Friendship.

Frienship.

Friendship.

 

En aquel entonces, tenía dos años de estar enamorado de mi mejor amigo. Desde hacía un poco más, conocí cuál era mi ualidad; pero ninguna de las dos cosas eran algo que podía ir gritando por todas partes. En la sociedad hay reglas, y las que me rodeaban me prohibían decir qué es lo que sentía. No significa que para todos fuese así, pero para mí estaba vedado.

Mi nombre es Kurt, lo que voy a narrar ocurrió cuando tuve quince años, y admití que sentía más de lo que debía por Nathaniel, mi mejor amigo. Desde esa edad, mi vida fue un desastre y decidí que lo mejor era escribirlo y no olvidarlo, para tener en mente mi lección de vida.

Yo era un chico completamente sano, nunca había ido a fiestas, me había emborrachado o fumado alguna cosa extraña, ni siquiera me gustaba llegar tarde a casa. Me relacionaba con el mismo tipo de personas, eran muchos mis «amigos», pero solo era unido con  tres: Nathaniel, por supuesto; Anna, de origen alemán, creo, era una chica realmente linda y de buen corazón; y James, un par de años mayor que nosotros, pero igualmente bueno.

James, era algo especial para mí, como un ejemplo o un hermano mayor; él había declarado muy abiertamente que era homoual, obteniendo el rechazo de las personas a su alrededor y su familia. Incluso lo habían desheredado y botado de su casa, por lo que trabajó desde muy joven, sin quejarse nunca, por su educación y su manutención, aunque una de sus tías de Florida lo ayudaba muy bien.

Era su amigo a escondidas de mis padres, porque ellos tampoco lo aceptaban. Él era el único que sabía que yo también era homoual, no sé cómo lo descubrió, pero nunca comentó nada al respecto con nadie. Aparte de él, creo más nadie lo supo.

Mi familia se componía de mi trabajador hermano mayor y mis ejemplares y envidiables padres. Mi hermano estudiaba Leyes en Harvard y era el gran orgullo de la familia, yo seguramente seguiría sus pasos con alguna otra carrera costosa y difícil. Mi padre era el mejor doctor de los alrededores y mi madre la perfecta ama de casa.

Muchos decían que éramos la envidia del vecindario y que lo nuestro no era una casa, sino una pequeña mansión; pero no era cierto, mi familia se encargaba de ser idílica como un deber más y nuestra casa era solo una casa bien cuidada.

Tenía muy buena comunicación con ambos, en especial con mi padre, pero me di cuenta de que eran muy prejuiciosos. Lo noté cuando trataron a James como escoria debido a sus gustos. Decían cosas terribles con las hipótesis de: «Si mi hijo fuese gay…», lo que es igual que decir que eran las personas más homofóbicas que alguna vez conocí,

Y entré en pánico, no podía decirles lo que era, tampoco podía comentárselo a otras personas por miedo a que hablase de más y ellos terminasen enterándose. Por lo que, cuando tenía catorce años, creo, dejé de hablar con todos. Desde ese entonces, desconfiaba del voto de silencio que todos me daban y prefería guardarme cualquier secreto.

Luego, el día en el que Nathaniel cumplió quince años y recibió un beso de una atrevida chica en su celebración, sentí que el alma se me rompía, tuve ganas de llorar, celos y, por una semana, un humor de perros que ni siquiera me dejaba verle a la cara. Entonces, me di cuenta del hecho de que yo sentía por él más de lo que creí.

Al principio no podía creerlo y evitaba acercarme a él hasta tenerlo en claro, pero hiciera lo que hiciera, terminaba en esa conclusión. Una parte de mí decía que estaba bien y que sería sano decirle, pero la otra decía que no, que él era heteroual hasta la médula y que no valía la pena sufrir ese rechazo y perder su amistad.

En aquel entonces, perder su amistad significaba el fin del mundo para mí, lo último que podía pensar, pues mi inestable felicidad se basaba de estar a su lado, teniendo toda su confianza. Y cuando él me decía que mi confianza para él era un mundo que no podía no imaginar, sentí que el corazón me estallaba en felicidad.

Él nunca llegó a sospechar mis sentimientos, lo sé por las cosas que me decía: me contaba claramente todo lo que hacía con las chicas. A pesar de mis celos, le escuchaba atentamente. Contaba, muy detalladamente, qué se sentía besarlas y tocarlas, sin llegar a cometer alguna estupidez: incluso decía que se sentía orgulloso de la manera en que su padre lo alagaba por sus múltiples conquistas.

Fue entonces, cuando todo comenzó a tener revés para mí. Cuando la persona a quien quieres, te dice todo lo que hace con otras personas, sueles desmoralizarte, en especial si eres otro hombre. Yo era muy sensible a los problemas emocionales, por lo que una situación así no tardó nada en deprimirme.

Me preguntaba por qué Nathaniel no podía verme a mí como a ellas; por qué no había podido nacer de la forma en la que él se sintiese atraído por mí; por qué no era capaz de arrancarme ese sentimiento del corazón.

Dejé de salir, no quería ir a clases, no soportaba estar fuera de mi cuarto, perdí el apetito y un cuarto de mi peso saludable. Los chismosos estaban escandalizados de mi situación; mis padres, furiosos, apenas conseguían taparme de los ojos curiosos. Pero a mí no me importaba.

