baño está en el pasillo, pero estoy acostumbrado a cosas peores, así que no me importa. Pido un callejero en recepción y lo estudio hasta encontrar la calle Libreros. La localizo cerca de la Gran Vía. Tendré que hacer un par de transbordos, pero puedo llegar en metro. Genial.
Todavía son las cuatro de la tarde y me imagino que los comercios, incluida la librería de la persona a la que quiero ver, estarán cerrados. Cierro los ojos un momento para descansar…
Me he quedado dormido. Mascullo maldiciones mientras corro por las escaleras del metro en dirección a mi próximo destino. Ha sido una siesta larga, demasiado larga. Son casi las siete y media, y, como no llegue a tiempo, me van a cerrar la tienda y tendré que volver mañana y no estoy de humor para esperar.
Me precipito a la calle y casi arrollo a un señor con bastón, pero no tengo tiempo de parar ni de disculparme. Recorro a la carrera el trecho que me falta hasta llegar a la calle Libreros. Ruego a los dioses y a los ángeles que tengan a bien escucharme que no sea una calle demasiado larga. Y no lo es. Pero está repleta de librerías. Librerías de viejo. Montones de ellas. Después de todo, puede que sí sea buscar una aguja en un pajar. Voy recorriéndolas todas, una detrás de otra, asomándome y preguntando al dueño o a la dueña por libros de ángeles. Todos me miran como si fuera un bicho raro, lo cual es una reacción normal en cualquier humano normal. Tampoco veo ninguna cara que me suene. En una de ellas me cuelo por debajo de la persiana, que estaba ya medio bajada, y el librero me echa con cajas destempladas. Quizá piense que soy un delincuente uvenil. Y eso que no sabe que voy armado con una espada angélica. Entro en otra, más apartada, más triste, medio escondida en un rincón de la calle al que apenas llega la iluminación de las farolas. Una campanilla suena en alguna parte cuando abro la puerta. Un hombre de unos treinta y tantos años me mira con cierta severidad.
—Estamos cerrando —me dice, y de pronto se fija en algo que hay en mi espalda y le cambia la cara. Me vuelvo, intrigado, pero no hay nada. Y entonces caigo en la cuenta de que lo que se ha quedado mirando es mi espada. La ha visto.
Es uno de ellos. De uno o de otro bando, pero es uno de ellos.
Ladea la cabeza y me mira con desconfianza. Tiene el cabello oscuro, rebelde, y unos ojos verdes intensísimos. Quizá la nariz, demasiado larga, y la mandíbula, demasiado cuadrada, impiden que sea realmente guapo; pero qué ojos.
—¿Quién eres? —exige saber—. ¿Qué quieres?
Respiro hondo.
—Vengo de parte de Iah-Hel. Le conocías, ¿no?
El librero sigue observándome con la suspicacia que mostraría un gato ante un ratón que maulla.
—Le conozco. ¿Qué haces tú con su espada?
Trago saliva. Aún me cuesta hablar del tema.
—Murió hace un mes.
El librero entrecierra los ojos.
—¿El Enemigo? —me interroga.
Así es como llaman los ángeles a los demonios. Algunos los llaman también los caídos; pero, por lo que mi padre me contó, hay muchos, en un bando y en otro, que dudan de que los demonios cayeran alguna vez. Lo que quiero decir es que hay quien piensa que siempre han sido demonios, desde el principio de los tiempos, y no simplemente ángeles que obraron mal y fueron condenados a las llamas del infierno y todo eso.
Me encojo de hombros.
—Supongo que sí. Lo mataron con una espada, así que solo puede haber sido… el Enemigo. ¿No es así? —pregunto con intención.
El ángel librero capta la indirecta. Su expresión se vuelve todavía más dura.
—Si lo mataron a espada, no puede haber sido ningún otro.
—Pero él no participaba en la guerra. No tiene sentido que lo asesinaran.
—Todos estamos implicados en la guerra, pequeño humano, lo queramos o no. Y ahora, vete: ya te he dicho que tengo que cerrar.
Me contengo para no enfadarme.
—No necesitas comer ni dormir —le espeto—, y, además, eres inmortal, así que no tienes ninguna prisa. Puedes dedicarme diez minutos sin ningún problema.
El librero suspira con paciencia.
—Bien, que sean diez minutos, entonces. ¿Qué quieres exactamente?
