Sabía muy en el fondo que había sido un error. De principio a fin. Trató de aferrarse a la baranda que tenía a su lado, pero le fue imposible. El mundo simplemente le daba vueltas.

Sorprendentemente, cayó sentado sobre unas gradas y no se hizo daño. Con una mano en la frente quiso poner fin al remolino en el que se sentía envuelto, pero fue inútil. En medio de la vorágine en la que juraba hallarse, le pareció oír que alguien le hablaba.

No hizo caso. O más bien, el sonido de la guitarra y la batería sumados a su estado de confusión le impidieron oír. De todos modos, le preocupaba más estabilizarse para intentar una vez más mantenerse en pie y salir de ahí. Cuanto antes, mejor. Pero de pronto ya no era una solo una voz, sino que también la presencia de ese individuo a su lado. Quiso enderezarse un poco, porque sintió su instinto encenderse de forma peligrosa, como si corriera peligro, pero el mareo volvió a manifestarse y si hacía un movimiento violento, ya no sería capaz de levantarse.

Y ya no era solo una voz y una presencia, sino dos. Lo notó porque quien haya sido, se colocó frente a él y con sus manos tomó su brazo, tiró de él suavemente y lo apoyó contra su hombro para, finalmente, sacarlo de ahí.

El frío de la noche le latigueó el rostro, pero la persona que lo iba guiando le transmitía un calor bastante agradable y gracias a eso, luego del mareo, sobrevino la somnolencia. Empezó a sentir sus párpados más y más pesados, pero se negaba a dejarse vencer por el sueño porque quería recobrar su lucidez y así poder reconocer a quien sea que lo estaba llevando. Y es que contrario a lo que había ocurrido momentos atrás, no sintió ningún temor en cuanto se le acercó.

El fresco le sentó bien porque de a pocos sus sentidos volvían a ponerse en orden. Parpadeó un par de veces y, ya más seguro, se pasó una mano por toda la cara sin el miedo de echar a perder aún más su condición. Sintió que su cuerpo chocaba contra una superficie y cuando extendió las manos, comprendió que se hallaba sobre el capó de un auto.

—¿Dónde queda tu casa?

Definitivamente era un ser amable. Su voz lo dejaba en claro. Al fin y al cabo, lo supo desde que lo sacó de esa fiesta a la que nunca debió asistir. Porque ¿en qué estaba pensando? Prácticamente no conocía a nadie. ¿Cómo se le ocurrió meterse en una fiesta de alumnos mayores en su primer año? Sabía que habían invitado a chicos de su edad, pero estos tenían cierto estatus: al menos eran, hasta cierto punto, populares, o al menos empezaban a destacarse. Ni siquiera sabía por qué lo habían invitado para empezar.

¿Habría sido una broma? Quizá todo se trataba de eso y él ingenuamente pensó que realmente querían ser sus amigos. No había otra respuesta posible, lo sabía...

—¿Estás bien? ¿Quieres que llame a alguien?

—¡No! —espabiló de golpe, y por fin enfocó su mirada en él.

—Bien. —Una sonrisa (que se atrevería a describir como brillante, inmensa) se dibujó en el rostro del muchacho. Probablemente le había causado gracia cuánto lo había asustado la posibilidad de que alguien lo vea en ese estado—. Ahora que estás más despierto, ¿te parece si me guías hasta tu casa? Si lo prefieres, podemos dar una vuelta para que te despejes y no llegues así.

Quizá fue la expresión que puso, no tenía forma de saberlo, pero el muchacho estalló en risa. Una sumamente estruendosa, pero también terriblemente contagiosa.

Qué bien que ya estaba lúcido, porque quería recordar a su salvador eternamente. Manos en los bolsillos, de más estatura, cabello castaño, ligeramente revuelto por el viento de la noche, la sonrisa indeleble, ya tatuada en su memoria, y enormes ojos cafés.