No recuerdo que fecha era, pero fue la primera de mis muchas vistas al psicólogo. Me diagnosticó depresión severa, me recomendó no aislarme y volver a compartir con mis amigos, ir a clases y a una que otra fiesta; y me dio un grueso envase de antidepresivos, que nunca llegué a tomar sin pensamientos suicidas.

No obstante, sí volví a salir, y descubrí que mis tres amigos estaban a punto de echar mi puerta abajo con tal de descubrir cómo estaba. Les dije que estaba bien, me disculpé por preocuparles y les dije que no había sido más que una recaída emocional. No les mostré las pastillas en mi bolso, no comenté que recibía terapia contra depresión, tampoco que la causa de todo estaba entre ellos tres.

A pesar de que volví a la rutina, no era el mismo. Cualquier cosa me hacía sentirme mal y creer que era un desperdicio humano, mis calificaciones no me importaban y cada vez eran peores, no recuperé el apetito del todo, comía una vez al día por obligación, y dos veces si no me dejaban en paz. Si llegaba a comer una tercera vez, dejaba todo el alimento en las cañerías.

Nunca regresé a la normalidad, no volví a ser bueno o saludable. Sin embargo, Nathaniel siempre estuvo a mi lado, me apoyaba, me hacía sentir mejor, me cocinaba para que comiese y muchas otras cosas, pero nunca dejó atrás el ser demasiado honesto; siguió hablándome de mujeres y, de paso, preguntaba si yo tenía alguna. Naturalmente, le mentía, quizá de eso se dio cuenta; yo decía que había una hermosa chica para mí, pero que nunca se la presentaría. Algunas veces quiso hacer dobles citas con alguna amiga de su novia de paso; obviamente, denegué la idea de inmediato. Si lo veía en un lugar así con una chica, me rompería.

Muy a pesar de sus intentos por hacerme salir de donde estaba, su honestidad solo me hizo regresar allí y cavar más a fondo para protegerme. Pero yo era un total y completo masoquista, así que me quedaba a su lado, escuchando y mintiendo, porque estaba enamorado y no podía vivir de otra forma.

Comencé a pensar que lo necesitaba para que el aire llegase a mis pulmones, pues cuando él no estaba para hacerme reír, la idea de tragarme el recipiente de pastillas era más tentadora que nunca. Pero no llegué a hacerlo, a pesar de que sí llegué a desearlo; simplemente, quería seguir viviendo.

El resto del año, casi viví dentro del consultorio del doctor Goldstein; parecía que mi depresión no cedía y tampoco yo quería dejarla ir. Descubrió, gracias a mi madre, que nunca tomé las pastillas y solo empeoró el sermón sobre mi salud mental; también parecía preocupado por mis descendientes notas. Ignoro si lo estaba o no, pero me inclino a pensar que se trataba solo de trabajo.

Le dijo a mi madre que necesitaría medicamentos aún más fuertes para devolverme a la normalidad y que debía tomarlos quisiera o no, porque a ese paso acabaría matándome. Ella estaba espantada de que terminase haciendo algo como eso, pero nunca he sido tan tonto. También le comentó que no conocía la causa de mi depresión y que debía averiguarla, para saber mejor cómo tratarme.

Nunca le dije nada al doctor Goldstein, mucho menos a mi madre; por lo que la causa de mi depresión, Nathaniel, siguió siendo un misterio para todos. Siempre fue mejor de esa forma. Como sea, mi madre intentó mucho saber qué era lo que me deprimía, pero nunca le di una pista que la llevase por el camino correcto. Al final se rindió, le dio igual si yo acababa muriendo de hambre o ahogado; volvió a prestarle casi toda su atención a mi hermano mayor.

Tomé las pastillas por un par de meses, y fue sinceramente horrible. Me quedaba dormido en cualquier lugar, no me concentraba y me llenaba de energía, aunque no recuperaba el apetito. Estaba literalmente drogado, riéndome por todo y tomando cualquier cosa con excelente humor; también abrazaba de más a mis amigos, y le hablaba a los extraños como su fuesen mis hermanos. Mis notas seguían igual de bajas, puesto que no me concentraba ni con los medicamentos.

A Nathaniel nunca le gustó que tomase estas cosas. Decía que yo no era ningún adicto y, si quería curarme, medicinas que drogan no eran la solución, sino sentirse bien naturalmente, como cuando él hacía reírme. Muchas veces, me arrebataba las pastillas cuando las tenía en la boca o descuidaba mi bolso.

Yo me quejaba y le gritaba que me dejase sentirme bien por el tiempo que duraba el efecto. Entonces, él atacaba con algo mejor: ¿De qué quieres liberarte? Y le hacía caso, dejaba de tomar la pastilla hasta llegar a casa. Y luego notaba que nunca me gustó, que siempre odié como me hacía sentir. Dejé de tomarlas a la par que mi madre dejó de interesarse en mí.

Esa fue mi rutina: despertar, escuela, la consulta semanal, casa, dormir.

Solo un día rompí esa rutina, porque era el cumpleaños de Nathaniel, el número dieciséis, y valía la pena ir a verlo. Fue una celebración corta y emotiva, y su padre se lo llevó inmediatamente después. Naturalmente lo ignoré, supuse que después me lo diría, y así fue, pero no estuvo nada bien.