Desenvaino la espada, en un gesto muy teatral, y la dejo sobre la mesa, ante él.
—Iah-Hel era mi padre —proclamo—. Lo que quiero son respuestas.
El ángel esboza una breve sonrisa.
—Te recuerdo. Eres el niño que iba con él. Te llevaba a todas partes, ¿no es así? En tal caso, ya sabrás que nosotros estamos involucrados en una guerra eterna. Y que, de vez en cuando, hay bajas en ambos bandos. Y créeme, es mejor morir así, como lo ha hecho tu padre, que de la otra manera.
—¿La otra manera? —repito, intentando encajar las piezas.
—La Plaga —responde él, sin más.
Ya comprendo. Es esa misteriosa enfermedad que hace que los ángeles pierdan energía lentamente; al principio les impidió regresar al estado espiritual, pero, no contenta con ello, sigue chupándoles fuerzas hasta que terminan por morir de agotamiento, o de nostalgia, o de qué sé yo. Muchos, muchísimos ángeles han desaparecido del mundo de esta forma. Así que la llaman la Plaga. Muy bíblico, cómo no. La enfermedad de los ángeles, la Plaga o como sea, es el motivo por el cual ahora el número de demonios supera ampliamente al de ángeles. El motivo por el cual los ángeles están perdiendo en la guerra de forma total y desastrosa, y el motivo por el que hoy día ningún ángel con dos dedos de frente se preocuparía más por la guerra contra los demonios que por su propia supervivencia. Salvo el grupo de siempre, claro. Los que no dejarán de combatir al Enemigo ni aunque los parta un rayo.
Miguel y los suyos.
—¿Quiere decir eso que Miguel sigue vivo? —pregunto.
El librero no ha seguido el curso de mi razonamiento (los ángeles pueden hacer muchas cosas, pero no leer la mente), así que mi pregunta lo deja un poco desconcertado.
—El arcángel Miguel sigue vivo, y aún lucha con todas sus fuerzas —me responde con sequedad—. Como debe ser.
Bueno, ya está claro que es un combatiente convencido. Respiro hondo y trato de ordenar mis ideas. No me conviene hacerle enfadar.
—Me llamo Soo —le digo tratando de mostrarme amistoso—. He venido de muy lejos para averiguar quién mató a mi padre y por qué lo hizo. Y si fue el Enemigo, quiero hacérselo pagar.
Me mira con más interés. Creo que empiezo a hablar su idioma.
—Yo soy Jeiazel —se presenta—. Comprendo tu dolor, muchacho, pero es el deber de todo ángel combatir a los demonios, y, lamentablemente, muchos caen en la batalla. No hay nada que puedas hacer. No tienes poder para derrotar a ningún Caído, porque solo un ángel podría destruir a un demonio… de la misma forma que solo un demonio mataría a un ángel.
—Ya, pues… yo tengo mis dudas —mascullo—. Porque hay alguien que va tras de mí, y si ese alguien es la persona que mató a mi padre…
Jeiazel alza una ceja.
—Los demonios son malvados y retorcidos, ya lo sabes. Si a alguno se le ha metido en la cabeza que no le gustas, te perseguirá y te matará si es eso lo que quiere. Pero ningún ángel tendría ningún interés en perseguir a un humano.
—¿De veras ? —replico en voz baja—. ¿Y qué hay de los que piensan que los ángeles no deberían tener hijos medio humanos?
Jeiazel suspira otra vez. Se apoya sobre el mostrador buscando una postura más cómoda. Creo que ha adivinado que esto va para rato.
—Soo, tal como está todo, los ángeles tenemos cosas mejores que hacer que perseguirnos unos a otros por asuntos que, comparados con la Plaga y con el Enemigo, no tienen la menor importancia. Créeme: ningún ángel mataría a otro ángel. Somos demasiado pocos. No podemos permitirnos ese lujo.
Maldita sea, tiene sentido. Demasiado sentido.
—¿Y qué hay de las leyes angélicas? ¿No teníais a alguien que se encargaba de castigar a los ángeles que no actuaban como debían?
Los ojos de Jeiazel se pierden en algún punto de la oscuridad de la tienda. Por un momento, me parece que muestran ese brillo insondable que tenían los ojos de mi padre cuando trataba de recordar el pasado.
—Ese era el cometido del arcángel Raguel. Pero fue abatido por la Plaga hace mucho tiempo.
