13 ME ABRAZAS, ¿POR FAVOR?

Lo Nuestro Es De Otro Planeta
 

Menos mal que era viernes. Como todos los trabajadores, tiffany encontraba solaz en el hecho de que la semana estuviera a punto de terminar. El día se había despertado radiante. Hacía frío a primera hora, pero el sol ya estaba en lo alto augurando un fin de semana espléndido. Le esperaba una dura jornada porque tenía que presentar su proyecto, pero sintió alivio al pensar que las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina.

Tal vez llevaría a tae de excursión. Sí, ¿por qué no? Le apetecía enseñarle la ciudad. La presunta extraterrestre llevaba allí prácticamente una semana y todavía no conocía Sevilla. Quizá le apeteciera hacer un poco de turismo. Le enseñaría el río, y Triana, la Torre del Oro y, por supuesto, las callecitas aledañas a La Giralda, donde lo mismo se podía comprar una peineta flamenca que un delantal picantón. Sonreía al imaginar la cara que pondría tae cuando viera las tiendas de souvenires o se toparan con alguien tocando las palmas o la caja.

Era la idea más descabellada de cuantas tiffany había tenido últimamente. Pero Victoria la había animado a conocer a tae un poco más y tenía que reconocer que su compañía le agradaba. A pesar de su naturaleza solitaria, le resultaba reconfortante llegar a casa y obtener un « ¡Hola!» o una sonrisa por respuesta. Siempre que estaba a punto de cruzar la puerta, se imaginaba qué locuras habría estado haciendo tae. Si estaría atornillando una antena o ingeniando una nueva receta.

Ella solía dejar lo que estuviera haciendo cada vez que regresaba a casa. Salía a recibirla a la puerta como si la hubiera estado esperando y, muy a su pesar, tiffany se estaba acostumbrando a esta rutina. Era agradable, divertida y estúpida en cierto modo, pero conseguía hacerla sentir en casa, en el hogar que jamás había sido capaz de construir con Irene. ¿Tenía esto algún sentido? Probablemente no.

No.

Para nada. Se estaba acostumbrando a tae y ni siquiera sabía quién era.

Pero tiffany no disponía de tiempo ahora para recapacitar sobre el tema. Acababa de entrar en la oficina. Era la primera hora de la mañana y su jefe la asaltó con una orden directa: «Reunión en diez minutos. Prepáralo todo. Están de camino».

— ¿Ya? —protestó.

Javier no se detuvo a contestar. Pasó de largo hacia su despacho y cerró la puerta a sus espaldas. Tiffany se quedó de pie en el pasillo, perpleja y bloqueada; seguía sosteniendo las llaves del candado de su bicicleta.

Aquello no era lo planeado. Se suponía que los clientes de la aplicación que debía entregar no llegarían hasta media mañana. Y tiffany necesitaba ese tiempo como de oxígeno para sus pulmones. Estaba todo listo, terminado, pero precisaba de al menos una hora para montar la presentación y dar los últimos retoques a la misma.

Rápidamente se fue hasta su puesto de trabajo, saludó a su compañero Carlos y empezó a poner orden.

— ¿A qué viene tanta prisa? —se interesó él al verla encender el ordenador con nerviosismo. tiffany tamborileó los dedos contra la mesa.

—Javier. Los clientes vienen hacia aquí.

— ¿Pero la reunión no era a las doce?

—Sí, pero la ha adelantado.

Joder, pues ya podía habértelo dicho.

— ¡Qué me vas a decir! —se lamentó tiffany.

Carlos le dedicó una mirada compasiva. Ambos sabían que esa no era manera de proceder ni de tratar a los empleados. Pero Javier nunca había tenido demasiada consideración hacia tiffany. A los demás solía avisarles cuando había un cambio de planes. A ella no. Su compañero Carlos la animaba para que se rebelara, que protestara, pero tiffany temía por su empleo. Además, ¿Qué podía decirle? ¿Trátame con más respeto?