Me llamó para ir a su casa, tenía algo que contarme, solo a mí. Por un momento me sentí bien, alegre; él me quería solo a mí, solo a mí, ¡a mí! Literalmente corrí a su casa, no les di explicaciones a mis padres, aunque sé que sintieron felices de que mostrase algún tipo de ansiedad.

Al llegar allá, su madre me recibió muy disgustada, su padre parecía satisfecho y dijo que le hubiese gustado que le acompañase con Nathaniel el día anterior, pero que mi madre no había dejado. Aquello me pareció extraño, pero no le hice caso, porque estaba mucho más ansioso por verlo.

Subí a su cuarto, él estaba acostado en su cama, muy sonriente, esperándome. Puedo recordar perfectamente eso, es una de las pocas cosas que realmente recuerdo. Apenas me vio, me sonrió y fue a abrazarme, obligándome a sentarme con él.

Estaba nervioso, lo tenía muy cerca, los dos estábamos sentados en su cama y eso no era muy bueno para mi imaginación. Pero él no pareció notarlo, o no le importaba en absoluto. Por supuesto, yo no le interesaba. Era idiota pensar que a él le importaría tenerme tan cerca.

­­­­—¿Sabes a dónde me llevó mi padre?

—No. Se fueron de repente. Ni siquiera pude despedirme.

Volvió a reírse y comenzó a mirar el suelo, como si estuviese recordando algo demasiado bueno. Me di cuenta en ese momento que no era una muy buena noticias para mí, supe que no quería escucharlo, y dejé de mirarlo a la cara. No soportaba la vista.

—¿Sabes a dónde me llevó? —Negué con la cabeza—. Donde los jóvenes se hacen hombres.

No hizo falta que dijese ni una palabra más. Yo entendí perfectamente a qué se refería. Me sentí traicionado, en especial porque no tenía ni una razón por la que sentirme así; destrozado, rabioso, estúpido, impotente, débil… Eran demasiadas emociones a la vez y no sé cómo explicar todo lo que sentí.

Solo sé que al final lo que predominó fue mi ira, rabia, cólera contra él, por haberse dejado hacer por una a, que no significaba nada para él ni él para ella. ¿Por qué no notaba que yo estaba muriendo por tenerlo a mi lado y me quisiese como a esas mujeres?

Pero era soñar de más, yo lo sabía y si él supiese, también sería así. Me puse de pie, dispuesto a irme y no volver a pensar en él, calmarme y volver al día siguiente dando una respuesta idiota a todas sus preguntas. Sin embargo, cuando ya estaba en la puerta del cuarto, me tomó del hombro e hizo que lo viese.

Creo que su cara nunca me había parecido tan hermosa, su expresión era casi de inocencia pura. Su rostro era curioso y sorprendido, tenía marcada la insistencia de un niño en conseguir una respuesta, porque realmente le importaba. Pero eso no logró hacer retroceder lo que sentía, no iba a remediar lo que hizo. No me importaba que estuviese mejor que nunca.

Me quité su mano de mi hombro, pero me sostuvo por el brazo, llevándome otra vez a la cama y sentándome en ella. Intenté que no lo hiciese, pero era mucho más débil que antes, así que no importaba cuanto me esforzase.

—¿Qué es lo que pasa? —Preguntó, cuando estaba seguro de que no saldría corriendo.

Respiré profundo, cerrando los ojos fuertemente, aguantando el montón de lágrimas que amenazaban por salir. Y comencé a gritar, contra él, contra todo.

Sé que lo insulté, sé que insulté a la a que lo atendió, sé que insulté a su padre —aunque espero que él no me haya escuchado— y, sin embargo, no soy capaz de recordar nada de lo que dije. También lo golpeé o fue solo un puñetazo a la puerta o una pared; pero le pegué a algo, después me dolía la mano. No lo sé. No sé nada con exactitud.

Ese día, me fui dando un portazo, sorprendiendo a sus padres; y, sin soltar ni una lágrima, me fui hasta mi casa. Mis padres me saludaron, supongo que creyeron que volvería un poco al de antes, pero solo les grité, les dije que me dejaran en paz, que los odiaba por ser lo que eran, ni siquiera yo entiendo el significado completo de esa frase.

Me encerré en mi cuarto, lloré por un rato, pero no era suficiente, no calmaba la rabia que tenía. En especial porque justo frente a mí, estaba la foto que nos tomamos años atrás, en un campamento, cuando los dos éramos unidos.

La rompí. La destrocé con mis manos. Solo escuché como se golpeaba contra el muro, y ayudó un poco a la presión sobre mi cuerpo, a la ira que tanto sentía. Destruí todo lo que había en la mesa, en el piso, el armario, incluso destrocé mi cama con una navaja que no sé de dónde salió.

Una hora después de llegar a casa, luego de destrozar todo lo que alguna vez fue mío, de sentir la mano de mi padre contra mi cara, para calmarme, sentí las ganas de echarme a llorar. Ya no sentía la ira, sentía la impotencia y el dolor por no haber sido yo o que él no lo hiciese como debería ser.

Volví a ir casi a diario a la terapia. Ya estaba yendo una vez cada dos semanas, un avance, según. Sin embargo, después de mi pequeña actuación, iba un día sí y otro no. También me diagnosticaron problemas de ira y siempre fue la razón por la que era muy obstinado.

Me pregunto si «problemas de ira» es la forma técnica de llamar al corazón roto.