He oído hablar de Raguel. Era uno de los Siete, que ahora son seis, o puede que menos. Así que el Gran Inquisidor Angélico ya no existe. No sé si eso es una buena o una mala noticia. ¿Quién será ahora la policía de la policía?
Aunque, como dice Jeiazel, si los ángeles se enfrentan a su extinción, poco importa eso.
El ángel librero es menos cuadriculado de lo que parecía en principio, y ahora empiezo a entender su postura. No es que le dé la espalda a la Plaga, no es que se aferré a un glorioso pasado de heroicas batallas y grandes victorias y no quiera vivir en la realidad. Es que teme a la Plaga, a la extinción. Y quiere morir combatiendo.
Ah, el honor angélico. Mi padre no tenía mucho de eso, la verdad. Pero me pregunto si lo tuvo alguna vez. Si es así, probablemente, ni él mismo lo recordaba.
—Actualmente, la única ley angélica importante es la Ley de la Compensación —continúa Jeiazel, y me mira fijamente, como evaluándome—. ¿La conoces?
—La Ley de la Compensación —asiento, y recito como un alumno aplicado—: «Cuando un ángel muere, otro debe nacer».
Jeiazel sonríe con aprobación.
—Esa ley implica que siempre existe, y existirá, el mismo número de ángeles. Que, en teoría, no podemos desaparecer como especie. Cuando un ángel muere, hay una fuerza que lleva a otros dos ángeles a procrear un nuevo ser. Y solo lo hacen en esas circunstancias.
—¿Y qué pasa con los ángeles que procrean con humanos?
—Los medio ángeles no cuentan; aunque fueran muchos, no aumentarían el número de las legiones angélicas, formadas solo por ángeles puros —me explica llanamente, y eso me hace sentirme bastante humillado, para qué nos vamos a engañar. Pero también me hace caer en la cuenta de otra cosa.
—¿Por qué, entonces, los ángeles os estáis extinguiendo?
Es una palabra muy dura, y quizá no debería haberla usado, porque el rostro de Jeiazel muestra, de pronto, una sombra de tristeza.
—La ley funcionaba cuando no existía la Plaga. Un ángel nace solo cuando otro ha muerto en la guerra. Los ángeles exterminados por la enfermedad se extinguen definitivamente. Para siempre.
Permanezco en silencio, incapaz de responder. Es demasiada información importante que asimilar. Demasiadas cosas que mi padre no me contó en todos estos años. Y demasiadas conclusiones que sacar.
—Si mi padre fue asesinado por un demonio —digo lentamente—, eso significa que, en el momento en que murió, otro ángel fue engendrado en alguna parte.
—Eso es —asiente Jeiazel—. Por eso es tan importante que los ángeles sigan luchando. Quién sabe si la Plaga no es un castigo de Dios porque muchos abandonaron la lucha. Pero, sea o no accidental, el caso es que la única manera de que la especie angélica permanezca sobre el mundo es seguir luchando contra el Enemigo, no perder de vista nuestra misión —sacude la cabeza, pesaroso—. Traté de explicárselo a tu padre, pero no quiso escucharme. Y no es que me alegre de su muerte; pero sí me alegro de que la Plaga no se lo llevara. De que muriera combatiendo.
Recuerdo la espada de mi padre, tirada en el suelo, cerca de él.
—No estoy seguro de que muriera combatiendo. Al menos, no en Combate leal.
—Los demonios no saben lo que es el combate leal —dice Jeiazel con desprecio—. Pero, de todos modos, lo mató una espada demoníaca. Ahí radica la diferencia. Las espadas, hechas de anti-esencia angélica. Esencia contra anti-esencia. Un choque que genera, de alguna misteriosa manera, un nuevo ser en el vientre de otro ángel. La muerte engendra vida.
Nunca me había parado a pensar en lo que implica la Ley de Compensación. Si fue otra de las geniales ideas de Dios, no cabe duda de que tiene una vena poética bastante acusada. O eso, o es excepcionalmente cruel; porque eso significa que, incluso en estos tiempos oscuros, en que los ángeles ya no tienen fuerzas para luchar, deben seguir haciéndolo si no quieren desaparecer para siempre como especie.