Meneó la cabeza con enfado mientras copiaba unos archivos en su portátil y pensó en las veces que había ensayado un discurso similar frente al espejo. A veces decía:

—Esta no es manera de tratarme. —Con el ceño muy fruncido—. Si no me vas a tratar como a los demás, no me interesa trabajar para esta empresa. Y también:

»Hey, tú, sí, tú, el de los pelos en las orejas, escúchame bien porque no lo voy a repetir dos veces: soy la mejor empleada que tienes, trátame con más respeto o te las verás conmigo.

Y por supuesto:

»Aquí tienes, garrapata: mi carta de renuncia. Suerte encontrando otro empleado como yo.

El discurso estaba preparado (varios, cada uno en su estilo), pero ninguno de ellos la convencía por la sencilla razón de que carecía de determinación para enfrentarse a su jefe. Ella era una hormiga, nunca había sido una abeja reina, y seguiría siéndolo si no encontraba el modo de ponerle remedio.

Enfadada consigo misma, se encaminó hacia la sala de reuniones para dejarlo todo listo antes de que llegaran los clientes. Cinco minutos después, apareció su jefe con una mujer cuyo cuello estaba adornado con un collar de perlas y un muchacho joven –su hijo- que lucía el pelo engominado.

Tiffany había tratado con ellos en varias ocasiones. Eran personas con grandes sumas de dinero en su cuenta bancaria, eso saltaba a la vista y ellos se esforzaban en dejarlo claro desde el principio. Tenían unas ideas demasiado vagas sobre la aplicación que deseaban implementar en su negocio y solían dirigirse a los empleados con altivez y desprecio. Tiffany aborrecía tratar con este tipo de clientes porque siempre tenían un “no” listo para ser disparado. Estaba segura de que aunque tuviera superpoderes o consiguiera desarrollar la mejor aplicación del mundo para su negocio, ellos nunca se darían por satisfechos. Aun así, intentó recibirles con una sonrisa atornillada en los labios y ellos la saludaron con una mueca imprecisa. ¿Qué era exactamente? ¿Asco? ¿Sueño? Le resultaba difícil leer las emociones de aquellos dos, así que prefirió ignorarlas.

Mientras tiffany se aseguraba de que todo estuviera a punto, su jefe se deshacía en halagos:

—Señora Duarte, ¡ese collar que lleva es verdaderamente precioso!

Ella sonrió, complacida. Acarició las perlas con la punta de sus dedos.

—Me alegro de que las aprecie. Son del Mar del Sur —comentó, ufana.

—Son una maravilla y le sientan muy bien.

—Gracias. Es todo un detalle por su parte.

Aprovechando que estaba de espaldas, tiffany  puso los ojos en blanco. «Fon del Mar del fur, le fientan muy fien», se burló entre dientes. Conectó el proyector. Ya estaba lista y así se lo hizo saber a su jefe; cualquier cosa con tal de detener cuanto antes aquel estúpido rendez-vous.

— ¿Estamos listos? —preguntó Javier al ver la luz azulada proyectándose contra la pantalla.

—Cuando quieran —le confirmó tiffany.

La señora Duarte y su hijo tomaron asiento frente al proyector y Tiffany comenzó la presentación.

Estaba especialmente orgullosa de la aplicación que estaba a punto de enseñarles. Le había llevado muchos meses de trabajo, pero consideraba que el esfuerzo merecía la pena. Tiffany a les explicó de manera pormenorizada todas las posibilidades que la aplicación ofrecería a su negocio y, mientras lo hacía, prestaba especial atención a las expresiones faciales de sus clientes.

La señora Duarte tenía la misma expresividad que una tabla de planchar y su frente había sufrido tantas operaciones estéticas que le recordó a una sábana bien estirada. Su hijo gesticulaba un poco más pero no lo suficiente; tan solo en un par de ocasiones alzó levemente las cejas como si algo le hubiera desagradado o sorprendido. Durante toda la presentación, tiffany fue incapaz de aventurar si estaban conformes o decepcionados. Se sintió agotada cuando terminó de hablar, como si aquellos dos seres humanos tuvieran la capacidad de vaciarla de energía con su simple presencia. Tanta desidia le resultaba demoledora. Le dieron ganas de arrojarles el mando del proyector solo para verificar si así conseguía despertar en ellos alguna emoción (indignación, ira, rabia, sorpresa o simple enfado), pero en su lugar se sentó y juntó las manos a la espera de un veredicto.