No fui a la escuela por unas dos semanas y cuando regresé me sorprendí al ver que Nathaniel y Anna estaban preocupados por mí. Incluso James, que ya no estudiaba, estaba en la entrada, esperándome con el ceño fruncido, como si fuese a gritarme. Apenas llegué a donde estaban se lanzaron sobre mí con preguntas.

«¿Dónde estabas?» «¿Por qué no viniste?» «¿Qué pasó contigo ese día?» «Escuché que volviste a la terapia, ¿qué pasó?».

Negué con la cabeza, cerrando los ojos y entré justo antes de que sonase la campana. El resto del día, los ignoré; y, al día siguiente, ellos no mencionaron el incidente del día anterior. Supongo que entendieron que era mejor no insistir, porque no sería quien dijese algo.

Sin embargo, dejé de pasar tiempo con Nathaniel. Si había trabajos grupales, los hacía con Anna; cuando era hora del almuerzo, evitaba por completo estar con él, lo que no era muy difícil, pues tenía nuevos amigos con los que interactuar.

Eso me enojaba, llegando a tener la tentación de gritarle algo a la cara y golpearlo, pero sabía que no debía. No en público, por así decirlo.

Nathaniel tenía también muchas mujeres. Al parecer, todas hacían filas para caer ante él, y eran muy descaradas al respecto. Muchas veces las escuché murmuran que lo habían hecho, que lo habían logrado, y se reían.

Muchas veces quedé en detención por destrucción de la propiedad del colegio.

En fin, en ese tiempo en el que no tenía a mi continuo apoyo, Nathaniel, descubrí que había otra persona muy agradable que siempre estuvo a mi lado y que nunca noté, aunque me hubiese gustado hacerlo. Por supuesto, se trata de Anna. De alguna forma nos volvimos mejores amigos y creí que ya había conseguido la forma de estabilizarme con alguien. Nunca le dije nada de mi problema pero sentía que su comprensión me alcanzaba.

Ella parecía muy contenta de tenerme a su lado; se le veía más animada que de costumbre.

También pasaba mucho tiempo con James, ya que él y Anna eran muy cercanos, pero no podía quejarme. De alguna forma, volví a reír, lejos de Nathaniel, lejos de todos los problemas que él conllevaba. Volví a ser una masa deforme de lo que era antes, y me sentía bien.

Sin embargo, todo lo que alguna vez pudo hacerme feliz, se esfumó tan rápidamente como el resto de las cosas. Fue solo un día, una tarde, un momento, y todo volvió a caerse, hasta que quedé como al inicio: triste, solo y con ganas de morirme.

Fue Anna quien me llamó un martes por la tarde, me pidió que fuese al parque a verla. No iba a estudiar de todas formas, por lo que salí con excusa de que buscaría más apuntes de algún compañero de clase; dije un nombre, pero no sé cuál es.

Cuando llegué, ella estaba sentada en un banco, mirando el suelo pensativamente. No supe qué significaba eso, pero no se le veía ni muy feliz ni muy animado; aunque eso no me tomó por sorpresa, ya que su voz se había escuchado bastante afectada cuando hablamos por teléfono.

—¿Qué tal? —Murmuré, sentándome a su lado.

Ella se estremeció, abrió los ojos y me miró, casi de inmediato, sonrió tristemente y volvió a bajar la vista a sus manos nerviosas. Me recosté del espaldar del banco y vi el cielo, que ya comenzaba a atardecer, dándole tiempo de pensar lo que sea que ella quería decirme.

—Kurt —me llamó, en un hilillo de voz. Me volteé para verla fijamente—, me iré de la ciudad, me mudaré a Boston dentro de una semana.

Sé que me incorporé, la miré con los ojos perplejos y la boca abierta. Era imposible que ella se fue, mucho menos a un lugar que quedaba tan lejos de mí. Anna no podía irse, Anna tenía que quedar conmigo y ayudarme, porque la necesitaba; tenía que quedarse, porque no había más nadie que pudiese ayudarme.

Tenía los ojos llenos de lágrimas, al igual que yo, pero no había derramado ninguna, a diferencia mía. No dijo nada al respecto, pero esbozó una sonrisa temblorosa.

—Kurt —volvió a llamarme—, te quiero, me gustas.

Se acercó a mí, a mi boca sorprendida y la presionó con sus labios temblorosos. No dije nada, mi sorpresa solo pudo hacerse mayor y perderse cuando las luces del parque comenzaban a encenderse e iluminarnos a los dos.

Aún después de unos minutos, no fui capaz de responderme nada, ni siquiera procesar lo que ella había dicho y hecho. Supongo que fue a causa de ese silencio absoluto que Anna se levantó del banco donde estábamos y salió corriendo en dirección de su casa. Creo haber escuchado un sollozo.

Apenas me sequé las lágrimas secas que me entumecían la cara, comencé a entender que pasaba con ella: se mudaría pronto, nos dejaría; ella me quiere, yo igual, pero no es lo mismo, ella me quiere de la misma forma en la que yo quiero a Nathaniel. Y nunca fui capaz de decir nada.

De alguna forma, éramos iguales. Condenados por las preferencias personales de cada uno.

Miré en la dirección en la que corrió, justo a su casa, que quedaba convenientemente cerca del parque. Ella, en cierta parte, sentía lo mismo que yo al saber que nunca sería correspondida por alguien a quien quería. Bajé la mirada, sentí como mi alma me dejaba abandonado en la banca del parque, dejándome a la consciencia que solo me hacía sentir como una basura.