—Así que ya lo sabes —concluye Jeiazel—. Puedes darle gracias a Dios de que tu padre muriera
combatiendo, a pesar de haber dado la espalda a la guerra. Su muerte no habrá sido en vano; pero, si hubiese sido abatido por la Plaga, habría un ángel menos entre nosotros.
—¿Darle gracias a Dios? —repito con voz ronca; alzo la cabeza y clavo la mirada en los profundos ojos verdes de Jeiazel—. ¿Tú crees que Dios me escucharía?
He puesto el dedo en la llaga. El ángel respira hondo.
—No lo sé —dice con sinceridad—. Pero lo que sí tengo claro es que, si no das gracias, nunca habrá nadie al otro lado para recibirlas.
Es otra manera de verlo. De pronto, Jeiazel ya no me cae tal mal.
—Quiero unirme a vosotros —proclamo—. Quiero ser un combatiente.
El librero sacude la cabeza.
—No aceptamos humanos entre nosotros, muchacho.
—¿Qué? ¿Ni siquiera a los hijos de los ángeles? ¡Tengo la espada de mi padre!
—¿Y sabes usarla?
Ahí me ha pillado. Sí, sé usarla, más o menos. Mi padre me enseñó. Lo que pasa es que, por mucho que me entrene, nunca podría superar en combate a alguien que lleva millones de años manejando una espada demoníaca. Y esa es la cruda realidad.
—¡Quiero combatir! —repito pasando por alto el comentario—. ¡Tú mismo lo has dicho! Sois pocos y no podéis permitiros el lujo de rechazar a más gente. Y menos por algo tan tonto como mi ADN. No seas racista…
—Soo —dice entonces Jeiazel, y está serio, tan serio que retrocedo un paso instintivamente, intimidado—. Los humanos no deben mezclarse en la Guerra Eterna. Ni siquiera los humanos con ascendencia angélica. Nunca. Bajo ninguna circunstancia. Es la ley.
Trago saliva.
—Pero tú mismo has dicho —tartamudeo— que la única ley que importa es la Ley de la Compensación.
—Cierto —asiente Jeiazel—. Y tú no compensas.
Vaya jarro de agua fría. Ya no me cae bien. Pero ¿quién se ha creído que es?
—Lo digo por tu bien —insiste; sí, sí, ahora intenta arreglarlo—. Si te implicas en esta guerra, acabarás mal. Piensa en la gente que mató a tu padre, a Iah-Hel, un ángel inmortal que llevaba existiendo casi desde el principio de los tiempos. ¿Crees de verdad que eres rival para ellos?
—Pero… pero… —protesto, muerto de rabia y de vergüenza— no estoy de acuerdo. Si soy tan poco importante, ¿por qué intentan matarme?
Jeiazel vuelve a clavarme esa mirada intensa, penetrante.
—No lo sé —dice tras un instante de silencio—. Los demonios son retorcidos, es cierto, pero no
perderían el tiempo con humanos. O tal vez sí. Quizá lo encuentren divertido, quién sabe.
Ah, eso sí que no. No me trago que alguien intente matarme solo por diversión. No es que tenga un gran concepto de los demonios, pero sí tenía entendido que están por encima de esas motivaciones tan… humanas.
Y eso me recuerda a otra vieja leyenda sobre ángeles.
—¿Y qué hay de esos ángeles a los que no les caen bien los humanos? —insinúo.
Jeiazel me mira, esperando que sea un poco más explícita.
—Vamos —insisto—, no creas que no lo sé. Hay ángeles que nos odian. No intentes ocultarlo.
Jeiazel se echa a reír, y es una risa hermosa, tintineante, pero fría.
—No hay ninguna razón para ocultarlo, es así. Tampoco es que los humanos nos deis demasiadas razones para que os apreciemos, sinceramente. Y si sabes eso, también sabrás que el mismo Uriel lleva miles de años descontento con vosotros. Y últimamente, con mayor motivo.
—Ah —digo solamente, abatido; sí que lo sabía, pero esperaba tener que sacarle la información de una forma retorcida y complicada, y que al final me lo confesara todo y se declarara culpable; lo que no esperaba era sentirme culpable yo—. El viejo Uriel. ¿Así que también sigue vivo?
Uriel es otro de los Siete. El de la espada de fuego en las puertas del paraíso, ¿lo recordáis?