Javier miró entonces a la señora Duarte. Elevó sus selváticas cejas y dijo:

— ¿Y bien? Creo que tiffany ha hecho un trabajo estupendo, es una aplicación de primera categoría, ¿no les parece?

La señora Duarte jugó con su collar de perlas. Su hijo cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó ligeramente en la silla. Tras dar un par de vueltas a su anillo de casada, fue ella la primera en hablar. La señora Duarte era viuda y siempre jugaba con su alianza cuando estaba a punto de emitir un juicio desolador.

—Es… un poco… flojo, pero un comienzo —afirmó.

—Pero no exactamente lo que queremos —apostilló su heredero.

Diana abrió los ojos con sorpresa. ¿Qué estaban intentando decir? Aquella era la mejor aplicación que se había hecho en esa empresa. Cualquier cliente habría estado encantado con el resultado y, sin embargo, los Duarte la miraban con desdén y gesto nauseabundo.

—Pero… —empezó a decir tiffany. Su jefe le hizo un gesto con la mano para que le dejara seguir a él.

—Tienen toda la razón —dijo entonces Javier—. En realidad, esto es solo una presentación inicial de lo que podría ser. Necesita varios retoques, ¿verdad, tiffany?

Tiffany enarcó las cejas con sorpresa, sin saber qué decir. ¿Unos segundos antes era una aplicación de primera categoría y ahora necesitaba varios retoques?

—Pensaba que hoy nos iban a presentar la versión definitiva —comentó la señora Duarte, fría como el iceberg contra el que chocó el Titanic.

Su jefe se echó a reír con un molesto sonido que le recordó a una hiena.

—No, no, por supuesto que no. Estas aplicaciones llevan más tiempo. Hoy solo queríamos presentarles el esqueleto. Esto es provisional. ¿No es así, young?

¿Provisional? Él sabía lo mucho que había trabajado en ese proyecto, las horas de picar código sin descanso. Tiffany se había dejado la piel en él. Lo lógico hubiera sido que la defendiera y convenciera al cliente de que la aplicación era estupenda. Porque realmente lo era y su jefe lo sabía tan bien como ella. Tiffany se había ganado al menos esta porción de dignidad.

¡El esqueleto!, se repitió a sí misma con enfado. ¡Provisional!

Fundamental, young, fundamental.

Tiffany notó que las lágrimas empezaban a empujar contra sus párpados, pero lo último que deseaba era llorar delante de los Duarte o de Javier. Su jefe, al ver que no contestaba, prefirió tomar el asunto por su mano:

—Si nos dicen qué partes no les convencen, podemos presentarles la versión definitiva la semana que viene. ¿Qué les parece?

La señora Duarte elevó un poco la barbilla. Intercambió una mirada con su hijo como si le estuviera preguntando « ¿A ti qué te parece?». Él asintió.

—Bien, lo dejaremos entonces para después de Semana Santa —dijo la mujer—. Pero confiamos en que no se demoren mucho más. ¡Llevamos meses esperando por esta aplicación y se nos agota la paciencia!

—No se preocupe, señora Duarte. La semana que viene estará lista. Tiene mi palabra, señora Duarte —aseguró Javier con insultante vasallaje.

Se despidieron con un apretón de manos y el compromiso de que el pequeño Duarte les haría llegar las modificaciones ese mismo día, tan pronto regresaran al despacho. Javier sonrió con fingida cordialidad, pero su simulada sonrisa no mermó ni un milímetro hasta que los Duarte cruzaron la puerta de la sala de reuniones. «No hace falta que nos acompañe; conocemos la salida», le espetó con desdén la señora Duarte. Entonces, solo entonces, su jefe volvió a su ser:

¡Joder! —exclamó—. ¡Cinco meses de trabajo a la mierda!

Cinco meses de mi trabajo, pensó tiffany.

— ¿Podrás tenerla lista para la semana que viene?

¡No!

— ¿Y qué hay de las vacaciones?

—Es fundamental, young.

Tiffany se mordió el interior de la mejilla. Sentía tal rabia que consiguió hacerse daño. Desvió la mirada cuando dijo:

—Lo intentaré.