Anna siempre estuvo para mí, incluso cuando no le di la atención que se merecía, y ahora, cuando puedo regresarle eso y superarme a mí mismo, solo soy capaz de quedarme sorprendido, con la boca muy abierta y derramando lágrimas como un marica.

Eran pensamientos justos, puros y hermosos, pero nada en la vida es así. Por lo que yo nunca estaría al lado de Nathaniel y Anna nunca estaría al mío.

De igual forma, no me gustaban las mujeres, y creo que ella también lo sabía, así que no podía hacer gran cosa. Era una estupidez obligarme a hacerle el sentimiento recíproco. La idea me abandonó muy rápidamente y me hizo sentir como un frívolo, insensible y egoísta, que era en parte.

No sé por qué, corrí en dirección de su casa; quiero pensar que se  trataba de decirle toda la verdad: que no la quería, que quería a alguien más, quién era ese alguien, que la comprendía, y que podíamos seguir juntos en nuestro dolor, olvidando que yo era el dueño del suyo.

Sin embargo, en el fondo sé que no iba a decirle nada de eso; iba a decirle que también la quería, la abrazaría y la besaría si era necesario para que me creyese.

Toqué la puerta de su casa y me abrió su madre, tenía los ojos llorosos y una expresión demasiado dura y severa. Creo percibir el odio al verme, como si yo no fuese más que un bicho, imposible de apreciar. Supongo que Anna ya le había dicho lo que pasó.

—Largo de aquí —dijo—. ¿No crees que has hecho suficiente daño?

Cerró la puerta, un solo portazo y después no hubo otro sonido para mí. Me sentí como el peor de todo el planeta. Estaba causándole sufrimiento a Anna, el que yo tendría si fuera un poco más valiente.

Pero ya no tenía qué hacer en esa casa, ni hoy ni nunca. Anna había muerto para mí y yo para ella, como un amor perdido, algo infantil de lo que se reiría cuando fuese adulta. Ya sabía yo que había perdido a otra persona, no a propósito; de igual forma ella se mudaría, así que la habría perdido, con más paz.

Fue la última vez que supe de ella.

Regresé a casa, mis padres no se tomaron la molestia de saludarme o ver si estaba bien o no. Simplemente entré y ya. Yo no les importaba más, pero mi hermano llegaría con su novia dentro de un mes, más o menos, así que nada podía entorpecer su humor.

Esa noche no comí, a pesar de que me prometí que lo intentaría. Nadie se esforzó en siquiera preguntar si quería comer, aunque la respuesta fuese un obvio y rotundo no.

Al día siguiente fui a clases, no había podido dormir, así que tenía más ojeras que de costumbre. Nathaniel estaba esperándome en la entrada, como todos los días, con la compañía de una chica muy hermosa. No fue un problema evitarlo, aunque Nathaniel hizo su esfuerzo por alcanzarme.

Y pasó una semana, cuando todos notaron la ausencia absoluta de Anna. Al parecer, yo era el único que sabía que se mudaría y, por lo mismo, no se lo comenté a nadie, aunque tampoco tenía a nadie a quien comentárselo. Sabía que otras personas querían preguntar qué había pasado, pero mantenían distancias gracias a mi misteriosa depresión.

Yo volví a estar solo, mucho más que antes, de hecho. Ya no tenía a nadie para calmarme, James se mantenía lejos de mí, no me acercaba a Nathaniel y ya no tenía a Anna. Pasaba más de seis horas sin hablar, lograba que todos se callasen en mi presencia y tenía una muy buena imagen de psicópata perturbado mental.

Incluso mi cumpleaños número dieciséis fue un desastre; mi familia de todos los lugares vino a celebrarme o solo a comprobar si era cierto que la rama más exitosa del árbol genealógica tenía una hoja que estaba enferma mental y físicamente. No me importó y estuve encerrado casi todo el día, sin ver a mis primos, que hicieron un esfuerzo por hablarme; ni a mis tíos ni a nadie. Yo apenas concebía que llevase un año siendo una mierda de persona.

Tampoco prestaba atención en clase, me sentaba en los últimos puestos y rayaba las páginas traseras de los cuadernos y libros con caras extrañas o paisajes, que podían pasar por hermosos.

No obstante, cada tres o cuatro semanas, James hacía un esfuerzo para reunirse conmigo. No hacíamos más que mirarnos y ya no había un tema de conversación entre los dos, pero el silencio nos reconfortaba. Él sabía de mis pesares y los aliviaba, y yo aliviaba los suyos, sin saber cuáles eran.

Era un buen trato que nos ayudaba a los dos y llegué a apreciarlo de verdad. Fue entonces cuando nació mi admiración por él y el amor fraternal que le tenía.

Lo divertido de mi relación con él, era que mis padres creían que era su amigo solo para molestarlos, como una especie de rebeldía sin sentido ni fundamento.

Fue en una de esas reuniones cuando me dio una idea que era, por mucho, la más alocada y estúpida del mundo; algo que nunca aceptaría en mis cabales, nadie lo haría; pero yo ya no estaba en mis cabales y esa palabra no tenía ningún significado para mí.

—Acompáñame a un bar —dijo, mirando la mesa de la cafetería fijamente.

—¿Para qué? —Pregunté. En ese momento no negaría cualquier locura.