Las fuentes bíblicas no especifican el nombre del ángel que vigilaba el antiguo hogar de Adán y Eva, el que les impedía regresar. Algunos creen que fue el propio Miguel, pero mi padre me explicó que, según la tradición angélica, fue Uriel, el guardián del Edén, el ángel más implicado en la conservación y el cuidado de la creación.
—Uriel es poderoso —dice Jeiazel sin piedad—. Y no, no siente simpatía hacia los humanos. Pero ahora está inmerso en la guerra contra los demonios y no tiene tiempo para vosotros. Así que por eso no tienes que preocuparte.
—No me preocupo —miento—. Solo quiero saber la verdad.
—La verdad es que a tu padre lo mató el Enemigo, lo cual es un digno final para cualquier ángel —replica Jeiazel, cortante—. La verdad es que eres el hijo de una humana y no formas parte de las legiones angélicas, por lo que, con espada o sin ella, no puedes unirte a nosotros. La verdad es que, si te acercas a los demonios, te matarán. Y eso es todo cuanto tengo que decirte. Adiós, Soo. Tus diez minutos han terminado, y yo tengo que cerrar.
Intento replicar; pero, de pronto, pasa algo extraño. Es como si me hubiese quedado paralizado, o como si el tiempo volase a mi alrededor, mientras yo me quedo colgado en mitad de la frase. Y cuando consigo cerrar la boca, me encuentro de patitas en la calle y con la puerta de la librería cerrada a cal y canto.
Intento reprimir la rabia que me inunda por dentro, pero resulta difícil, dadas las circunstancias.
Aporreo la persiana metálica.
—¡Jeiazel! —llamo—. ¡No voy a rendirme, para que te enteres! ¡Y si tú no quieres ayudarme, iré yo solo al encuentro del Enemigo y le pediré explicaciones!
—¡Gamberro! —me increpan desde una ventana—. ¡Deja de dar golpes o llamo a la policía!
Me trago mi rabia y me voy de allí.
Pero no es un farol. En vista de que los ángeles me cierran la puerta en las narices, no voy a tener más remedio que ir al encuentro de los demonios.
Y mi entrevista con Jeiazel me ha dado una idea de cómo encontrarlos. Rumiando venganza, me pierdo por un laberinto de callejuelas oscuras y silenciosas.
Son las dos de la mañana, y estoy agotada y muerta de sueño. Además, creo que me he perdido, llevo toda la noche vagando por los garitos de Madrid. No estoy de juerga; es, simplemente, que ando buscando un demonio. Cualquiera me vale, hasta el más insignificante diablillo. De hecho, si es un insignificante diablillo, mejor, porque me siento con ánimos de enfrentarme a uno de esos, pero, para hacer honor a la verdad, dudo que pudiera plantarle cara a un demonio más o menos poderoso.
¿Os parece un tópico eso de ir buscando demonios en los locales de marcha? Pues tiene más sentido del que parece. Entrad en un garito cualquiera y mirad a vuestro alrededor (si es que la cortina de humo os lo permite, claro). 
¿Qué veis? A gente desinhibida. A gente confiada, gente dispuesta a intimar con desconocidos. Gente que, si la pillas en el momento adecuado, hará cualquier cosa que un demonio le pida.
Hay un axioma entre los ángeles. Dicen que solo hay algo más destructivo que un demonio, y es un humano alentado por un demonio. Eso no nos deja en muy buen lugar, ¿eh? Pero también nos exime de cierta responsabilidad. En cambio, mi padre solía decir que, según algunos ángeles, los humanos no necesitamos a los demonios para ser destructivos, porque nos las arreglamos muy bien sin ayuda. Y ya me imagino qué ángel en concreto fue capaz de sugerir que superamos a los demonios en maldad independientemente de quién sea más malo, sí parece cierto que a los demonios les gusta provocar a los humanos para que hagan cosas malas, o sugestionarlos para que sean sus siervos. (Pero esto no implica que todas las personas malvadas estén inspiradas por un demonio; por lo visto, nuestro fantabuloso «libre albedrío» nos lleva a hacer la mayor parte de las cosas que hacemos, buenas o malas, porque nos da la real gana.) Y por eso estoy aquí. A ver si descubro algún demonio a la caza. O, mejor dicho, a ver si me descubre él a mí.