—Bien. Inténtalo y hazlo. —Javier salió dando un portazo.

***

Viernes. Tres de la tarde y la vida no podía ser más miserable para tiffany. Las lágrimas aparecieron por fin. Lo hicieron in extremis, cuando ya estaba de camino a su casa y la oficina quedaba lo suficientemente lejos para que nadie la viera. Solo unos turistas que la miraron extrañados de que alguien llorara en un lugar público. A lo mejor así era. Uno de ellos la apuntó con el objetivo de su cámara y disparó mientras dos gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.

Cuando abrió la puerta de su apartamento se encontró a tae subida en una escalera gigantesca. Tiffany nunca había tenido una escalera de esas dimensiones en su casa, pero al parecer ahora sí. De todos modos, ni siquiera se inmutó. Una semana antes tampoco tenía una antena que parecía una escultura de metal de casi dos metros de altura, ni una extraterrestre de compañera de piso, ni había tirado casi medio año de trabajo al cubo de la basura.

Qué más daba si había una escalera del tamaño de un abedul en el centro de su salón. La vida era una mierda y punto.

Una auténtica mierda.

Tiffany cerró la puerta con apatía, deseando que el día acabara de una vez. Meterse en la cama, cerrar los ojos y olvidarse del mundo. Del impresentable de su jefe, del collar de perlas de la señora Duarte y del exceso de gomina de su pomposo hijo.

Eso era todo lo que deseaba, pero nada más verla, tae dejó lo que tenía entre manos, bajó de la escalera y fue corriendo hacia ella.

— ¿Qué ha pasado a tiffany? —le preguntó en su insólito español. Estaba aprendiendo a dominarlo, pero no del todo.

Tiffany la miró como un cordero degollado. Tenía los hombros hundidos y le pareció que tae deseaba acercarse y consolarla.

Era cierto que le vendría bien un abrazo. Uno de esos fuertes, de los que comprimen el diafragma y casi no dejan ni respirar, pero finalmente se quedó a medio metro de ella y la miró con preocupación.

¿Me abrazas, por favor?

— ¿Qué ha pasado? —Repitió tae—. Mi computadora me avisa de que tiffany sufre lamentos. “Lamentos” era un buen modo de definirlo.

—Los clientes no han aceptado mi aplicación. —Se encogió de hombros como restándole importancia—. Prácticamente esperan que la empiece de cero y la termine la semana que viene. Pero eso es imposible. No sé ni siquiera cómo voy a hacerlo.

—Pero tiffany tenía vacaciones…

—Pues las vacaciones de De tiffany se han ido al garete —replicó enfurruñada.

Qué cansada estaba. Solo de pensar que debía revisar toda la maldita aplicación se sintió desfallecer. ¿En qué estaba pensando Javier cuando les aseguró que podían hacerlo en una semana?

¡Una semana! Se había vuelto loco…

Tiffany se encontraba tan angustiada pensando en sus propios males que tardó unos segundos en ver que tae tenía inclinada la cabeza hacia un lado y la miraba con aire misterioso.

— ¿Qué? —Inquirió al darse cuenta—. ¿Por qué me miras así?

—Creo que sé lo que necesitas. Venga, vamos.

Tiffany frunció el ceño. ¿Qué se proponía? tae se estaba poniendo la chaqueta.

— ¿Adónde?

—Tengo ganas de tomar el aire, ¿tú no? —respondió, tomándola del brazo y arrastrándola hasta la puerta.

—tae, ¿no has escuchado lo que he dicho? No puedo ir a ninguna parte. Voy a tener que estar trabajando las veinticuatro horas del día y ni siquiera así seré capaz de aplicar todos los cambios que necesitan.

—Sí, sí, pero eso puedes hacerlo más tarde. Tal y como estás ahora, no vas a poder trabajar. Venga, vamos.

—Me gustaría, pero…

—tiffany, no me obligues a llevarte por la fuerza. Porque puedo hacerlo, créeme.

Y hubo algo en la mirada de tae, poderosa y terrorífica, que no dejaba opción a réplica. Algo incluso más intimidante que la imponente presencia del doctor young. Tiffany sintió escalofríos y miedo, pero también fascinación y unas ganas irrefrenables de explorar más el interior de esa tae tan decidida. Era mala idea llevarle la contraria.