—Sabes que sé lo de Nathaniel y los dos sabemos que eso es lo que te envenena. Deja que te ayude a olvidarlo, al menos una vez. Te sorprendería lo mucho que ayuda.

Él era un experto, yo debía creerle con los ojos cerrados.

—Está bien.

Nunca me he arrepentido de esa decisión.

—Será el viernes en la noche. Espérame en el parque e iré por ti, sin que nadie lo note. Ya sabes, un bar es peligroso.

Reí, forzadamente y con sarcasmo. Podía decirse que era una cita, no una convencional, sino una extraña y cínica. Me agradaba la idea de ir a ese lugar, me provocaba derrames de adrenalina, y solo era miércoles.

Por suerte, el jueves nada increíble pasó. Por primera vez desde que me alejé, Nathaniel no quiso hablarme, ni me miró. Estaba muy ocupado con una chica, riéndose y besándola en público. Aunque, sus nuevos amigos también consumían su tiempo en la vida de un adolescente normal; así que no importaba realmente que él me viese o no, tenía a otros.

No obstante, el mismo viernes en el que saldría, en clase de matemáticas o geografía, algo se deslizó por mi muslo, algo que se sentía carnoso. Miré disimuladamente hacia abajo y allí estaba una nota y una mano que reconocería en el fin del mundo: la de Nathaniel. Dejó la nota y volvió a prestar atención a la clase.

Yo la tomé y la abrí, buscando el leerla sin que el profesor lo notase. Decía: «¿Sabes dónde está Anna? Estoy preocupado». Casi reí, pero lo evité, no sé por qué.

Metí la nota en la parte trasera del cuaderno y miré al frente. Naturalmente, no iba a responderle, ni eso ni nada. Esperé a que la campana sonase, para ponerme de pie; por alguna razón del cruel destino, mi mochila se abrió y desparramó todos mis cuadernos por el piso.

Bufé, me agaché y comencé a meterlos en el bolso torpemente y con la mayor rapidez posible; sin embargo el cuaderno de esa asignatura no aparecía y cuando lo hizo estaba tendido hacía mí, por la mano de Nathaniel. Nunca olvidaré su rostro; estaba preocupado y confundido, y también algo rabioso supongo que por causas mías.

—¿Dónde está Anna? Estoy preocupado —dijo, su tono hacía más claro lo preocupado que estaba y yo sentí deseos de burlarme de él.

—Se mudó, ahora está en Boston. —Respondí y le arranqué el cuaderno de la mano y comencé a meterlo en el bolso.

—Kurt, ¿qué es lo que pasa contigo?

Me levanté y me fui, dejándole con la palabra en la boca. No me importaba si se enojaba, si se ofendía, si insistía en saber cuál era mi problema. Al menos yo, ya estaba enojado; en especial porque había escuchado a personas hablar de mi «encuentro» con él en el salón de clases y decían estupideces como: «Es imposible que estuviesen hablando. ¿Cómo Nath sería el amigo de un enfermo mental?».

Ellos no sabían, ellos no tenían idea de que él era mi mejor amigo, de que era la persona a quien más conocía y quien más me conocía a mí. Ninguno de ellos sabía de donde venía ese «Nath», ninguno sabía cómo diferenciar cuando él tenía sueños movidos o pesadillas, ninguno sabía cuáles eran los mejores puntos para hacerle cosquillas. Solo lo sabía yo.

Llegué a casa completamente enojado y con ganas de reventar todo lo que tuviese por delante; apenas entré a mi cuarto lancé el bolso contra la pared del cuarto de mi hermano, en el que estaba con su novia, y comencé a arrancarme la ropa para bañarme, algo que siempre lograba calmarme un poco.

No obstante, cuando estaba a punto de entrar al cuarto de baño que había en esa misma habitación, mi hermano entró hecho una fiera con la asustadiza muchacha que era la, según mis padres, apropiada prometida. Ella, por mi parte, ni siquiera me caía bien, me da igual y siempre sentí que me miraba como escoria, por lo que nunca hablé con ella. Si no me equivoco, su nombre era Susan.

—¡¿Qué mierda te crees para lanzar cosas contra mi pared?! —Gritó. Supe que mis padres no estaban porque el niño bueno nunca usaba ese lenguaje con ellos cerca.

—Largo —respondí de vuelta—. ¿No ves que estoy ocupado?

Se acercó a mí, mientras que Susan solo observaba asustada. Algo característico que siempre había tenido mi hermano era que nunca perdía una oportunidad para «enseñarme cuál es mi lugar», así que siempre había una razón para que peleáramos y siempre sería mi culpa a la vista de todos. El perfecto Brian nunca haría nada estúpido e impulsivo.

—¿Qué? ¿Vas a golpearme? —Le desafié, poniéndome frente a él y sonriendo.

Sé que se lo pensó, sé que quiso golpearme porque yo nunca le había hablado de esa forma, pero no lo hizo. Tomó a Susan y salió de mi cuarto, cerrando la puerta brutalmente fuerte, como si eso fuese a importarme a mí.

Terminé de desvestirme y entré a la ducha, lamento realmente que mi hermano no me golpease, porque así habría pelado con él y habría drenado todo el enojo que tenía dentro. No duré más de dos minutos bajo el agua, cuando grité, completamente frustrado y salió de la ducha con el envase del champú y lo estrellé contra el espejo, que se rompió.