Entre tanta gente, de todas las calañas y de todos los pelajes, es imposible distinguir a un demonio del montón de humanos borrachos y/o colocados que se apiñan en cada local. Pero yo llevo una espada angélica prendida a la espalda. Y, de la misma manera que llamó la atención de Jeiazel, también disparará las alarmas de cualquier demonio. Sería como si le hiciese señales de humo (no, no es una buena comparación: aquí las señales de humo pasarían totalmente desapercibidas. Digamos, de forma más apropiada, que sería como ver un faro entre la niebla). Pero llevo horas dando tumbos de un lado a otro y nadie se fija en mí. En realidad no soy muy alto, y no llevo ropa provocativa como la mayoría de los jóvenes que vienen por aquí. Además, tampoco
enseño ni marco mucho cuerpo, sino que voy con unos pantalones de deporte y una sudadera cutre. Que para eso soy un cazademonios, y lo importante es la comodidad y que mi espada esté bien afilada; la estética es lo de menos. Así que paso totalmente desapercibido, y eso es bueno. Porque…Un momento, alguien me está mirando. Pero ¿quién? ¿Y por qué?
Me vuelvo hacia todos lados, pero es imposible ver nada. La luz parpadea, el humo me envuelve y hay tanta gente que no solo me cuesta distinguir sus rostros, sino que, además, me impiden abarcar todos los rincones de la sala. Pero lo he sentido. De la misma manera que sientes un soplo de aire frío, yo he notado esa mirada. Se me ha erizado el vello de la nuca. Me ha dado un escalofrío de lo más siniestro. Me abro paso entre la gente, todavía con ese molesto cosquilleo en la nuca. Tengo la sensación de que, entre toda esta humanidad, hay alguien que brilla con luz propia, una criatura sobrenatural atrapada en un cuerpo humano. Alguien que no es humano, aunque lo parezca.
Alguien. En alguna parte.
Me empujan para que me quite de en medio, y me dejo zarandear de un lado para otro, tratando de captar otra vez esa sensación.
Y me quedo quieto de pronto. Ahí, en el rincón. Alguien me ha vuelto a mirar, y se me ha puesto la piel de gallina. O sería más apropiado decir que me ha entrado un ataque de pánico y me muero de ganas de salir corriendo de aquí. Pero me contengo. El dueño de semejante mirada acaba de hundir el rostro de nuevo en la larga melena de una chica cuya ropa de cuero deja poco espacio a la imaginación. Ella se ríe, coqueta, mientras él le dice algo al oído. No puedo verle la cara, pero por su figura parece joven, puede que más joven que Jeiazel. No tiene pinta de ser un ángel, aunque nunca se sabe. Entonces él se vuelve hacia mí y me mira fijamente. Es una mirada maquiavélica que me deja mudo de horror.
La mirada del depredador.
La chica que lo acompaña se da cuenta de mi presencia y también se vuelve hacia mí, molesta, pero ella no da tanto miedo...Más bien da lástima. Da por sentado que él le presta atención porque quiere llevársela a la cama.
Y no es eso. No es eso, pequeña ingenua. Tu cuerpo no le interesa lo más mínimo, es tu alma lo que quiere que le entregues. Y, chica, una vez que lo hagas, ya no habrá vuelta atrás.
Él sigue mirándome. Tiene unos ojos de acero, fríos y penetrantes. Después, lentamente, me sonríe. Y es una sonrisa entre taimada y fascinante. Una sonrisa que no es de este mundo.
Y, a pesar de eso, me sigue recordando a la sonrisa del gato que se relame usto antes de saltar sobre el ratón.
Respiro hondo. No es momento de asustarse. Tengo una espada angélica y no dudaré en utilizarla.
Y eso me recuerda por qué me está mirando. Ha visto mi espada. Sabe quién soy. O, por lo menos, lo intuye. En un movimiento desesperado, desenvaino el arma y la pongo entre los dos. Y observo, no sin satisfacción, que lo he desconcertado. Puede que hasta lo haya asustado un poquito.
No en vano acabo de plantarle ante las narices la única cosa que puede matarlo. Si le regalaras a Superman un trozo de criptonita, ¿qué cara te pondría?
Entorna los ojos y me mira casi con odio.
—¿Te has vuelto loco? —sisea.
—¿Qué quieres? —pregunta la chica, de mal humor. Tengo suerte: al igual que el resto de personas del local, está demasiado aturdida como para que ni el más mínimo rastro de lucidez que pueda quedar en su cerebro le diga que tiene ante ella a una perturbada con una espada.