De todos modos, le vendría bien dar un paseo, airearse, inquieta como estaba no podía trabajar.

Imposible.

—Vale, pero solo un rato. Comemos algo y regresamos.

—Claro, volveremos enseguida. Vamos.

Tiffany asintió y se puso en marcha, aunque tenía el presentimiento de que el paseo se iba a alargar.

Emplearon la primera hora en caminar sin rumbo fijo. Sus pies se movían solos a orillas del río, mientras sorteaban el adoquinado un poco levantado, con la mirada fija en las calmadas aguas del Guadalquivir.

Tiffany hablaba y tae escuchaba con atención. No era muy dada a expresar sus emociones en voz alta, porque siempre que se animaba a hacerlo la tachaban de exagerada o le restaban importancia o cambiaban de tema como si no les interesara en absoluto. Con Irene siempre había sido así. Pero con tae era diferente. Ella la escuchaba sin aditivos, en silencio, permitiendo que se desahogara. Nunca la interrumpía y tiffany tenía la certeza de que le podía contar cualquier cosa. Así que le relató todo lo que sentía en relación a su empleo. El modo en que sus sueños se habían truncado en pocos años, cómo el miedo a perderlo le hizo olvidar que en algún momento aspiraba a algo más.

— ¿Te parece absurdo lo que estoy diciendo? —preguntó, insegura.

—No, en absoluto. Continúa, por favor.

Tiffany desvió la mirada hacia el río y se concedió unos instantes. Un grupo de piragüistas pasó en ese momento a toda velocidad y deseó poder sumergirse en el agua y quedarse allí dentro, mecida por la corriente submarina del río, no sabía muy bien por qué.

—En el fondo soy una cobarde porque nunca le digo nada, ¿sabes? Y ese es mi fallo —se lamentó, haciendo referencia a su jefe—. Sé que hay personas que están peor que yo y no debería quejarme, pero en comparación con mis compañeros… ¿Sabes que he llegado a trabajar en Nochebuena porque mi jefe se empeñó en entregar un proyecto al día siguiente? —Recordó con amargura—. Y no es que necesite que desplieguen una alfombra roja a mi paso, porque no es eso, pero, no sé… ¿Es tanto pedir que me avise si se adelanta una reunión? ¿O que defienda mi trabajo ante unos clientes?

—No, no lo es.

—Eso creo yo también. Perdona, sé que te estoy aburriendo.

—Tú nunca me aburres, tiffany —le aseguró tae con calidez.

Tiffany se sonrojó, aunque estas palabras consiguieron arrancarle la primera sonrisa genuina del día.

Era la hora del almuerzo. Muchas personas comían en restaurantes y terrazas, pero no sentía hambre. Tenía todavía el estómago revuelto y estaba preocupada. Pero tae sí estaría hambrienta. La miró de perfil, a punto de sugerirle que compraran cualquier cosa de comer. Podían hacerse con un bocadillo y sentarse a orillas del río, a los pies del puente de Triana. A tiffany le encantaba sentarse allí, contemplar la cara de fascinación de los turistas, cómo sacaban los móviles para hacerse instantáneas que luego compartían con familiares y amigos. Sevilla inmortalizada una y otra vez.

Sevilla eterna. Y sin embargo, no recordaba haber visto a tae comiendo; eso le extrañó. — ¿Tienes hambre? Yo no mucha, pero podemos comprar algo, si quieres.

—No, gracias.

—Nunca te he visto comer. ¿Te alimentas a escondidas?

Tae sonrió como si le hiciera gracia esta idea.

—No, solo tengo una dieta especial.

—Ah, ya, la dieta extraterrestre —se burló tiffany—. ¿Y en qué consiste? ¿En trocitos de asteroides y cometas?

Tae bajó la mirada al suelo empedrado, evitando así dar una respuesta. Habían girado a la derecha y enfilaban ahora el puente de Triana. Se apoyó en la barandilla y respiró hondo mientras el sol le acariciaba la cara.

—Es perfecto —dijo con los ojos cerrados.

Tiffany se acodó en la barandilla, a su lado. La miró detenidamente.