Arranqué la cortina que rodeaba la ducha y la rompí con mis manos; salí del cuarto y volví a destrozarlo todo, como la primera vez. Solo que esta vez tomé la prevención de colocar una silla bloqueando la puerta para que nadie entrase. Esta vez me sentí satisfecho con romper mis materiales escolares y los pocos afiches y decoraciones que había en mi cuarto.

No obstante, Brian comenzó a tocar la puerta y a gritarme que saliese, que estaba loco; al principio lo ignoré y me vestí con lo mismo que saldría en unas horas con James. Pero él no se detenía y luego comenzó a golpear con todo su peso, supongo que intentaba derribar la puerta; entonces volví a estresarme.

Grité de nuevo, grité que se callase y me dejase en paz. Saqué la navaja debajo de mi colchón y abrí el armario y, en resumen, destrocé toda mi ropa o, al menos, la mayoría de ella. Brian dejó de golpear, asustado, creo y seguramente bajó a llamar a mis padres, a la policía o a un sanatorio para que viniese por mí. Mientras, se quedó Susan, hablándome, diciendo cosas tranquilizantes o lo que ella creía que lo era.

No escuché nada, solo me quedé sentado en medio de mi obra de arte y comencé a llorar poco después. Esa vez lloré por Nathaniel y lo mucho que le extrañaba, por Anna y lo estúpido e injusto que fui con ella, por James por lo mal que le fue en la vida y lo bien que estaba, a diferencia mía. Incluso lloré por mis padres, porque ningún padre merece un hijo homoual, cobarde, depresivo y estúpido, como era yo. No entendía por qué toda injusticia debía recaer en mí.

Sonó mi teléfono debajo de varios pedazos de tela verde; lo busqué y leí el mensaje de James, que pedía que me diese prisa, pues el bar estaba un poco lejos de donde vivíamos. Me sequé la cara y suspiré, prácticamente había olvidado que saldría con él; miré mi desastre y volví a suspirar, era obvio que no podría salir por la puerta como si nada y ya había escapado por la ventana en los últimos meses las suficientes veces como para no matarme ni romperme un hueso.

Bajar por la ventana sin que nadie se diese cuenta y llegar a la plaza no fue ningún problema, el verdadero problema radicó cuando estuve allí y recordé lo que había pasado hace poco con Anna, ese patético último vistazo que tuvimos. Sin embargo, lo ignoré todo lo que pude y me centré en buscar a James y olvidar todo esa noche, mi noche.

Me saludó animadamente e, increíblemente, yo hice lo mismo; tomamos un taxi que nos llevó a los límites de la ciudad y una cuadra más arriba de donde nos dejaron había un local, con altos volúmenes de música y bastante disimulado en cuanto a la decoración, que era donde íbamos.

Pasamos sin tener  que presentar identificaciones ni nada por el estilo y, apenas entré, me olvidé de James y él se olvidó de mí. Era un lugar oscuro, con muchas personas muy cerca entre sí, bailando y restregándose unos contra los otros; más arriba de los demás, como si estuviesen sobre pedestales, habían bailarines que se movían muy sensualmente y brillaban gracias a los colores amarillo, azul y rojo de las pinturas fosforescentes. Al instante me fascinaron completamente.

Una chica se acercó con una bandeja que tenía unos vasos y me entregó uno, gritando algo sobre cortesía de la casa, pero no tengo idea. Lo bebí de un trago, era alcohol, pero sabía bien y, por encima de todo, me gustaba bastante y quería más; al poco tiempo comencé a sentirme eufórico y alegre, tenía ganas de pintarme y bailar aunque estuviese haciendo el ridículo.

James me tomó del brazo y me dio otro de esos tragos milagrosos y los dos lo bebimos de una sola vez, riendo y tosiendo un poco. Fuimos a bailar como todos los demás, moviéndonos contra cuerpos ajenos y sudorosos y disfrutando del contacto ardiente que conllevaba.

No pasó mucho para que perdiese mi chaqueta, para que brillase en la oscuridad como los bailarines y para que un hombre se interesase en mí. James ya se había ido con alguien más y yo estaba solo y ebrio, y ese hombre era atractivo para mí y dejé que se acercase a mí y que me tocase como solo lo había hecho yo; para mí, se sentía bien.

Él hizo que estuviese más ebrio y eufórico que antes y me sacó del bar, me montó en su costoso auto del año y me llevó hasta la habitación de hotel donde se hospedaba. Naturalmente, yo sabía que era lo que él quería de mí e iba a hacerlo, porque si Nathaniel podía, yo también; de todas formas, no importaba lo mucho que lo amase, ni lo mucho que había dejado de ser importante para él.

Esa noche fue buena para mí, porque olvidé todo y me sentí bien; incluso cuando ese hombre y yo tuvimos relaciones, fue bueno para mí, me gustó, me sentí bien y quise repetirle. No obstante, era solo una noche y, al amanecer, él y yo sabíamos que allí acababa todo la magia del alcohol y el éxtasis que tenían los tragos de los que me habían llenado.

Sin embargo, fue suficientemente amable como para dejarme bañarme —a pesar de que tuve que usar la misma ropa de la noche anterior— y me dejó cerca de casa. Cuando estuve caminando el par de cuadras que faltaba para llegar, me dolía la cabeza y estaba mareado; el ruido y el sol eran mis peores enemigos. Suspiré al entrar a casa, algo que hice como si fuese una mañana cualquiera.