—Dile que se vaya —le ordeno al demonio sin hacerle caso.
—Pero ¿qué te has creído? —replica ella, estupefacta—. ¡Quien tiene que marcharse…!
—Vete —dice entonces él, a media voz, sin apartar los ojos de la espada.
Ella se queda de piedra. Lo mira un momento, con la vana esperanza de no haber oído bien.
—Pero…
—He dicho que te vayas —repite el demonio, con una voz cortante como la hoja de un cuchillo, y como parece que la chica tiene intención de seguir protestando, él se vuelve hacia ella un instante y le clava una mirada fría, inhumana, haciendo que ella se encoga de terror, agache la cabeza y se marche a toda prisa.
Nunca lo sabrá, pero me debe algo más que la vida.
El vuelve a prestarme atención. En efecto, es un demonio joven; esto quiere decir que, aunque no aparente más de veinte años, es fácil que tenga veinte mil. Lo cual, en realidad, no es mucho para un demonio. Viste pantalones negros y una camisa blanca, medio remangada, medio suelta, que lleva con natural elegancia, pero presenta un cierto aspecto desaliñado: su pelo negro está despeinado, y sus ropas, algo arrugadas, como si acabara de levantarse o como si se hubiese vestido con desgana, sin prestar atención a lo que hacía. Puede que esté siguiendo alguna moda, o puede que sea una declaración de intenciones, no lo sé. El caso es que no parece estar dormido en absoluto, porque hay un brillo de feroz alerta en su mirada oscura. Sus rasgos son algo aniñados, lo
que también es engañoso, pues no hay nada de ingenuo o infantil en su expresión: ahora que solo yo lo estoy mirando, ahora que su presa se ha esfumado, muestra su verdadero rostro, en un gesto grave, serio y muy, muy peligroso. Con esta luz es difícil decir de qué color son sus ojos, pero no me siento capaz de aguantarle la mirada ni un segundo más. Es la mirada del depredador más temible del planeta, el que no persigue a sus presas por su carne, sino que es un cazador de almas; y eso es algo que los mortales, pese a que llevamos cientos de miles de años conviviendo con ellos, aún estamos muy lejos de comprender del todo.
Alzo la espada un poco más, atenta por si él desenvaina la suya. Espero, pero nada sucede.
No puedo creerme mi buena suerte. No lleva la espada encima. ¡No lleva la espada encima! Mi padre me había dicho que los demonios se están volviendo muy pasotas y descuidados, pero esto es el colmo. Claro que también puede significar que ya no creen que los ángeles sean una amenaza. Ja. Pues se va a enterar.
—Ten cuidado con eso —me dice entonces el demonio con calma—. Puedes hacerte daño.
—Voy a hacerte daño a ti —le amenazo—, si no me respondes a unas cuantas preguntas.
Él pone los ojos en blanco. Eh, no me gusta esa actitud. Está dejando de tomarme en serio.
—No eres más que un humano que juega a ser un ángel, chico —me dice con una voz suave y aterciopelada que, por algún motivo, me pone los pelos de punta—. No pretendas hacer preguntas a un demonio; no te gustarán las respuestas.
Genial; de entre todos los demonios del mundo, me ha ido a tocar uno que se las da de enigmático.
—No te hagas el listo conmigo, diablillo. Yo tengo una espada y tú no.
Sonríe, burlón.
—Así que todo se reduce a tener o no tener espada. Curioso.
Intuyo que quiere hacer algún tipo de chiste grosero, pero estoy demasiado cansado y furioso como para pensar en ello. Lo que realmente me molesta es que se lo tome a guasa. ¡Arg, maldito engendro! No hace ni cinco minutos que lo conozco y ya se las ha arreglado para que lo odie con todas mis fuerzas.
—Quiero saber —exijo— quién mató a mi padre.
Hay mucho ruido en el local, pero sé que oye perfectamente cada una de mis palabras. Los demonios tienen un oído excelente.
Se encoge de hombros.
—¿Y a mí qué me cuentas?
También yo oigo perfectamente todo lo que dice, y eso que no ha alzado la voz en ningún momento. No lo necesita. La voz de estas criaturas suena muy hondo en el corazón humano, aunque tus oídos no las escuchen. Por eso son tan peligrosas.
—Mi padre era el ángel Iah-Hel. Lo mataron unos demonios…
—Vaya, qué malos esos demonios. ¿Por qué se dedicarán a matar ángeles inocentes?