—Sí que lo es… —afirmó, fijando su vista involuntariamente en ella. Ahora más que nunca sentía que necesitaba conocer su secreto—. ¿De veras nunca vas a contármelo?

— ¿El qué? —tae abrió los ojos y la observó con cariño.

Estaba preciosa así, el cabello un poco despeinado por el viento, una sonrisa juguetona acariciando sus labios, los ojos onices muy onices y muy abiertos, como los de un niño que aguarda recibir pronto una sorpresa. En verdad era casi perfecta.

—Quién eres realmente. De dónde vienes. ¿De qué estás huyendo, tae?

Tae extendió una mano y acarició su mejilla con exquisita ternura, como queriéndole decir «todavía no» o al menos así lo interpretó tiffany en ese momento. Quedaba poco para saberlo, podía sentirlo, estaba cada vez más cerca. Con tae era como extender la mano y estar a punto de alcanzar algo para darse cuenta en el último momento de que las yemas de los dedos tan solo lo estaban rozando.

La extraterrestre bajó entonces la mirada con timidez y sus ojos toparon con algo.

— ¿Qué es esto? —preguntó con curiosidad explorando la superficie de metal de un candado. En él había escritos unos nombres y una fecha.

— ¿Has leído algo de Federico Moccia?

—No.

—La verdad es que yo tampoco.

— ¿Quién es?

—Un escritor. Italiano. Escribió una novela cuyos protagonistas dejaban un candado en un puente como símbolo de su amor y la idea se hizo tan famosa que ahora puedes encontrar candados así en todos los puentes del mundo. Se supone que ejemplifican el amor eterno entre dos personas. No sé. Imagino que la gente cree que, al hacerlo, su amor será para siempre y que jamás volverán a separarse o algo así. Como un candado sin llave. Es una metáfora.

Tae parecía fascinada con la idea.

—Claro. Si la llave se pierde, están obligados a permanecer juntos para siempre —razonó—. ¿Y dices que fue por una novela?

—Bueno, creo que en realidad la moda la empezó un cerrajero que quería dar a conocer su negocio. Pero la gente piensa que salió todo de una novela. Supongo es más romántico así. —tiffany  se encogió de hombros.

—Siempre me ha llamado la atención eso del amor. ¿Qué se siente?

— ¿Nunca has estado enamorada?

—No lo creo. Para nosotros eso no es importante.

— ¿Y qué lo es?

—La compatibilidad. En todos los aspectos. El equilibrio. Al final todo en la vida se basa en el equilibrio. El amor es caos, al igual que el odio. Son extremos y nuestra sociedad rechaza cualquier forma de radicalismo. Además, he leído que te puedes volver loco. Tiffany se echó a reír.

—Un poco, sí.

—Pero algo tendrá si todos lo valoráis tanto. ¿Cómo es?

Tiffany abrió la boca para explicárselo, pero no estaba muy segura de tener la respuesta. Se había sentido enamoriscada un par de veces en su vida, pero ¿amor? ¿Del grande? ¿Con todas las letras? De eso ya no estaba tan segura. Y de todos modos, ¿cómo podía describir el amor? Saber pero no. Desear. Admirar. Compañerismo. Contigo. Cariño. Abrazos. Besos. Nunca. Siempre. Afecto. Paz. Certezas. Confianza. Sentirte así. Y así también... Grandes términos todos ellos, pequeños trozos de un sentimiento, pero ninguno conseguiría expresar el amor en su totalidad.

Qué extraño poder sentir algo tan grande y que para los demás solo fueran palabras.

—Creo que es como… volverse loca, tú lo has dicho. Y luciérnagas en el estómago.

— ¿Luciérnagas? ¿Los insectos que se encienden?

—Sí, como si tuvieras luz dentro. Así me lo imagino yo, como millones de luciérnagas dando vueltas en tu interior, iluminándolo todo a su paso, haciéndote cosquillas con sus pequeñas alas. tae sonrió. Parecía agradarle la idea.

—Pues es bonito.

 

Tiffany le devolvió la sonrisa y siguieron caminando hacia ningún lado, sin rumbo fijo. Solo porque se sentía bien así.

 

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