Lo que me tomó por sorpresa es que mi familia estaba esperándome; mi madre lloraba y era consolada por Susan; mi padre y Brian me fulminaban y despreciaban con la mirada, supongo que por el estado en el que me encontraba. Yo miré a todos por unos segundos y luego me dirigí a mi cuarto, pero Brian me sostuvo y me entregó una mochila un poco pesado.

Sin ninguna palabra, yo entendí que era lo que iba a pasar. Sonreí, tomé la mochila y volví a salir, sin decir nada. No obstante, pensé en lo injusto que era para todos, lo increíble y estúpido que era todo lo que había pasado entre todos; en como todo se había arruinado y que, al final, yo era el único que salía realmente herido.

Fui hasta la plaza donde estuve por última vez con Anna y donde James me recogió para encontrarnos, sin saber que era la última vez que nos veríamos también; y me senté en el mismo banco de antes, mirando a los autos ir de un lado a otro. Me pregunté sobre hacer, a dónde ir, qué clase de vida tendría en adelante, y no hallé ninguna de las respuestas. Recordé que habían abierto una cuenta para mí en el banco, donde estaban mis fondos universitarios y que yo tenía la tarjeta, así que podría usarla.

Continué sumido en mi pensamiento, cuando alguien se sentó a mi lado y me tendió un vaso con un café; miré el rostro de quien me lo daba y era Nathaniel, así que accedí tomarlo, él también tenía uno, por lo que me sentí tranquilo. Tomé un sorbo y estuve a punto de preguntarle por qué estaba allí a esa hora de la mañana.

—Parece que has cambiado, ¿no? —Dijo, sé que estaba mirándome.

—Tú también lo hiciste —respondí—. Cosas de la edad.

—Aún recuerdo cuando no soportábamos más de dos días sin vernos y jugar videojuegos… ¿Lo recuerdas?

Asentí y sonreí con nostalgia; en aquel entonces, teníamos doce años y no se podrían imaginar dos personas más unidas, cuando no había esos problemas de por medio. Me volví a mirarlo, él estaba bebiendo del café, ajeno a mí; su rostro había madurado mucho y se veía sano y hermoso, mucho más que antes, y creo que en ese momento, me enamoré de él más que antes, más que, incluso, la primera vez que accedí a ese sentimiento.

No obstante, yo no sentía la misma calidez ni los deseos de que algún día me aceptase.  Yo lo amaba y amaba en lo que se había convertido, pero no sentía nada cuando lo miraba, al menos no era nada especial. Me pregunté si era insensible o ya no le quería como antes.

Él también me miró y me sonrió como antes y yo le respondí de la misma forma. Sentí ganas de decirle todo, pero, antes de siquiera imaginar cómo reaccionaría, decidí no hacerlo; era la última vez que nos veríamos y quería que tuviese una buena imagen de mí, si es que quería recordarme en el futuro.

—Has cambiado tanto que me pregunto si, alguna vez, fuiste el mismo Kurt que yo conocí.

—Aún lo soy, es solo que la vida no me ha tratado tan bien como a ti.

Ambos reímos, pero es verdad no tenía gracia alguna, más bien, todo lo contrario, y los dos estábamos al tanto de eso.

—Nathaniel, siempre serás mi mejor amigo.

—Y tú el mío, Kurt.

Me levanté, me llevé la mochila y me fui a la estación de trenes. Él se quedó sentado y luego ignoro totalmente qué hizo.

Esa mañana fue la última vez que vi a mi familia y Nathaniel; la noche anterior, fue la última vez que vi a James, y a Anna dejé de verla desde hace mucho. Esa mañana, toda mi vida como la conocía terminó, y admito que tuve que haberla apreciado más, haberla disfrutado más.

Subí a un tren en dirección de Nueva York y estuve pensando en todos mis errores, en la manera en la que me dejé caer en la ruina y lo buena que habría sido mi vida si nada de eso hubiese pasado.

Después, al estar en Nueva York y frecuentando bares y muchas personas, conseguí un lugar decente para vivir y terminar mi educación; luego ingresé en la Universidad de Nueva York a estudiar Administración y me fue bastante bien; sin embargo, ir a lugares como en el que conocí a ese hombre amable del hotel, se convirtió en un vicio mayor cuando fui mayor de edad, y aún actualmente suelo ir mucho.

Al terminar la universidad conseguí el puesto de vicepresidente de una empresa de electrónicos, después de acostarme con el presidente y guardar el secreto ante su esposa; naturalmente, no lo hice intencionalmente, él mismo me ofreció el puesto porque soy bueno en lo que hago y porque puede confiar en mí.

Actualmente, tengo veintiocho años, doce más que el día que me largué de ese lugar. Ahora tengo mi propia oficina en un rascacielos, un auto del año que solo uso si debo salir de la ciudad y un pent-house del tamaño de mi anterior casa. Nunca he tenido relaciones amorosas con nadie, de solo pensarlo me pongo enfermo, y tengo una gran vida.

No he visto ni a mi familia ni a mis amigos, no sé si están vivos o muertos, no sé si están sanos o enfermos, y lo prefiero así. No quiero recordar nada, no quiero volver a vivir nada de eso.

Mi nombre es Kurt y esta fue la historia de cómo mi vida se quemó, para resurgir de las cenizas, como un fénix, cuando creí que no tenía esperanza.

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