—¡Cállate! —le grito; intento contenerme para no perder los nervios—. Mi padre no participaba en la guerra, y yo tampoco. Pero a mí también me buscan. Y quiero saber por qué.
El demonio entorna los ojos. Parece totalmente tranquilo. Yo, en cambio, estoy sudando por todos los poros y a punto de estallar. Nadie diría que soy yo el que sostiene la espada.
—Así que era eso —dice él con calma—. Elhijo de un ángel. Demasiado humano para ser uno de ellos, pero involucrado irremediablemente en una guerra que no es la suya. Pobrecito.
—No quiero que me compadezcas —gruño—. Quiero saber el nombre del demonio que mató a mi padre, y las razones por las que lo hizo.
—¿De verdad crees que controlo lo que hacen todos los demonios? Ni el propio Lucifer sabe dónde está cada uno de sus siervos en todo momento. ¿Qué te hace pensar…?
—Averigúalo —corto, adelantando la espada hasta que casi le roza el cuello.
Por un instante parece que una sombra de temor nubla sus ojos. Pero enseguida se repone y me responde con una sonrisa de suficiencia.
—Me temo que tu padre olvidó enseñarte algunas normas básicas de este mundo. Como, por ejemplo, aquella que dice que ni los ángeles ni los demonios aceptamos órdenes de humanos.
Intuyo su movimiento y golpeo con la espada; por un instante tengo la sensación de que le he dado. Pero ha sido un paso en falso, porque, de repente, él ya no está allí. Lo siento a mi lado, como una sombra intangible, y entonces pierdo el equilibrio y caigo al suelo, en un charco de lo que espero sea solo alguna clase de bebida alcohólica. Me apresuro a recuperar mi espada y a apuntar con ella al demonio, que se inclina sobre mí.
—No des un paso más —le advierto.
Él, simplemente, sonríe de esa forma tan escalofriante y, después, desaparece.
Me levanto de un salto y miro a mi alrededor, aturdida. No lo veo por ningún lado.
Y entonces oigo su voz, tal vez en mi oído, o quizá en algún secreto rincón de mi alma:
—Vete a casa, niño. No juegues con cosas que no comprendes. Márchate y no vuelvas a molestarme, porque la próxima vez perderé la paciencia de verdad.
—¡No te atrevas a marcharte! —berreo y, esta vez sí, todos me oyen y me miran con una mezcla de asco y conmiseración. Maldición. Seguro que creen que estoy borracho.
No tardo mucho en comprobar que el demonio se ha marchado del local.
Estoy cansado, y me siento demasiado humillado como para seguir buscando. Necesito salir de aquí, pero ya.
Mientras camino por las calles de la ciudad, tratando de orientarme, me pregunto qué estaré haciendo mal. Me pregunto si algún día lograré vengar a mi padre o, al menos saber por qué le mataron. Quizá Jeiazel tuviera razón y no debo acercarme a los demonios, quizá no soy rival para ellos. Pero, si ni siquiera los ángeles quieren ayudarme, ¿qué se supone que debo hacer?
Estoy perdido, y el hostal está muy lejos. Es demasiado tarde como para coger un metro. Es demasiado tarde para muchas cosas.
Cuando por fin consigo alcanzar el hostal y derrumbarme sobre la cama, agotado, son casi las cuatro de la mañana. A pesar de lo tarde que es, decido darme una ducha rápida en el cuarto de baño del pasillo; me gano reproches y gruñidos varios de los huéspedes a los que he despertado, pero no hago caso. Me deslizo de nuevo hasta mi habitación y, justo cuando me meto en la cama, se me ocurre que podría haber regresado en taxi.
Qué queréis que os diga. Uno no está acostumbrado a esa clase de lujos.

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Comments

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yuhiyuhi
#1
Chapter 15: TnT eso le hace mal a mi corazon... - solloza- parezo una loca llorando... Que pasa con kai?.. Quiero saber si se ven... Ay diooooo - llora como huérfana-
Hysterietize
#2
Magnifico fan fic he encontrado hoy.
Te agradezco por adaptarle, está demasiado bueno.
Además de que madonna Constanza posee mi mismo nombre, me ha encantado mucho más.
lleeann #3
Muy bien un fic en español :) le dare una leida y te comento ;)